<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/33.jpg" alt="descripción" style="max-width: 1000px;">
[[¿Quieres cambiar la Historia?->Instrucciones y Créditos]]<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/37.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
Esta novela es una versión libre, colaborativa e interactiva de la obra maestra de Philip K. Dick "EL HOMBRE EN EL CASTILLO", aunque también toma alguna idea de la versión en serie disponible en la plataforma de streaming Prime Video. Ha sido redactada por alumnos de 4º de ESO "C" (curso 2023/24) del IES Rafael de la Hoz de Córdoba (España).
Nuestro único objetivo es entretener y concienciar sobre valores como la democracia y la libertad. No hay ningún ánimo de lucro y damos permiso para la difusión libre, siempre que se señale a los autores de la presente versión y, por supuesto, al autor de la obra original.
AUTORES
Adrián Ruiz Moreno
Agustín Sereno Blanco
Ainara María Muñoz Sánchez
Ainhoa Medina Centella
Alejandro Guzmán Bascón
Alejandro Rodríguez Córdoba
Alejandro Romero Andamoyo
Álvaro Navarro Gavilán
Antonio Flores Moreno
Bárbara Fernández Martín
David Escudero Lendines
Erika Llanero García
Irene Gómez Jiménez
Isaac Porras Romero
Isabel María Calero Burgos
Javier Ríos Tena
Laura Córdoba Núñez
Manuel Jiménez Cosano
Mario Ortega Salud
Marta Aguilera Collado
Mercedes Guillén López
Rafael Bolaños Ferri
Samuel Molina Torrico
Violeta Alguacil Muñoz
PROFESOR: Rafael Jorge Herrera Espinosa
Para cualquier comentario, sugerencia o aportación, podéis escribirnos al correo rafaelherrera@iesrafaeldelahoz.com
¿LISTO PARA COMENZAR?
[[Viajar al 20 de abril de 1962->1A]]
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/21.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
La bandera de Alemania, la gran Alemania... el bello signo de victoria de la querida nación. Bienvenidos al III Reich.
Nos encontramos en Alemania, en 1962, un año perfecto para nuestro gobernante, el querido Adolf Hitler. Es un lluvioso día de abril, en el que el sol ni siquiera asoma por detrás de las nubes. La tierra se encuentra encharcada y las hojas de los abetos parecían estar llorando sin poder parar.
Cuando nos vamos acercando cada vez más al gran imperio, vemos que, aunque el tiempo no acompaña, los hermanos alemanes se encuentran de celebración. Hoy, 20 de abril, es un día muy importante para el Reich y para nuestro querido führer. Éste se encuentra en el inmenso Palacio del Reich, un palacio realmente enorme cuya arquitectura intenta imitar el estilo de los griegos. Tiene unas grandes gárgolas que lo adornan y que hacen que todo aquel que pase se quede mirándolas, ya sea por eso o por las inmensas banderas que cubren la mayor parte de la pared del palacio. En el centro de todas ellas se puede ver fácilmente la hermosa cruz gamada, negra con toques de oro que la hacen aún más impresionante y resaltan aún más el color rojo del fondo de la bandera.
Todo está decorado para la ocasión. Desde la carretera por la que entran lujosos coches de último modelo con numerosos e importantes invitados, hay una gran alfombra roja que cubre el camino de mármol blanco pulcro. A los lados, se encuentran antorchas y aún más banderas del Reich. Esta alfombra llega a una gran puerta de madera de roble, la cual debe pesar más de una tonelada y la abren unos esclavos judíos y negros cada vez que llega un invitado nuevo. Los esclavos van vestidos con ropa poco decente, rota y malgastada; en sus brazos se pueden ver enormes cicatrices que informan a todo aquel que las vea de los continuos maltratos que sufren.
Otros esclavos, estos ya no judíos o negros sino estadounidenses blancos protestantes, casi igual de maltratados y mal vestidos, guían a los invitados por el gran palacio, el cual está oscuro a pesar de que hay candelabros que alumbran todos los rincones de los enormes pasillos del palacio, hacia el salón "Grandes Arios", el cual se encuentra adornado para la ocasión. Es un inmenso salón decorado con más de estas banderas que se ven por todos lados. Hay un montón de mesas redondas en las que se sentarán cinco invitados en cada una. Dos de estas mesas se encuentran bastante cerca de otra que es mucho más larga. Esta mesa se encuentra liderada por una silla, la cual es diferente a todas las otras; se ve mucho más prestigiosa y tiene un aire de superioridad. En cada lugar, se encuentra una chapa con la cara del gran führer. En la bolsa en la que viene esta chapa, también se encuentra una pequeña banderita con la cruz gamada y un adorno con la cara del Führer.
A cada momento llegan invitados que entran por las puertas del inmenso palacio. Estos invitados van liderados en su camino por esclavos, los cuales tienen que aguantar las humillaciones constantes de todos los invitados. Entre los miles de invitados que llegaron muy bien preparados para la ocasión, destacaban el joven Heinrich Von Der Leyen, siempre con su querida esposa, Heinrich Himmler, Erwin Rommel y otros de los mayores y más importantes dirigentes y hermanos nazis.
Cuando ya todos los invitados se encuentran situados en su lugar asignado, se hace el silencio absoluto. El momento más esperado durante todo el año ha llegado: el querido Adolf Hitler, el querido führer del gran III Reich, el más increíble y poderoso de todos los hombres, está entrando por las grandes puertas del inmenso salón con un bastón que apenas puede mantener en sus manos, las cuales le tiemblan cada vez más a cada paso que da. Su pelo está lleno de canas, incluyendo su bigote y la poca barba que lleva. Está vestido con un traje militar verde con un montón de insignias que no le lucen para nada, cosa que nadie se atrevería a decirle por temor. Su rostro está lleno de arrugas, sus ojos se encuentran cansados y tarda por lo menos, sin exagerar, quince minutos desde la puerta hacia el gran e imponente escenario.
Cuando está por subir las escaleras, se levanta de su sitio el señor Himmler, un hombre que de guapo no tiene nada y al que se le puede encontrar fácilmente un notable parecido a Hitler. Este hombre se acerca al Führer y le pide, casi de rodillas, ayudarlo a subir las escaleras que llevan al escenario, lo cual acepta fácilmente. Es complicado, ya que para ayudarlo le tiene que sostener la mano y los temblores del Dios de los hermanos nazis no ayudan para nada. Cuando logran subir, Himmler intenta quedarse a su lado, pero con solo una mirada fulminante el Führer le ordena que lo deje solo.
Empieza a agradecer a todos los seguidores que tiene y ha tenido, mientras le están temblando las manos por culpa de su enfermedad. Le cuesta expresarse por la nostalgia y la emoción que le está dando hablar de todo lo que han conseguido. Se centra mucho en agradecer a las SS por lo bien que han defendido y siguen defendiendo todo el imperio alemán.
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/24.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
“Hermanos, hermanas, compañeros, amigos. Os doy la bienvenida a este día tan especial para mí y espero que también para ustedes. Deseo que esta celebración sea agradable para todos vosotros y que sea algo inolvidable. No todos los días se cumplen 73 años, casi 30 de ellos como líder del pueblo Alemán. ¡Gracias!”
Después de esto, Hitler se dispuso a bajarse del escenario con ayuda de algunos de los invitados, entre ellos Heinrich Von der Leyen.
La zona VIP era un sitio en el cual se podía subir solo y exclusivamente a felicitar a Hitler, así que deciden subir. Todos van con muchísimo respeto, le van dando la mano uno a uno y dando las felicitaciones con un respeto descomunal. Después de felicitarlo y darle la enhorabuena por el perfecto discurso que ha hecho, se van de la zona VIP y siguen la fiesta en la sala de celebraciones.
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/03.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
En un momento dado, Heinrich von der Leyen, el general joven más moderno y prometedor del Reich, saluda al gran Führer.
- Buenas tardes, querido Von der Leyen, ¿le está siendo de agrado mi fiesta?
- Buenas tardes, mi mujer y yo le agradecemos la invitación y la verdad es que esta fiesta está siendo de nuestro agrado. Es algo que recordaré toda la vida, ya se lo aseguro.
A medida que iba avanzando la fiesta, se podía ver con una buena iluminación, ya que habían instalado unos grandes candelabros colgados del techo que iluminaban a la perfección toda la sala. Después de un rato, pasaron al banquete que tenía exquisitas carnes, mariscos y comida tan cara que solo podían comerla ellos. Finalmente, después del banquete, se reunieron todos en una sala para ver la sorpresa que le tenían a Hitler por este día tan especial. Todo el mundo en la sala estaba conversando, riendo y bebiendo. Cuando, de repente, un hombre alto, fuerte y con pinta de guardaespaldas entra en la sala, haciendo que esta se quede en silencio.
—Por favor, todos los invitados diríjanse a la sala de proyecciones, hay una sorpresa de cumpleaños para nuestro gobernador —dijo el hombre en voz alta.
Tras escuchar estas palabras, todo el mundo se dirigió a la sala de proyecciones, todos menos Hitler, quien necesita ayuda para poder moverse. Cuando todos salieron de la sala, el hombre que anunció la noticia anteriormente se acercó a Hitler y le extendió el brazo. Este, con dificultad, se agarró a él y empezó a caminar hacia el lugar. Cuando llegó, ya estaban todos sentados, deseando ver la sorpresa. Hitler caminaba por un pasillo largo acompañado de aquel hombre, mirando a todos con una gran sonrisa. Él no sabía cuál era la sorpresa, pero deseaba verla. Cuando por fin llegó a la primera fila, se sentó en el sitio reservado para él y, acto seguido, el hombre que lo acompañaba dio la señal para que se proyectara la sorpresa. Se apagaron todas las luces y en la pantalla aparecieron unas letras:
"Para nuestro querido Adolf Hitler. Gracias por estos maravillosos años llenos de gloria y victorias. Esperamos pasar muchos más a tu lado".
Acto seguido, se empezaron a proyectar algunas imágenes de la infancia de Hitler. En ese momento, todos empezaron a aplaudir emocionados.
A unos metros del asiento de Hitler se encontraba el joven Heinrich Von der Leyen, sentado mirando el documental expectante. Su mujer se encontraba a su lado, intentando enmascarar su aburrimiento, ya que ella odiaba las reuniones y le parecía innecesaria su asistencia.
El documental va pasando por todos los momentos históricos de la vida de Hitler hasta llegar a la Gran Guerra, en la que salen imágenes de la derrota de los ingleses, nada muy sangriento para no estropear el momento. También se pueden ver imágenes de la toma de Londres, la guerra naval y aérea con EEUU. Se observan imágenes de los barcos hundidos y aviones destrozados. También se ve cómo Hitler dirige las operaciones y cómo van celebrando las victorias. En una escena, Hitler da un discurso a sus tropas animándolos. Esto le trae muy buenos recuerdos a Hitler, quien se pasa todo el documental sonriendo. Poco a poco, el documental avanza y se observa el lanzamiento de la primera bomba sobre Washington y su rendición, las celebraciones de ese día, la ocupación de EEUU junto con los japoneses, que se quedaron con la costa oeste. Ese día fue especial, por eso todos aplauden en esa parte.
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/26.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
Narrador del Documental: Con la rendición de los Estados Unidos, el mundo se reconfiguró bajo el dominio de las potencias del Eje. Alemania y Japón establecieron sus capitales en Nueva York y San Francisco, respectivamente, marcando el comienzo de una nueva era de influencia global.
Reacción de un Ciudadano Común: No podíamos creer lo que estaba sucediendo. De repente, nuestras vidas cotidianas estaban bajo el control de ocupantes extranjeros. Todo cambió en un instante.
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[Se intercalan entrevistas con ciudadanos estadounidenses que expresan sus sentimientos de desorientación y miedo ante la nueva realidad.]
Narrador del Documental: En medio de esta nueva división, surgió el Estado de las Montañas Rocosas, una tierra de frontera independiente pero vulnerable, atrapada entre dos poderes dominantes.
[Se muestra un mapa que ilustra la ubicación del Estado de las Montañas Rocosas, con narración sobre su situación geopolítica y su lucha por mantener su autonomía.]
Reacción de un Líder Local: Nuestro pueblo siempre ha sido resiliente, pero ahora más que nunca debemos unirnos para proteger nuestra libertad y nuestra identidad única en medio de este caos.
(Un soldado nazi que pasaba por ahí le pega un tiro con una parabellun en la cabeza. Risas entre los espectadores.)
Narrador del Documental: A medida que el mundo se adapta a esta nueva realidad, el legado de Adolf Hitler y su visión de un orden mundial transformado continúa resonando en los rincones más remotos del planeta.
Reacción de un Soldado Alemán: Estábamos convencidos de que estábamos luchando por una causa justa, siguiendo las órdenes de nuestro querido Führer.
Las imágenes van pasando hasta que el documental acaba con una imagen final de Hitler sonriendo en la que pone "GRACIAS".
Al finalizar, todos aplaudieron. Las puertas se abrieron y el hombre que acompañaba a Hitler habló de nuevo:
—La sorpresa ha terminado, por favor, diríjanse al gran salón del Reich para degustar la comida.
Al oír aquellas palabras, todos se levantaron en silencio y salieron para dirigirse al gran salón. Al entrar, este se encontraba lleno de decoraciones, como globos y banderines de colores no muy extravagantes. En el centro había una gran mesa decorada de forma elegante en la que se encontraban platos vacíos. Una vez que todo el mundo estaba sentado, el guardaespaldas habló:
—Por favor, comprueben que el nombre que hay en el asiento sea el suyo, en unos minutos los camareros traerán la comida.
Dicho esto, se retiró de la sala. Hitler se encontraba sentado en la cabecera de la mesa, observando a los invitados con orgullo y felicidad. Estaba contento de estar rodeado de gente que creía en él. A unos metros de él, sentado al lado de su mujer, se encontraba Heinrich Von der Leyen, quien conversaba animadamente con algunos dirigentes nazis.
—Qué grandes años hemos pasado al lado de nuestro señor, ¿no cree usted? —dijo un dirigente a Heinrich. —Sí, estos años han estado llenos de gloria. Nuestro señor es un hombre inteligente y eso es lo que nos ha llevado hasta aquí. Gracias a sus ocurrencias ganamos la guerra, le debemos la vida —respondió el joven. —Estoy completamente de acuerdo con usted.
Acto seguido, los camareros llegaron y sirvieron la comida. Todos empezaron a comer y pasaron un día muy animado. Rommel, el gran héroe de la guerra en el desierto, se acerca a von der Leyen y le susurra al oído.
- Al viejo le queda bien poco, como has podido ver. No creo que haya otra fiesta de cumpleaños. Tú y yo deberíamos hablar de qué hacer con esta locura.
Heinrich responde asustado, casi sin poder desplegar los labios:
- Claro que sí, Rommel. Cuando tú quieras.
[[Viajar al Gran Imperio Japonés en América->1D]]
[[Viajar al Gran Imperio Alemán en América->1C]]<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/08.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
Alex se encontraba tranquilamente en su tienda gestionando alguna que otra cosa y esperando a su clientela. Para su sorpresa o para su desgracia, una pareja de japoneses vestidos con prendas de alta clase y caminando mientras hablaban con una actitud repelente se acercaba al mostrador. Alex suspiró profundamente antes de atenderlos, pues no era la primera vez que atendía a gente estúpida y sabía lo que le esperaba. Alex les saluda con respeto mientras finge su sonrisa:
—Buenas tardes, ¿qué les trae por mi tienda? ¿Les puedo ayudar en algo?
La mujer se levanta sus gafas de sol de lujo y mira a Alex con desprecio, y le dice:
—Venimos en busca de algo muy valioso, un objeto único; pero en este lugar dudo que tengas cosas tan buenas como lo que nosotros andamos buscando.
—Bueno, de hecho sí, está usted en una de las mejores tiendas de reliquias estadounidenses y tenemos muchos artículos valiosos, señora.
Alex camina por la tienda, dirigiéndose a la zona de las reliquias con más valor que tiene, que son unos antiguos relojes fabricados con materiales muy caros y varios diseños de alta clase. Coge su mejor reloj y se lo muestra:
—Aquí tengo una verdadera reliquia, un Watson and Co. El más popular de su época. Con estos remates en diamante y cristales en su interior, es una de mis piezas más valiosas.
El señor japonés se lo quita de las manos y lo observa desde cerca, mirándolo como si fuese cualquier reloj de un bazar:
—¿En serio me vas a ofrecer esto? ¿Me has visto cara de estúpido?
Alex, en su cabeza, cansado de este tipo de clientes, piensa: "pues sí, un poco de estúpido sí lo le veo. Si me hubieras hablado así durante la guerra, te aseguro que no podrías contarlo".
—Bueno, si quieres te puedo ofrecer algo más clásico y más enfocado en nuestra historia.
Alex saca una copia de la Constitución de EEUU y se las muestra.
—¿Qué opinan de esto?
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/27.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
—Esto no lo queremos para nada, un trozo de papel. ¿Se puede saber para qué se supone que yo voy a utilizar esto?
—Bueno, en este caso, si no necesitan mi ayuda, yo voy a seguir con mi trabajo. Busquen por ustedes mismos.
Alex comienza a ordenar su tienda, cansado de este tipo de gente. Mientras ve todos los objetos, recuerda cómo era la vida hace años. Le vienen flashbacks de su pasado y comienza a sentirse mal recordando la pérdida de muchos de sus seres queridos. Alex se plantea cómo sería su vida a día de hoy si siguiera junto a su mujer y ella no hubiera fallecido, ya que ahora vive bajo la ocupación japonesa, y las mujeres son humilladas y tratadas como criadas.
De repente, suena el teléfono. Era una llamada de un amigo suyo, el único japonés decente que conoce, Akira Takemitsu. Sorprendido por su llamada, la atiende, y este le cita para tomar un café cuando ambos terminasen de trabajar.
Finalmente, la pareja de japoneses no compró nada. Alex cerró la tienda, se puso su abrigo y salió rumbo hacia el café para verse con su medio amigo japonés. De camino, iba pensando por qué habría quedado con él con tantas ansias; quizás le tenía alguna noticia que dar, y eso le inquietaba más porque, en los tiempos que corren, se temía cualquier cosa menos algo bueno.
Llegando al lugar por las calles de San Francisco, solo se cruzaba con japoneses. Eso se sentía como una amenaza constante, parecía caminar mientras todos le juzgaban en su cabeza. Finalmente, llega a la cafetería donde había quedado con Akira Takemitsu y lo ve sentado en una mesa a lo lejos mirando su reloj. Alex llegó, lo saludó estrechándole la mano y se sentó. Akira era el único japonés que había conocido que lo trataba con respeto, de igual a igual. Pero aun así, a veces también sentía odio en su interior al mirarlo.
—Discúlpame, Akira, por mi tardanza. He tenido que atender a unos irritantes clientes japo...
Alex se detiene antes de acabar la última palabra, no quería provocar un momento incómodo con su amigo, ya que este también era japonés, y no quería tener ningún malentendido con él, y mucho menos en los tiempos que corren.
—No se preocupe, señor Oldfield, todos tenemos días más cansados que otros. Pero bueno, ¿qué va a querer tomar?
Ambos piden una taza de té y comienzan a hablar mientras lo beben.
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/28.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
—Y bueno, Akira, ¿hay algo en especial por lo que me haya citado?
—No, simplemente tomar un té y descansar un rato junto a mi amigo Alex, ¿no crees?
—Sí, totalmente. Dándose la situación que estamos viviendo, nunca está de más disfrutar un rato de tiempo libre, nunca se sabe cuánto nos va a durar.
Akira Takemitsu se siente culpable de las palabras de su amigo, ya que el que él se sintiera así era culpa de los japoneses, e intenta cambiar de tema.
—Bueno, ¿y el negocio? ¿Le está yendo bien?
—Sí, cada día la tienda es más prestigiosa y obtenemos cosas con mucho más valor, estoy bastante contento con eso...
-Señor Oldfield. Pronto pasaré por su tienda y le enseñaré algo muy especial, casi sobrenatural. Pero por ahora, debe ser un secreto.
-Vaya, me deja usted realmente intrigado. ¿No puede darme una pista?
-Es algo que parece de otro universo... Pero no puedo decirle más, querido amigo.
Mantienen la conversación un rato y finalmente se despiden. Cada uno se va para su casa a descansar después de un largo día.
(if:(history: where its name contains "1C")'s length >= 1)[[[¿Listo para que la Historia Avance?->Decisiones]]]
(if:(history: where its name contains "1C")'s length is 0)[[[Viajar al Gran Imperio Alemán en América->1C]]]<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/05.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
Eran las seis de la mañana cuando el despertador despertó a Olivia Freeman para su trabajo. Era su primer día trabajando como secretaria en el gran edificio del AMRA, el Alto Mando del Reich en América, un trabajo que le había costado sudor y lágrimas conseguir. Aunque al hacer las pruebas era evidente que ella era la candidata mejor cualificada para ese puesto, el hecho de tener calificación B dentro de la escala racial del régimen había hecho que la mayoría de los grandes líderes de la oficina no quisieran tenerla ocupando sus puestos de trabajo. A pesar de todo, consiguió superar estos obstáculos y conseguir el trabajo, pero siempre con el miedo de que, en cualquier momento, los líderes del ala dura decidan deshacerse de todos los que sean como ella, no tan arios como se quería en el régimen.
Así que ahí estaba ella, desafiando todos los prejuicios y expectativas que todo el mundo había puesto sobre ella por el simple hecho de no tener la piel tan clara como se quería. Aunque tuviera un puesto de trabajo fijo, eso no quería decir que tuviera una vida fácil. Al ser de clasificación B, su salario era notoriamente más bajo que el de sus compañeros, por lo que no se podía permitir una buena casa en un barrio más céntrico.
Revisa su correo como todas las mañanas. Abre el buzón y se encuentra varias cartas: una deuda de su hermano pequeño, con unas cantidades a pagar de cifras exorbitantes. Suspira. Este chico algún día me va a provocar un infarto... Siempre metido en líos con lo peor del barrio. Cualquier día lo detienen los alemanes y lo meten en prisión... o algo peor.
Ella sola tenía que cuidar de su hermano menor y de su padre, el cual no era capaz ni de levantarse de la cama algunos días. Además, tenía principios de una enfermedad mental que le impedía recordar con claridad ciertas cosas, por lo que todas las mañanas le pedía que le contara sus orígenes. El pobre hombre llevaba en ese estado desde la explosión de la bomba nuclear en Washington, en la cual murieron gran parte de sus familiares, incluida la madre de Olivia, Olivia Guevara, a la que conoció en Cuba. A pesar de todo, Olivia siempre se levantaba con un rayo de esperanza, esperando que algún día su suerte mejore y pueda darle una vida mejor a su familia.
Se despertó más alegre ese día, dispuesta a empezar una nueva etapa de su vida con este nuevo trabajo. Se levantó de la cama, se lavó los dientes y comenzó a vestirse. Para el primer día, había estado ahorrando para ponerse ropa algo más elegante que lo que solía llevar normalmente. Se puso una falda gris a la altura de las rodillas y una camisa blanca que había estado planchando con esmero la noche anterior.
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/06.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
Inmediatamente después bajó al salón a ver a su padre. Cuando llegó, ya estaba despierto, con unas hondas ojeras que denotaban que no había dormido mucho. Desde que volvió de la guerra, tenía un insomnio muy profundo la mayoría de las noches y solía tener pesadillas recurrentes de la guerra, con gritos que muchas veces habían despertado en mitad de la noche a Olivia. Pero al final ya se había acostumbrado y todas las mañanas iba a prepararle su taza de té como desayuno. Habitualmente, ella no solía desayunar para así dejar más comida para su padre y su hermano, pero tenía esperanzas de que con su nuevo trabajo las cosas cambiaran pronto. Su padre se tomó lentamente la taza, y como todas las mañanas, le pidió que le contase algo de su vida en la guerra y cómo habían llegado allí. Le empezó a relatar toda su vida en la guerra, cómo había luchado en Washington y cómo casi no sobrevive, y cómo su madre sí que murió.
—Para ahí, eso ya lo recuerdo.
Siempre que ella intentaba contarle algo sobre su madre, le decía lo mismo. Por mucho que su enfermedad avanzara, el recuerdo de todo lo que había vivido con su madre y sus últimos días en Washington eran recuerdos que se mantenían intactos en su memoria. Se quedó mirando al infinito, probablemente pensando en su madre, y Olivia se acercó a darle un beso en la frente como despedida.
Se fue al trabajo. Durante el recorrido, ve lo mismo de todos los días: un barrio deprimente para gente deprimente, gente de clase B, clase C e incluso “no gente”. Pasa por tienda de siempre a comprar algo para desayunar. Allí se encuentra a María Espinoza, de origen venezolano, categoría racial C, su vieja amiga de la infancia.
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/07.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
—Cuánto tiempo. ¿Hoy empiezas con el nuevo trabajo? Te ves muy bien, eeeh...
—Gracias, lo mismo digo.
- No se ven mujeres tan hermosas caminando por este barrio tan maltrecho.
Olivia Suelta una risa de mujer elegante.
-Me alegro de verte y ver que tienes el cuerpo más resistente que un corazón de hierro.
—No podría decir lo mismo de mi padre. Hoy iré al hospital, ha despertado del coma y quiero ver qué tal se encuentra.
—Dale saludos de mi parte. Mi padre también está muy mal, María.
- Resistiremos, Olivia. Ah, y una cosa, no te olvides de nosotros ahora que tienes ese trabajo, ¿eh? Que no te coman la cabeza esos cabrones alemanes.
—Tranquila, sé bien quién soy. Y quiénes somos.
Se despiden y Olivia sigue su recorrido hacia el trabajo. Llega a la estación y toma un tranvía para dirigirse al barrio de las oficinas. Llega a su trabajo, donde en la entrada, con letras desgastadas y antiguas, se deletrea AMRA, que por fuera parece un verdaderp gobierno, pero solo es un pobre lugar repleto de secretarías oprimidas por los estadounidenses, manipulados a su vez por los alemanes en el poder. Una secretaria veterana la mira con desprecio por ser de categoría racial B. Le muestra de mala gana su lugar de trabajo y sus funciones.
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/09.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
A pesar de tener un buen puesto de trabajo, la cantidad de pedidos, el desprecio de los demás trabajadores y las expectativas de su jefe de que fuera la empleada del mes hicieron que su día pasara de una mañana alegre a una tarde fría y monótona.
(if:(history: where its name contains "1D")'s length >= 1)[[[¿Listo para que la Historia Avance?->Decisiones]]]
(if:(history: where its name contains "1D")'s length is 0)[[[Viajar al Gran Imperio Japonés en América->1D]]]Heinrich Von der Leyen volvía a casa en su coche Volkswagen con su esposa, tras el cumpleaños de Hitler en su gran mansión. De camino a casa, iba escuchando en la radio las noticias y sucesos del día. Después de un rato conduciendo, llega a su casa en el barrio más pijo de la ciudad.
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/25.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
Vive en una casa de dos plantas, con un gran balcón, jardín, trastero y una cochera. En la entrada de su casa tiene un buzón en el que está escrito su nombre y el de su esposa, Martha Schumann. Por fuera, hay una bandera con el escudo nazi. La casa fue donada por Hitler a la familia del joven por apoyarle.
Al entrar a su casa, hay un perchero donde cuelga su uniforme y su sombrero. Nada más entrar, empieza a prepararse la cena para así no tener que aguantar a su esposa. De repente, recibe una llamada de su amante Clara Schulz. Para que su mujer no sospechara, fingió que era una llamada importante de Himmler:
—Sí, dígame.
—Heinrich, soy Clara.
—Ah, hola, Himmler ¿Qué quería usted decirme? —dijo Heinrich.
—¿Dónde estás?
—En mi casa, ¿por qué?
—Estoy en mi casa y aburrida —dijo Clara—. ¿Y si vamos a un hotel?
—Vale, Himmler. Te espero allí.
—Hasta luego.
—Adiós.
Colgó el teléfono y su esposa le preguntó:
—¿Quién era, cariño? —dijo Martha.
—Himmler. Quiere que me reúna con él ahora en la central. Tardaré un buen rato, así que no me esperes despierta.
—Ok.
Aunque ella sabía quién era su amante y que ellos se iban a ver, a ella no le importaba, ya que así tenía más tiempo para ella y menos tiempo para aguantarle en casa.
Después de un rato conduciendo, Heinrich llega al hotel en cuestión llamado Hauptbahnhof. Antes de entrar, se puso una gabardina y un sombrero de chófer que tenía en el coche. Cuando entró, se dirigió a la mesa de recepciones para hablar con el recepcionista:
—Buenas, tenía una reserva en la habitación 1870 a nombre de Noah Muller.
—Sí, ya ha llegado la señorita, muy guapa por cierto.
—Eso no es asunto suyo.
—Bueno, no se enfade, aquí tienes las llaves.
—Gracias.
Caminó por los pasillos hasta llegar a la habitación 1870. Allí le esperaba Clara en albornoz.
—Heinrich, te estaba esperando. Pasa, es que estaba probando la sauna. A ver, ¿qué querías comentarme?
—La verdad es que estoy un poco preocupado con este tema de que pueda ser el próximo Führer, ya que a Hitler le queda poco de vida.
-Espero que reviente pronto y que vaya al infierno. Sabes que acabó con casi todos nosotros, los judíos.
-No sé si Alemania después de Hitler debería continuar con el nazismo o convertirse en otro tipo de sistema político. Himmler piensa una cosa y Rommel la contraria. Los dos me han ayudado mucho.
—Hagas lo que hagas, estoy contigo.
—Muchas gracias, Clara, no sé qué haría sin ti.
—De nada, para eso estoy yo.
Se abrazan y proceden a poner algo de música para relajar el ambiente, pero de repente saltan las noticias:
Locutor: ¡NOTICIAS DE ÚLTIMA HORA! Nos acaban de informar que nuestro querido y gran Führer, Adolf Hitler, ha fallecido.
- ¿Cómo? ¡Sube el volumen!
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/38.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
Locutor: Parece ser que falleció debido a causas naturales, según la autopsia. Todo el país está de luto debido a esto y se ha convocado una reunión para elegir a nuestro nuevo Führer.
Heinrich y Clara estaban conmocionados por la noticia y, tras enterarse de la reunión, empieza a vestirse corriendo para no llegar tarde.
—Clara, quédate aquí que voy allí.
—Mucha suerte y que ojalá te elijan.
-Eso es imposible, Clara. Hay otros veinticuatro candidatos y todos son más famosos que yo.
Tras despedirse de Clara, Heinrich sale con el coche corriendo hacia la sala de reuniones. No había nadie por las calles, solo silencio, porque estaba toda Berlín en estado de shock después de la noticia. Más tarde empezaron a llegar los otros veinticuatro hombres, conmovidos, pero firmes como militares, para dar comienzo a la elección de Führer. Antes de que llegase el último hombre, Heinrich estuvo hablando con Erwin Rommel. Parecía el menos entristecido por la muerte del Führer.
—Oye, ¿tú sabes de qué ha podido morir? —dijo Heinrich.
—Pues no estoy seguro, pero he oído hablar de que se lo encontraron en la bañera con una enorme brecha que cubría toda la frente. Se está hablando de que soltó tanta sangre que llenó la bañera y, mientras estaba inconsciente, se ahogó en su propia sangre. Pero yo creo que es un rumor. Supongo que ahora nos lo contarán, pero si es así, es una muerte muy horrorosa.
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/31.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
Cualquiera diría que Rommel estaba disfrutando de la muerte de Hitler.
—Espero que nos lo cuenten, pero yo me llegaría a creer la posible muerte que me acabas de contar, puesto que Adolf tenía Parkinson y yo creo que cada vez era peor —dijo Heinrich con cara de miedo.
—Bueno, ya veremos lo que nos cuentan ahora, pero yo tengo la sensación de que ha sido una muerte muy violenta. ¡Suerte en las elecciones!
-Mejor suerte para ti, Rommel. ¿Quién me va a votar a mí?
Cada uno se fue para un lado y esperaron a los superiores para dar comienzo a las elecciones del Führer.
Los veinticinco líderes del Reich se reunieron en la sala de la sucesión. Nunca se había usado hasta ahora. Imaginaros una gran sala ambientada con los gustos del gran Führer y, como se trata de un palacio, tiene un estilo grandioso. Es inmensa, de color rojo y negro, llena de estatuas nazis, estatuas de personas grandes, fuertes, rubias, representando la "raza superior". La sala está llena de lujos, es muy amplia, tan amplia que podrían estar más de cien líderes, pero prefieren reservarla para los elegidos. Por lo tanto, solo hay veinticinco líderes, los cuales tienen derecho a voto.
Joseph Goebbels, el antiguo jefe de propaganda durante la guerra, un viejo feo, una aberración de Dios, un tipo muy desagradable de ver, subió con gran dificultad al estrado, a pesar de la ayuda de su bastón, para poder decir algunas palabras con el corazón en la mano, entre lágrimas, con esa boca tan putrefacta que tiene:
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—Señores, saludo a todos los alemanes y, sobre todo, a las personas más arias, la que están en este lugar. Como todos sabéis, el motivo por el cual nos hemos reunido es bastante importante y triste a la vez. Nuestro líder, nuestro guía, nuestro querido Dios, nuestro bastón, nuestro ángel de la guarda… —se quedó atónito durante veinte segundos.—...ha fallecido —dijo con una voz rota y triste—. Y hoy vengo a llevar a cabo su mandamiento, ya que mi deber es obedecerlo hasta el día de mi muerte. Como pone en su testamento, después de su muerte, él ordena que se hagan dos votaciones. Tras la primera, solo quedarán cinco líderes. Tras la segunda, que se realizará mañana a esta hora, solamente uno, el cual será el nuevo Führer.
Había una gran tensión entre todas las personas: unos se comían las uñas de los nervios, otros tenían sudores fríos, y algunos intentaban convencer a otros para que los votaran y así tener el mando. Al final, llevaron a cabo esta orden. Uno por uno, introdujeron las papeletas. Al hacer el primer recuento, quedaron estos cinco personajes: Heinrich Himmler, Joseph Goebbels, Karl Dönitz, Erwin Rommel y el propio Heinrich Von der Leyen . Al ver que el joven nazi salió en las votaciones, todos se sorprendieron. Muchos se asustaron, pero nadie tanto como el propio Von der Leyen. De pronto, todos miraron a Goebbels que se levantó y dijo:
—Renuncio a ser votado en la segunda votación. No quiero tener una oportunidad para tomar el mando que mi gran Dios tenía, y todavía tiene en mi corazón. No soy digno de tal mando, no creo que esté preparado, pero os digo una cosa: sea quien sea el nuevo elegido, lo apoyaré tanto como apoyé a mi gran Führer —decía entre lágrimas y tartamudeando, ya que se ahogaba al hablar—.
Todos abandonaron la sala con el corazón encogido. Heinrich Von der Leyen se dirige hacia su casa. Conduce mecánicamente, impactado por lo ocurrido Toda la ciudad está en penumbra por la oscura muerte de Hitler. Se ve todo negro, las personas están vestidas de negro guardando luto por su Führer junto con banderas negras. En este tiempo, Berlín está cubierta por un espíritu de pena y oscuridad como el petróleo.
[[¿Quieres ir a Nueva York con Olivia?->2A]]
[[¿Quieres ir a San Francisco con Alex?->2B]]
[[¿Quieres seguir en Berlín con Heinrich?->2C]]Nueva York, 6:30 de la mañana: Olivia Freeman se levanta mirando el calendario con la cara de su tan 'querido' Führer. Suspirando, se viste lentamente y prepara el desayuno para dos. Después de desayunar, le lleva la comida a su padre, Charles Freeman. Este, tumbado en la cama con la tez pálida y unas ojeras que transmiten una pena enorme, alza la mirada al ver entrar a su hija.
—Vas a tu nuevo trabajo en el AMRA, ¿no? —dijo él nada más entrar Olivia a la habitación.
—Sí —contestó secamente ella, dejando la comida y las medicinas de su padre en la mesita.
—Por favor, no olvides tu identidad, no olvides quién eres. Tu madre era cubana, Olivia, no alemana. Conquistaron América, pero no pueden conquistar nuestro ser —dijo su padre con tez preocupada.
—No lo haré, papá. Ahora come algo y descansa —le contestó Olivia mientras le plantaba un beso en la frente—. Hasta luego, papá. Volveré sobre las ocho.
—Adiós —contestó él.
Finalmente, Olivia sale de su casa y se encara con la triste realidad: símbolos nazis en cada pared, acompañados de la cara del 'Gran Hombre'. Americanos y latinos delgados hasta los huesos mientras los brutales agentes de la SS paran y detienen a cada persona sospechosa de cualquier cosa. Grafitis con mensajes patriotas medio borrados y tapados por grafitis de la esvástica nazi. En la comisaría, su hermano está siendo liberado por enésima vez.
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—¿Qué has hecho esta vez, John? —preguntó Olivia con un semblante serio.
—Te he dicho que me llames Juan, y no he hecho nada, solo me negué a cederle mi asiento a un alemán en el bus —dijo despreocupado.
—Qué tonto eres, algún día no te liberarán y matarás definitivamente a padre —dijo enfadada.
—Lo siento, no sabía que te importaba.
—¿Qué estás diciendo? —dijo ella entre sorprendida y enfadada.
—Pues que hay que tener valor para trabajar mano a mano con esos asquerosos alemanes.
—¿Perdona? Todo lo que hago es para tu sustento y el de nuestro padre —contestó ella enfadada—. Eres un ingrato.
—Pues muy bien, se acabó la discusión —dijo Juan dándose la vuelta con paso rápido.
Suspirando, Olivia prosiguió su camino cuando escuchó una voz:
—Buenos días, Olivia.
Olivia se giró cuando vio a su amiga María apoyada en la entrada de su tienda.
—Buenos días, María —contestó ella mientras entraba.
—¿Qué te puedo poner? —dijo María señalando su tienda y abriendo los brazos.
—Ponme un café para llevar, un sándwich de lechuga, tomate y pollo, y una manzana, por favor —dijo Olivia.
—Claro, marchando —contestó esta mientras iba preparando el pedido.
—¿Qué tal te va el negocio, María?
—Bueno, mejor de lo esperado, teniendo en cuenta mi clasificación C, aunque te debo mucho, amiga mía —le dijo con una sonrisa mientras le entregaba una bolsita con todo.
—Nos tenemos que ayudar entre todos, ya lo sabes —dijo Olivia mientras metía la bolsa en el bolso y sacaba un billete de 20 Adolfs—. Quédate con el cambio.
—No puedo, es casi el doble de lo que tienes que pagar.
—Quédate con él, lo necesitas más que yo.
—Gracias, Olivia, por todo.
—De nada, bueno, me tengo que ir, que voy a perder el tren —dijo mientras salía de la tienda y se despedía con la mano.
Olivia prosiguió el resto del camino tranquilamente mientras veía a los niños jugar o los anuncios de las nuevas películas patrocinadas por el AMRA: "Dos arios muy arios", "Resacón en Berlín", "Führer no hay más que uno" y el nuevo exitazo del 'sublime director' Stephan von Spielberg: "La lista del Führer". Negando mentalmente con la cabeza, entró en la estación pagando la tarifa de Clase B habitual, un 35% de IVA extra solo por la generosidad de dejar coger el tren a las personas como Olivia. Finalmente, se sentó en el fondo del vagón, como era lo esperado para personas de su categoría. Después de un trayecto de unos veinte minutos y la típica inspección en el fondo del vagón por la SS, con la vaga excusa de que es por su propia seguridad, por fin llegó al AMRA. Un impresionante edificio de piedra, con diez banderas nazis en lo más alto del edificio, acompañadas por una pequeña bandera japonesa raída y sucia, representando su alianza, aunque no muy fraternal.
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Olivia procedió con la entrada, siendo recibida por la que sería su jefa por los próximos dos años. Una señora de unos 55 años, regordeta, con el pelo recogido en un moño y una cara de malas pulgas que haría temblar hasta al mismísimo diablo.
—¿Cómo te llamabas, novata? —dijo esta nada más entrar Olivia.
—Buenos días, soy Olivia Freeman —contestó ella intentando sonar lo más respetuosa posible.
—Yo soy Adelaida Schiller. Te lo advierto, un error o tontería y estás fuera.
—Entendido, señora —dijo mientras asentía.
Y así Olivia se puso a trabajar, sin descansar más que la media hora que tienen todos. Sin embargo, hubo un detalle que no se le pasó inadvertido: los documentos con los que trabajaba eran de un nivel de becarios o incluso menos. Se fijó en que a sus compañeros también nuevos, con una clasificación B, les pasaba lo mismo. Sin embargo, los de clasificación A podían trabajar con documentos de un nivel mayor aunque eran puros novatos.
En este tipo de oficinas, si arreglas papeles de mayor nivel, mayor era tu paga. Esto era una forma más de empeorar la vida de los pobres de clase B. Obviamente, los de clase C no pueden ni pisar este tipo de edificios. Tras unas 10 horas de arduo trabajo, Olivia finalmente es libre de volver a casa. Sin embargo, antes tenía que hablar con su jefa. Nada más la encontró en el pasillo fue al grano:
—¿Por qué nos dais documentos de menor clasificación, si estamos preparados de sobra? —dijo ella, aunque con un tono respetuoso y un semblante que denotaba enojo.
—Cuidado, Olivia, no querrás jugarte tu puesto, ¿no? —dijo esta, dejando con la palabra en la boca a una estupefacta Olivia, la cual no tiene más opción que irse a casa.
Olivia sale del trabajo. Coge el metro de vuelta a su casa. Estaba en hora punta, mucha gente volvía del trabajo, pero para su suerte había un sitio libre y sin pensarlo dos veces se sentó. Había sido un día duro, estaba cansada, y ya se empezaba a cansar de los comentarios racistas de sus compañeros, pero seguía aguantando. Sube a su casa y se pone a hablar con su padre sobre su día, le cuenta cómo ordena y distribuye el correo para alemanes y colaboradores americanos. Después de hablar un poco con él, se puso a hacer la cena, algo básico pero rico: unos huevos revueltos con salchichas.
Cuando fue a coger huevos, no quedaban así que tuvo que bajar a la tienda de su amiga María para comprarlos, pero por el camino se encuentra con su hermano Juan, el cual le echa una bronca, diciéndole que ultimamente esta muy distraida, fría y distante, y que se le olvidan constantemente hacer las tareas del hogar, además de que no entiende que esté colaborando con los nazis. Parece que su hermano no entiende que, aunque no le guste, no para de trabajar en todo el día y, cuando llega a casa, también le apetece descansar un poco. A Olivia no le apetece seguir escuchando a su hermano y le dice que tiene que ir a comprar huevos.
Olivia se dirige a la tienda, entra, saluda a su amiga, y, además de los huevos, coge un poco harina que le hacía falta, lo paga y su amiga observa su cara de expresión, seria, decepcionada.
—Y bien, cari, ¿qué tal el trabajo? —dice entusiasmada María.
—Vengo molida, el estrés es constante y el aire que respiras te inunda los pulmones de alquitrán —responde de mala gana Olivia.
—No seas tan exagerada, mujer, tómate el café y charlemos un rato —insiste María..
—¿Nunca has pensado en lo que nos ha hecho ese dictador? Nuestra familia e hijos... —le replantea María.
—¿A qué quieres llegar? —dice Olivia confundida.
El ambiente se pone tenso y hablan en voz baja, casi alcanzando los susurros. María le comenta que está involucrada en un grupo en contra del régimen dictatorial nazi y que su papel como secretaria es muy importante para liberar a América de sus cadenas. Al fin y al cabo, tiene acceso a información sensible, como las direcciones de los dirigentes alemanes en América y los colaboradores americanos principales. Pero es peligroso para ella, porque podrían ejecutarla si se enteran de que es cómplice de aquello. María, de forma discreta, le ofrece un sobre y Olivia lo acepta.
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—En este sobre tienes cómo, cuándo y dónde ir mañana tras el atardecer —le dice mientras Olivia guarda el sobre en su bolso.
Tras decir eso, María vuelve al almacén de la tienda. Olivia vuelve a casa con el sobre. Tensa y con dudas, se replantea su vida, si se la jugaría por un futuro mejor. Tras diversas preguntas y condiciones, finalmente decide...
[[...ir a la reunión del grupo rebelde y correr el riesgo ->A0]]
[[...seguir con su vida y no ir a la reunión del grupo rebelde ->A1]]
Alex Oldfield se encuentra en su tienda haciendo la caja tras bajar la persiana a la mitad. Otro día más de humillación. A veces se planteaba si debería unirse a la resistencia en Nueva York. Tenía signos de arrepentimiento, pero a la vez quería olvidar su paso por la guerra. Lo que no le dejaba olvidarlo era la gran pregunta de si podría ir a Nueva York a seguir luchando. Aunque tenía en su mente la posibilidad de ser pillado por las tropas alemanas y lo que le sucedería. Alex estaba confuso mientras hacía la caja, que sumaba 135 yenes imperiales.
Después de una aburrida y decepcionante jornada laboral, empezó a limpiar el establecimiento mientras pensaba en cómo podría haber hecho más para ayudar a su patria y salvar EE.UU. Sabía que, para sobrevivir, tuvo que venderse al oponente y así traicionar a su país, país por el que se sacrificó y dio todo. Cuando estaba a punto de irse, tocaron a la puerta. Era su amigo Akira Takemitsu, muy nervioso, con una caja grande en la mano.
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—¿Qué quieres ahora, Akira? —dijo Alex.
—Tengo una caja para ti, amigo.
—¿Y qué es exactamente?
—No te lo puedo decir y tengo que irme ya que, si no, me pillan los policías.
Alex le pide explicaciones, pero Akira no puede dárselas.
—Yo te daría alguna explicación, pero no puedo. Han entrado a mi casa, han tumbado la puerta y lo han roto todo. Me he tenido que ir, lo único que puedo hacer es huir —dijo Akira asustado.
—Esto es muy raro, Akira. Me asustas.
—Lo único que te puedo decir es que hay más de un universo, todos los universos están conectados entre sí y podemos pasar de uno a otro. Ya no te puedo decir nada más o tendremos problemas. Guárdame la caja y ya hablaremos si en algún momento vuelvo por aquí. Si no vuelvo, quiero que sepas que eres una gran persona y gracias por ser tan amable conmigo.
—Akira, ¿te han drogado? Estoy aterrado con lo que me estás diciendo. ¿Me estás tomando el pelo? Si lo que me estás diciendo es verdad, necesito que nos sentemos y me expliques qué es todo esto —dijo Alex gritando.
—No puedo, necesito dejar de existir por un tiempo y tengo que hacerlo ya —dijo Akira mientras salía de la tienda corriendo.
Akira se fue corriendo y Alex se quedó muy asustado tras la conversación. La conversación había sido corta pero intensa. Dejó la caja en el suelo, miró hacia el frente y vio, en la acera de enfrente, a cuatro hombres vestidos enteros de negro, firmes como soldados, mirando atentamente su tienda. Automáticamente cerró la persiana por completo y se adentró en su sótano por unas horas, asustado, sin separarse de la caja, creyendo que dichos hombres querían arrebatarle la caja que había dejado Akira. Ya un poco más calmado y pensando en por qué lo perseguían, miró por una ranura de la caja. La caja era de cartón, muy grande y pesada. Al mirar por la ranura vio unos rollos de película de color gris, en las cuales había escritos algunas frases que no podía alcanzar a leer. Encima de la caja había una nota que decía:
“Para el que esté leyendo esto me presento, soy Franklin D. Roosevelt, presidente de los Estados Unidos de América, y lo primero que pensarás es: ¿qué son estas cintas de aquí? Bueno, pues son cintas pertenecientes a otro universo en el que todo lo que creíais real, es falso. Estas películas te mostrarán cosas y fragmentos de nuestra realidad, en la que lo sucedido en la II Guerra Mundial de vuestro universo, aquí es al revés. Estas cintas han sido enviadas aquí para que usted las difunda y salve su universo de la supremacía dictatorial de Alemania, Italia y Japón. Usted decide si quiere difundirlas o no, pero que sepa que el destino de su universo depende de ello. Haga lo que más le convenga.”
Alex se puso a pensar: ¿cómo iba a seguir vivo Roosevelt después de los fusilamientos en el 46? ¿Cómo iba a perder Alemania la guerra con todo el armamento que poseían? ¿Por qué dependía su universo de esas cintas? ¿Existen otros universos aparte del nuestro, en el que Alemania perdía la guerra? Menuda estupidez. ¿Quién había inventado una broma como esa? Muchas dudas corrían por su cabeza, así que para apaciguarlas, decidió bajar al sótano y ver qué contenido traían esas cintas.
—A ver, ¿qué será esto de aquí? —piensa en voz alta—. ¿Eh?, ¿rollos de película? Tienen día y año: 1 de septiembre de 1939. Espera, ¿¡esto no es de cuando empezó la guerra!? A ver el resto de rollos: 10 de julio de 1940, otra fecha de guerra.
Busca un proyector para meter las películas y ver qué hay en ellas para que sean tan importantes. Después de insertar el primer rollo de película, la cual lleva como nombre "Hiroshima", se observan aviones americanos volando sobre... ¿Japón?
—¿Eso no es territorio japonés? Pero... están pilotando en territorio prohibido.
Tras media hora de asombro, se ve una bomba descendiendo de uno de los aviones, cayendo en en una ciudad japonesa, destrozando la ciudad y calcinando a los civiles. Se puede ver cada detalle de la explosión. ¿Pero quién ha hecho esto? ¿Se pueden hacer esos efectos especiales?
—Eso... no es Washington. ¿Ha habido más bombas nucleares? Pero esto es blasfemia ante nuestros líderes japoneses . Si supieran que esto existe...
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Después poner una segunda película, titulada Berlín 1945. Se puede ver toda la ciudad destruida, con todo detalle. Se puede reconocer la Puerta de Brandenburgo, el parlamento, todo. Hay tropas soviéticas y estadounidenses en la ciudad. Hay soldados alemanes entregando las armas. Después, puso una película que mostraba la celebración de la victoria... ¡en Nueva York!
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Alex, asombrado por esta última obra de arte, duda de que puedan ser actores. ¿Hay otra realidad, otro universo? ¿Qué efecto crearían estas películas? ¿No servirían para levantar a todo el mundo contra el dominio alemán? Con el arma cinematográfica que tiene en su sótano, puede crear rumores o incluso podría crear un futuro mejor para EEUU, bueno, lo que queda de ella, y para todo el mundo.
—¡Pero cómo puede tener tantos detalles si esto no es lo que pasó! ¿Cómo puede haber todas estas cosas con Alemania y Japón derrotados? ¿Por qué Akira me dijo que los universos se conectan y podemos cambiar? ¿Qué significa todo esto? ¿Qué pasaría si llevo todo esto a la resistencia en Nueva York? Seguro que alguien puede cogerlas y saber qué hacer con estas películas, pero ¿qué pasaría si me capturan y me meten en la cárcel por intentar difundir esta información? O peor, si me torturan y me hacen decir quién me ha dado toda esta información, o si me matan. Pero es que esta información, en las manos de la revolución o de alguien que de verdad sepa controlar... esto puede ser que ayude a un montón de gente a que piense por sí misma y se acabe toda esta tiranía. Sí, es buena idea, pero ¿cómo voy a ir por todo el país con las cintas? Así sí que me van a pillar. Además, como por la carretera hay controles para revisar, y como me pillen con esto, me van a hacer lo que dicen. La guerra ya acabó, lo perdí todo, ¿me voy a arriesgar de nuevo? ¿Qué debería hacer?
[[...Debería arriesgarme y llevar la películas a Nueva York ->B0]]
[[...Debería seguir en San Francisco con mi tienda de antigüedades y no meterme en líos ->B1]]
Había sido un día muy cansado y el tiempo en Alemania no había sido el mejor. Aunque para Heinrich von der Leyen había sido uno de los mejores días de su vida, ahora mismo estaba de vuelta hacia su casa después de un largo día de votaciones, discursos y falsas sonrisas que se obligó a hacer para causar buena impresión. Se encontraba por la acera de una pequeña calle de las tantas que hay en Alemania. Era de noche y el cielo era iluminado por los numerosos truenos y relámpagos que se podían apreciar al mirar hacia él. Perfectamente, podría estar ya en su casa o llegando en uno de los tantos lujosos coches último modelo, carísimos de su familia.
—¡Oh, los von der Leyen! Tan ricos que fácilmente podrían fabricar un campo de exterminio con un chasquido de dedos... —Este comentario le hizo bastante gracia a Heinrich, ya que todo el mundo deseaba su riqueza, pero nadie realmente sabía que la riqueza no era tan importante como otros tantos secretos que él mismo había tenido que ocultar.
Heinrich siguió su recorrido por aquellas calles de piedra, las cuales estaban empapadas de agua y fácilmente podrían hacerte caer en una mala pisada. Cuanto más se acercaba a su casa, más solitarias estaban las calles, cosa que se salía de lo normal y que le dio mala espina, pero en ese momento no le dio tanta importancia, ya que se encontraba sumido en sus pensamientos. Aunque el tiempo no acompañara la magnífica situación para él, seguía siendo un buen día ya que las votaciones habían salido sorprendentemente bien. Cada vez que recordaba las caras de los demás candidatos al escuchar su nombre tantas veces seguidas, era la sensación más satisfactoria que había tenido en su vida. Aunque al principio se quedó sorprendido cuando escuchó su nombre por primera vez, el resto de veces sintió cómo su orgullo y su ego aumentaban cada vez más y más. Estaba seguro de que cuando se lo dijera a Martha Schumann, su esposa, su orgullo crecería tanto que al día siguiente, si los vecinos no se habían enterado de que había quedado entre los cinco candidatos tras la primera elección, se enterarían por su esposa porque iría regodeándose de este suceso.
Cuando Heinrich llega a su casa, deseando contarle a su esposa lo sucedido, se encuentra con que en la puerta de su casa hay una limusina aparcada, con los vidrios polarizados y antibalas. Las ruedas eran del tamaño de la cabeza de un elefante y su goma parecía casi indestructible. Por no hablar del brillo que tenía. Tanto por delante como por detrás había dos coches igual de polarizados que parecían ser para escoltar la gran limusina que se encontraba entre ellos. Y tanto que la escoltaban... estos eran coches oficiales porque encima del capó de la limusina se podían apreciar dos banderas, una con la hermosa cruz gamada y otra con la cara de nuestro querido ex-Führer.
Extrañado, sube las escaleras de mármol que necesitaba subir para llegar a la entrada de su casa. Cuando llamó a la puerta, no fue hasta unos 20 segundos después que su esposa abrió la puerta. Se encontraba sorprendida y muy seria, más que de costumbre, y sin duda él reaccionó igual cuando se enteró, gracias a su esposa, de que en su salón se encontraba Heinrich Himmler, rodeado de guardaespaldas, sentado en su sillón favorito. Ahora todo tenía sentido: los coches y la limusina en su puerta le pertenecían a él. No entendía por qué Himmler se había presentado en su casa sin avisar después de un día tan largo como había sido aquel. Ellos se encontraban entre los cinco primeros candidatos, y ellos eran los dos más votados con un empate.
Heinrich intentó besar a su esposa, pero esta le apartó la cara y se apartó dejándolo pasar. Se quitó el sombrero militar que llevaba puesto, dejando ver su corto cabello castaño claro que hacía que resaltaran aún más sus ojos azules como el mar. Cuanto más se acercaban él y su esposa al salón, se escuchaban voces y risas por parte de Himmler y sus guardaespaldas. Cuando entró al salón, todo se quedó en silencio hasta que todo comenzó.
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—Oh, perfecto, ya has llegado, pequeño von der Leyen. Perdón por no haberte avisado de mi visita, pero quería felicitarte por tal logro. ¿Quién se habría imaginado que alguien tan joven hubiera logrado empatar conmigo, a mí, la mejor opción para ser el nuevo Führer?
Heinrich se quedó mirándolo seriamente. Se encontraba sentado en su magnífico sillón, tan cómodo que podrías sentarte ahí durante horas sin que te doliera nada. Himmler lo miraba a la espera de su respuesta, sus ojos inquisitivos detrás de unas feas, pequeñas gafas con gruesos cristales. Y cuando su respuesta llegó, una fea sonrisa apareció en el rostro de Himmler.
—¿Qué quieres, Himmler? Soy joven, sí, pero no tonto. Si te has presentado en mi casa sin avisar, es que algo quieres. ¿No es verdad?
—Vengo a proponerte un trato, de tocayo a tocayo.
—Suéltalo, ha sido un día largo y quiero pasar un rato con mi esposa, como tú comprenderás.
—Escucha esto atentamente porque será la primera y última vez que te lo pregunte, ya que no me gusta repetirme y eso has de saberlo antes de que prosiga. Y es que he pensado que lo mejor para los dos es que unamos fuerzas. Juntos seremos invencibles y te propongo ser mi número dos al mando. Tú y yo, trabajando codo a codo en el mando de nuestro Tercer Reich. Es la mejor opción que tienes. Soy mayor que tú y puedo enseñarte todo lo que te falta, y cuando mi cabeza se llene de canas y mi piel de arrugas, cuando tú sepas todo lo que has de saber, serás tú el número uno. Serás el jefe más importante y fuerte de toda la historia de Alemania. Nos encargaremos de que todos los ladrones estos, los judíos, no existan, ya que no quedará ni uno. Todos serán exterminados por nosotros mismos. Podríamos ser capaces de conquistar el mundo entero juntos si unimos nuestras fuerzas y riqueza. No tendríamos opositores siquiera... Hasta podríamos declararle la guerra a Japón. De todas maneras, no los necesitamos para nada, ya tenemos todo lo que podríamos desear... Dime, ¿qué piensas? Te aseguro que es lo mejor que vas a poder hacer.
- Es una propuesta que me honra, pero ya sabes, debo pensarlo.
- Por supuesto, aunque no hay mucho tiempo. Espero tu llamada. Sé que harás lo correcto, mi joven amigo.
El coche de Himmler se aleja. Heinrich y su esposa lo observan en silencio y, pasados unos segundos, Martha se atreve a preguntar a su esposo:
—Cariño, ¿qué ha pasado en la votación? Te veo preocupado.
Heinrich la mira y responde:
—Himmler me ha propuesto ser su mano derecha y gobernar bajo sus políticas.
—¿Pero eso no es bueno? —le preguntó confundida.
Heinrich estaba a punto de contestar cuando, de repente, le suena el teléfono.
—Ahora hablamos, voy a contestar. Es Rommel —dijo mientras respondía a la llamada.
—Hola, mi queridísimo Heinrich, ¿qué tal está? —dijo Rommel de forma entusiasta.
—Hola, señor. Estoy bien, ¿y usted? —respondió Heinrich.
—Siendo sincero, estoy entusiasmado. Le tengo una propuesta que no va a poder rechazar.
—¿Y de qué se trata, señor? —dijo Heinrich intrigado.
—Antes de nada, llámame Erwin, por favor. Estamos en confianza.
—Como quieras, Erwin.
—Bien, ahora mi propuesta: ¿qué te parecería ser el nuevo Führer y cambiar las cosas?
—¿El nuevo Führer? ¿Yo? —preguntó confuso.
—¡Claro! Eres el más indicado para este puesto. Eres joven y tus ideas pueden mejorar nuestro país, estoy seguro de eso. Además, tú eres un muchacho muy inteligente y educado. Seguro que ganarás la votación si se mueven los hilos necesarios. Y yo podría hacerlo.
Heinrich se queda callado.
—Sé lo que estás pensando, pero ¿no crees que podría cambiar este gobierno y avanzar hacia la libertad, la democracia y la independencia de las naciones? Dime que no crees que el mundo creado tras la guerra es una gran cárcel, donde todos estamos condenados a pasar el resto de nuestras miserables vidas. Estoy seguro de que tú puedes cambiar todo eso y, además, no estarás solo. Yo te voy a apoyar firmemente e incluso, si aceptas, podría conseguirte el apoyo de los líderes que han quedado descontentos con la votación. ¿Sabes una cosa, Heinrich? Más de una vez pensé en rebelarme contra el loco de Adolf. En confianza, siempre fue un lunático... un lunático con suerte.
—No sé, Erwin... necesito pensarlo. Todo ha ocurrido demasiado rápido y es una decisión importante.
—No pasa nada. Te daré unas horas para pensarlo —dijo Rommel.
—¿¡Unas horas!? —respondió Heinrich alterado.
—Sí, es tiempo suficiente. Además, es el que nos queda. Créeme, yo te daría más, pero si tardas mucho en decidirte, la oportunidad se irá.
—Está bien. Cuando me haya decidido, te llamaré.
—Bien, piénsalo y recuerda que yo creo en ti —acto seguido, colgó la llamada.
Heinrich se queda callado y su esposa lo mira confundida y le pregunta:
—¿Qué ha pasado? Estás pálido.
—Rommel me ha propuesto ser el nuevo Führer —respondió Heinrich sin ánimo.
—¿En serio? Y qué vas a hacer ahora. Tienes dos propuestas importantes y tienes que decidir en unas pocas horas —dijo Martha preocupada.
—Ya lo sé, Martha. Me voy a mi despacho, allí pensaré mejor. Además, ya es tarde.
-Heinrich, ve a lo seguro, es lo mejor.
-¿Y qué es lo seguro?
Heinrich se pasa horas pensando en su despacho. ¿Qué debería hacer? ¿Aceptar la propuesta de Himmler, ser su mano derecha y después ser Führer, o aceptar la propuesta de Rommel y convertirse en Führer directamente? ¿Acabar con la obra de Adolf Hitler o corregirla?
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/14.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
Su mano se extiende hacia el teléfono de su despacho. ¿A quién debería llamar?
[[...Debería llamar a Rommel e intentar cambiar el Reich ->C0]]
[[...Debería llamar a Himmler y asegurarme ser el Führer en el futuro ->C1]]<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/39.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
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Alex se subió en el vehículo. A un lado, en el asiento del copiloto, dejó varias cajas; en una de ellas se encontraban las películas. Intentó poner su abrigo encima para no levantar sospechas. Estaba nervioso sabiendo la potencia mundial de lo que transportaba y hacia dónde se dirigía. Sabía que se estaba jugando la vida, pero de todos modos no tenía nada que perder, ni hijos ni mujer, ya los había perdido. Le dolía tanto el hecho de no poderlos ver crecer o corretear por el jardín, o de ver a su bella mujer y su hermosa sonrisa que hacía que se olvidara del peligro. No tenía nada que perder, no tenía miedo ni a la muerte, ya que hace tiempo él ya estaba muerto, no era humano.
Alex estaba un poco asustado porque sabía que los japoneses le iban a parar en medio del camino y, si se enteraban de lo que estaba transportando, lo iban a detener. Sin darse cuenta, ya estaba a escasos kilómetros de los controles japoneses. Echó la caja importante al suelo del coche y la metió debajo del asiento del copiloto. En los controles se encontraban soldados de rasgos japoneses armados hasta los dientes, acompañados de dos perros de raza, dos grandes potencias caninas. Paró el coche y bajó la ventanilla. Alex estaba sudando mucho de los nervios. Cuando detuvo el coche, se le acercaron cuatro japoneses.
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/15.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
-Buenas tardes, señor, ¿hay algún problema? -dijo Alex mientras se quitaba el sudor con la mano.
-Buenas tardes, solo le paramos para ver qué lleva en el maletero. ¿Me lo puede abrir para comprobarlo?
Uno de los agentes se acercó a la ventanilla y el otro paseaba al canino por los laterales del coche.
—¿Hacia dónde se dirige usted y su identificación, por favor? —dijo serio.
—Hacia Nueva York —dijo dándole lo que pidió.
—¿Solo? —dijo mirando hacia el interior de la camioneta.
—No, allí me esperan mis hijos y mi esposa —esas palabras le quemaron la garganta.
—¿Qué lleva ahí? —señaló el asiento del copiloto.
—Ya sabe, agente, ropa y cosas de los niños y de mi mujer. Ya sabe cómo son las mujeres —dijo sonriendo.
Cuando Alex abrió el maletero, miró por el retrovisor la cara del japonés al ver tantas cajas.
-Además estoy de traslado. Soy un anticuario, así que llevo antigüedades de mi antigua tienda -exclamó Alex.
El japonés sacó una navaja para abrir una caja, pero cuando la estaba sacando del bolsillo, llegó otro japonés para decirle que era perder el tiempo abrir las cajas a un buen hombre. Cuando Alex escuchó eso, resopló fuerte y continuó su camino. Pero seguía sudando porque sabía que se iba a encontrar más controles.
Al llegar a la zona de las Montañas Rocosas, había otro control por parte de los residentes de esa zona. Estos eran pobres, mal vestidos, sucios... Cuando le pararon:
-¿Qué llevas ahí atrás? -dijo un hombre mayor.
-No llevo nada, solo unas cosillas de mi traslado -dijo Alex mientras le soltaba un billete de 25$.
-Pasa, caballero -dijo el hombre con una leve sonrisa en la cara.
Cuando Alex se adentró en esa zona, bajó la velocidad para fijarse en los detalles que marcaban esa parte de los Estados Unidos, el estado títere independiente que ocupaba la zona central. Esta región era muy pobre, oscura, con fuego por las aceras para calentarse. La gente vivía en la calle, había mucha delincuencia y desesperanza. Alex no se creía lo que estaba viendo con sus propios ojos.
-¡Madre mía, con lo que fue este estado y en lo que se ha quedado!
Perdió la cuenta de las horas que llevaba conduciendo. Era de noche y tenía que parar y descansar. A lo lejos, vio una gasolinera con un gran letrero de neón que ponía 24h. Paró y se bajó. Vio a un señor de la tercera edad sentado leyendo un libro. Se acercó y el hombre lo miró.
—Buenas noches, ¿tiene café? ¿Y sabe usted de un lugar para poder hospedarme esta noche? —le preguntó.
—Café, allí. Y lugar para dormir aquí no hay. Esto es un lugar de paso, solo estoy yo en todo el trayecto hasta llegar al otro lado —dijo cobrando el café.
—Duerma en su coche —añadió.
Este lugar no tenía pinta de ser muy seguro para hacer eso, pero no quedaba otra opción. Aparcó el coche y echó el asiento hacia atrás. No podía dormir, solo pensaba en lo que estaba por hacer. Estaba un poco nervioso, todavía le quedaba un control, el peor control, el de los alemanes.
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/16.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
A la mañana siguiente, se puso de camino a su destino, no sin antes tomar un buen café. Después de una horas, llegó a otra población. No lo podía creer. Este sitio era un desastre, no podía avanzar tres metros sin encontrar a gente tirada en el suelo en un estado pésimo, jeringuillas esparcidas por el suelo. Esto daba miedo, la gente aquí era muy pobre. Vi una pequeña tienda y decidió parar el coche para comprar lo necesario para aguantar el viaje que le quedaba. Entró en la tienda y apenas había alimentos o cosas de higiene. En el mostrador se encontraba una chica joven de unos 16 años que lo miró y puso cara de asombro.
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/17.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
—Perdona, ¿tienen café? —dijo mirándola.
—¿Cree usted que tenemos café? —dijo en un tono seco.
—Perdona que pregunte, ¿qué le ha sucedido a este lugar? Había escuchado de él, pero no pensaba que fuese así. Me llamo Alex —dijo.
—Bienvenido, Alex, al precioso y maravilloso Estado de las Montañas Rocosas, la zona media —dijo con sarcasmo.
—Le están atracando el coche, señor —dijo un cliente.
Se giró rápidamente y salió hacia el coche gritando.
—¡Eh, vosotros! ¿Qué hacéis? ¡Venid aquí, niñatos! —dijo corriendo hacia los chavales que no llegaban ni a los 14 años.
Corriendo, se acordó de las películas. Fue al asiento del copiloto y metió la mano debajo. El alivio se apoderó de su cuerpo, las películas estaban en su lugar. Sin pensarlo mucho, se montó corriendo y siguió con su trayecto. En la salida del pueblo se encontró otro control, pero este era alemán, porque la siguiente zona estaba ocupada por los alemanes. Cuando detuvo el coche, se acercaron cuatro alemanes para ponerse cada uno en una esquina del coche para que no se escapara.
- Buenas tardes, ¿hacia dónde va usted? -le dijo el alemán.
- Voy hacia Nueva York, señor. Estoy transportando cajas de antigüedades de mi antigua tienda -dijo Alex asustado.
Te vamos a registrar las cajas -exclamó el alemán.
—¿Perdona? Solo quiero pasar. Mi mujer y mis hijos me esperan. Aquí solo llevo pertenencias, objetos de mi familia y de mi negocio —dijo.
—¡Que salga o lo saco yo! —dijo el alemán gritando enfadado.
Salió del coche y tres alemanes se adentraron en él. Sacaron las cajas y revolvieron todo. Él solo pensaba en las películas.
—Jefe, aquí hay algo —dijo sacando las pequeñas cajas donde se encontraban las películas.
—¿Qué es eso, señor? —dijo mirándolo.
No sabía qué hacer, ya había acabado todo. Tenía que pensar en algo.
—Son las grabaciones de mi boda. Soy camarógrafo y siempre viajo con ellas. Cosas de camarógrafos —dijo nervioso.
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/18.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
Los policías se miraron entre sí y soltaron las cajas en su lugar. Le dejaron irse. Pasó las barreras sin problemas y se puso en camino. Solo quedaba una hora para llegar a su destino.
De camino a Nueva York, Alex pasó por Washington para ver cómo había quedado el estado después de la bomba. Al llegar a Washington, hizo lo mismo que en las Montañas Rocosas: bajó la velocidad para contemplar las ruinas que dejó la bomba. Allí estaban los restos de la Casablanca, completamente irreconocibles. Al ver esto, a Alex se le escaparon algunas lágrimas de emoción. Detuvo la camioneta porque quería verlo mejor de cerca, se bajó, se acercó a mirar. Después recordó el peligro de la radiación. y se volvió a montar en su camioneta para continuar su camino a Nueva York.
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/04.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
Después de horas de viaje, tres controles por parte de tres organizaciones distintas, una casi muerte y contemplar las ruinas de Washington, A lo lejos, vio el cartel verde que ponía: NUEVA YORK. Aceleró el coche para poder llegar a su destino final.
Olivia estaba en la cocina preparándose un café para poder afrontar bien la jornada laboral, el café le daba vida. Eran las 16:30, a las 17:00 era la reunión con el grupo secreto, estaba nerviosa y desconfiada. Le dio su último sorbo a su café, se puso su traje, cogió su abrigo del perchero y se despidió de su padre.
—Papá, me voy a trabajar, volveré tarde. ¡No me esperes para cenar!
—Vale, Olivia, ¡que te vaya bien!
Olivia bajó las escaleras de su edificio con agilidad, no quería llegar tarde a la reunión. Al salir a la calle, estaba lloviendo, nublado, oscuro. Fue a la boca del metro. No sabía muy bien qué parada era, pero conocía una cercana. La reunión era en un establecimiento en un barrio humilde. Se bajó del metro, la boca del metro estaba enfrente del callejón donde tenía que ir. Al acercarse a la puerta, sus piernas empezaron a temblar debido a lo que estaba a punto de hacer. Se dirigió con un temblor en la mano que ocultaba dentro del bolsillo y un gran escalofrío que le recorría todo el cuerpo. A Olivia no le gustaba mostrar debilidad, y siempre intentaba camuflarlo, lo que suponía un gran estrés interno constante.
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/19.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
Al llegar a la puerta, la tocó con dos golpes fuertes, y se escuchó la voz de alguien.
—¿Quién se presenta a estas horas de la noche? —dijo una la misteriosa del otro lado de la puerta.
La silueta se aproximó y habló en alto, asustando a Olivia.
—Contraseña —dijo con voz grave la trabajadora.
Olivia se descompuso. A ella no le habían dicho ninguna contraseña, estaba confundida. De repente escuchó una voz dulce y suave, que le parecía conocida, era su amiga María.
—Déjala entrar, es mi amiga, la nueva, de la que os hablé —dijo María.
Olivia se tranquilizó mucho al ver a su amiga. Se dieron un abrazo. Atravesaron un pasillo oscuro hasta una gran puerta. Al abrir la puerta, se escuchó un sonido similar a un chirrido necesitado de aceite, y, mientras bajaban por unas escaleras, sonaba el sonido de la madera antigua crujir con cada paso. De pronto, vio una enorme nave, más grande de lo que ella pensaba. Nada más entrar había una gran sala con mesas donde se veía gente escribiendo, poniendo sellos… Esta sala llevaba a un ancho y largo pasillo con muchas puertas a los lados. La que le llamó más la atención fue la del final, que tenía un letrero arriba que ponía "Confidential" y había una especie de guardia en la puerta. Su amiga la llevó a la sala donde iba a ser la reunión, abrió la puerta y estaban todos preparando las cosas.
María le dijo a Olivia que le recomendaba que fuera a por café, porque las reuniones iban a ser largas. En la primera puerta a la derecha le dijo que estaba la cafetería. Olivia se dirigió a ella, la puerta del fondo le robaba su atención, quería saber lo que había dentro, pero no podía arriesgarse. Se puso una buena taza de café y se dirigió a la sala de reuniones, tomó su silla y empezaron a hablar: Olivia estaba contenta y cómoda, la escuchaban y no la despreciaban. Anunciaron que esa noche habría una gran novedad. De repente apagan las luces, y encienden un proyector, y dice el encargado de la reunión:
—Ahora vamos a ver unos fragmentos de unas películas que nos ha traído nuestro buen amigo Alex Oldfield. Por favor, coged aire, porque no vais a poder creerlo. Vamos Alex, explica de qué tratan estas maravillosas películas que nos has traído.
—Pues miren, he traído un par de películas de otro universo posible. Lo crean o no lo crean, tratan sobre la destrucción de Berlín y las bombas atómicas de Japón.
Olivia pensó que era imposible, esas cosas nunca habían pasado.De repente se empezó a formar un murmullo, todos pensaban lo mismo: de dónde las había sacado, a lo mejor era todo una trampa de los nazis. Sin dudar, le preguntaron y Alex respondió con total tranquilidad:
—Me las dio un señor japonés.
No dijo nada más y la primera película comenzó. Todos pudieron ver la destrucción y conquista de Berlín, con una Alemania humillada tras la Segunda Guerra Mundial.
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De pronto, un actor idéntico a Hitler suicidándose... pero no era un actor, ¡sino el propio Adolf Hitler! Tras esta escena, se cortó la película y los integrantes debatieron, perplejos por la posibilidad de que esto hubiera pasado en una realidad alternativa.
- ¿Cuándo, dónde y cómo se iba a poder falsificar algo así? -pensó Olivia.
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Pasados unos minutos, se proyectó la siguiente película, donde varios cazas americanos soltaron dos bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, dos ciudades japonesas, lo que los dejó más asombrados aún. Todo el mundo observó a Alex con duda, con ganas de saber la procedencia de la película, y él respondió que un japonés le había dado esos rollos y otros cuantos, antes de huir de la policía japonesa.
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Interrumpiendo a Alex, Olivia comentó que ella tenía un trabajo donde mandan paquetes y cartas y que tiene las ubicaciones de los mandamases alemanes, así como de los estadounidenses que colaboran con ellos. María le dijo que por eso ella era vital para que esta estrategia funcionara. Quizás eso pueda crear un efecto psicológico que haga que los americanos dejen de colaborar con los nazis. Crearía dudas y desconcierto y contribuiría a una rebelión general. Estados Unidos volvería a ser la nación que era. Incluso podrían intentar mandar copias a Europa.
A todos les pareció una genial idea. Todos votan a favor de ese plan.
Después de eso se dio por finalizada la reunión, podían irse. Olivia se sentía satisfecha, sentía que ayudaba con algo importante, tenía una tarea que podría cambiar muchas cosas. Pero cuando salió de la sala y vio aquella puerta sin vigilancia, no lo dudó. Fue disimuladamente, solo quería ver qué había. Cuando abrió la puerta, vio un montón de estanterías con miles de carpetas y folios sueltos. Olivia salió de la sala antes de que la pillaran, pero sabía que iba a volver. Salió, se despidió y volvió a coger el metro para regresar a su casa.
Todos los candidatos y sus seguidores se encuentran de nuevo en la sala del Gran Palacio del Führer. Es una sala preciosa, llena de lujos; el oro es el material que destaca y las grandes lámparas hechas con diamantes deslumbran a todos los presentes. Heinrich está nervioso, espera con ansias los resultados, espera haber tomado la decisión correcta y que todo salga bien. De repente, entra por la gran puerta un hombre alto y fuerte con un sobre en la mano. Se dirige hacia el centro de la sala, se hace el silencio y el hombre habla.
—Ya tenemos los resultados de la votación —dice casi gritando.
A continuación, el hombre abre el sobre y saca el papel. Lo lee para sí mismo y acto seguido anuncia el ganador.
—¡Heinrich von der Leyen es el nuevo Führer! Un aplauso para nuestro nuevo líder, por favor.
Todos aplauden y vitorean entusiasmados. Heinrich se levanta de su asiento y sonríe agradecido a todos los presentes. Mientras todos celebran, Himmler sale de la sala, furioso, seguido por sus seguidores. A nadie parece importarle demasiado, así que continúan celebrando, hacen el saludo nazi y gritan: "¡Heil, von der Leyen!". Von der Leyen sube al estrado y hace un breve discurso de agradecimiento.
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/22.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
Más tarde, cuando todos se están marchando, Rommel se acerca a Heinrich y lo felicita.
—¡Felicidades al nuevo líder! Me alegro de que hayas ganado.
—Muchas gracias, nada hubiese sido posible sin tu ayuda —responde Heinrich.
—Qué va, estoy seguro de que tú lo habrías conseguido solo, pero me gusta ayudar a mi nuevo Führer —Rommel le guiña un ojo—. Además, espero mucho de ti, muchacho. Creo que puedes hacer grandes cosas y espero que conviertas la dictadura en algo mejor.
—Claro que sí. Usted me ha ayudado, así que no le defraudaré.
—Eso espero.
Rommel se despide de Heinrich. Este último recoge sus cosas y espera sentado a que anuncien los resultados en la radio para informar a la gente. Una vez anunciados, se dirige al garaje donde se encuentran los coches que se usan para los desfiles. Heinrich escoge un descapotable negro y se sube en el asiento del conductor. Su mujer aparece acompañada de uno de los sirvientes. Este le abre la puerta y ella se sube. Al ver a su marido, lo felicita. Ambos esperan a que les avisen para salir a desfilar. Unos minutos más tarde, los avisan. Heinrich arranca el coche y sale a la calle.
Lo primero que ve es a la multitud aplaudiendo y coreando su nombre. Niños y niñas, acompañados de sus padres, lo saludan entusiasmados. Miles de papeles de colores caen del cielo. Las trompetas y los tambores suenan con fuerza, tocando el himno de Alemania. Todos sonríen y muestran su apoyo al nuevo Führer.
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/20.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
Al día siguiente, Heinrich se encuentra en su nuevo despacho, colocando las cosas que los sirvientes han traído de su antigua casa. Una gigantesca foto suya preside el despacho. En la mesa hay una pila enorme de documentos para revisar. De pronto, tocan la puerta.
—Adelante —dice Heinrich.
La puerta se abre y entra el secretario.
—Señor, tengo un informe para usted —le extiende el informe y Heinrich lo coge con curiosidad. Durante unos segundos lo observa y, con desgana, dice:
—Puedes resumirlo, por favor.
—Con gusto, señor. Nos ha llegado un aviso diciendo que en EE.UU. se han detectado unas películas inexplicables y subversivas. En ellas se ve cómo derrotan a Alemania en la guerra.
—¿Alemania derrotada? ¿Pero cómo puede ser eso posible si ganamos la guerra? ¿Estáis seguros de que no es un montaje para asustarnos? —dice Heinrich extrañado.
—No, señor. Nuestros mejores expertos en cine han recibido las copias enviadas por el informante, las han analizado y no parecen un montaje, es más bien como si alguien lo hubiese grabado. No tenemos una explicación, mein Führer.
—¿Y qué vamos a hacer ahora? ¿Qué pasa si eso sale a la luz?
—Alemania podría sufrir grandes consecuencias, quizás una rebelión, pero no se preocupe, señor. Hemos hecho un plan para eliminar al grupo subversivo que las tiene y destruir esas películas, así Alemania estará a salvo. Usted solo tiene que aprobarlo.
—¿Y cuál es ese plan?
—Nuestros mejores buscadores se encargarán de encontrar al informante. Una vez que sepamos quién es, le sacaremos información sobre quiénes son los dueños de las grabaciones y dónde se encuentran. Cuando tengamos esta información, nuestros mejores agentes se infiltrarán y conseguirán las películas para poder destruirlas.
—Parece muy arriesgado, ¿y si lográn escapar?
—No lo harán, señor. Somos los mejores en esto. Además tenemos un topo en la organización —responde el secretario convencido.
—Necesito pensarlo, cuando me haya decidido le avisaré. ¿Puede entregarme todas las películas de las que disponemos? Necesito verlas personalmente.
—Como usted desee, señor.
El secretario salió por la puerta y Heinrich se quedó pensando: ¿unas películas que muestran la derrota de Alemania? ¿Qué debería hacer, dejar que circulen esas cintas arriesgándome para ver si ayudan a mi plan de reformas o apoyar el plan y destruirlas para mantener a salvo a Alemania?
Al día siguiente, cuando el reloj marcó las nueve, se encontraba sentado delante de su escritorio, completamente en soledad, pensando y pensando sobre estas películas. Justo llamaron a la puerta. Cuando se acercó a abrir la puerta, ya no había nadie, pero cuando miró hacia el suelo, ahí se encontraba una caja que ponía "IMPORTANTE". ¿Serían estas las películas?
Cogió la caja y cerró la puerta. Se dirigió hacia su escritorio y abrió la caja. Su intuición estaba en lo cierto: dentro de esa caja de cartón había una cinta que ponía "Película número 1, La destrucción total". En cuanto lo vio, volvió a cerrar la caja y recogió rápidamente sus cosas para llegar lo más rápido posible a su casa. El camino a casa se le hizo completamente eterno. No paraba de mirar el reloj cada segundo que pasaba, deseando llegar y poder ver y analizar la película.
Le metió prisa al conductor, que casi se sale de la carretera de los nervios y el miedo que le daban las voces de su "führer", o así era obligado a llamarle, aunque verdaderamente desearía llamarlo de otra manera, y no precisamente adorativa...
Cuando finalmente llegaron a la casa, el nuevo Führer llamó enseguida a la puerta. Ni siquiera saludó o intercambió palabras con su esposa, sino que corrió hacia el despacho privado que tenía en su propia casa. Preparó la cinta y una tela colgada en una pared para poder proyectarla. Cuando la película empezó a rodar, Heinrich no lo podía creer. Sentía una fuerte presión en el pecho y en las sienes, cosa que podría llevarle a desmayarse seguro ante tales imágenes. A cada imagen que veía sobre Berlín destruida, peor se sentía.
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/23.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
Parecía que le iban a dar siete infartos seguidos. Cuando la película llegaba a la parte más interesante, la cinta saltó y todo quedó en blanco. Heinrich estaba atónito. Pese a que la película había terminado, él seguía viendo todas aquellas imágenes en su mente. ¿Cómo podría hacerle frente a tales imágenes si ni siquiera podía pensar en otra cosa que no fueran las bombas nucleares, Berlín destruida y Nueva York completamente en pie, siendo todo el mundo liderado por Estados Unidos? Era la mañana siguiente y Heinrich no sabía cómo, pero se encontraba en su cama, con el pijama puesto y arropado. ¿Cómo había llegado hasta ahí? ¿En qué momento se quedó dormido? Lo único que sabía era que no le podía contar a nadie lo que había ocurrido en esa película, al menos no hasta que tuviera claro qué iba a hacer...
Dudas, dudas y más dudas. Eso era lo único que tenía Heinrich von der Leyen en la cabeza. Bueno, eso y esas películas que podrían hacer que todo cambiara. En su mente no cabía otra cosa que esas imágenes de la gran Alemania destruida, Berlín completamente destrozada y Nueva York en perfectas condiciones. Esas bombas atómicas… Todavía no podía creerlo. Estaba atónito y no encontraba las palabras ni para contárselo a su esposa. Llevaba un nudo en la garganta que no le dejaba comer y casi ni respirar. Cada vez que lo intentaba, recordaba aquellas imágenes y sentía que sus pulmones se achicaban y no le permitían respirar. En su cabeza se preguntaba continuamente si debería dejar pasar esas películas, que podrían ayudarle en su proceso de reforma del nazismo. Pero, por otro lado, las películas podrían causar una gran catástrofe, tan grande que esto podría causar que él mismo dejara de ser Führer o incluso su propia muerte a manos de este nuevo grupo, la Resistencia estadounidense. Incluso Himmler podría ser capaz de sabotearlo, incluso intentar asesinarlo como traidor a Alemania. ¿Qué debería hacer entonces?
[[Difundir las Películas->Final 1]]
[[Destruir las Películas->Final 2]]Ya no lo iba a pensar más, ni le pediría consejo a nadie. Lo iba a hacer, iba a dejar pasar estas películas. El no debería ser un segundo Hitler. Él debía ser mejor. Y lo mejor era que la gente abriera los ojos, que viera las películas sin prohibición.
Con todo ya decidido, el nuevo Führer llamó a su agente secreto dentro de su enorme despacho, que tenía unas vistas perfectas. Pese a que no era nada pequeño el despacho, este estaba decorado de forma minimalista. Todo menos en la pared de detrás de su escritorio, en la cual había una pequeña... ¿pequeña? No, no, no, para nada. En la cual había una enorme, gigantesca imagen de él mismo, con su uniforme del ejército nazi de gala. Sus grandes ojos azules, color del mar, parecían penetrar a todo aquel que entraba por las puertas de su despacho. Era magnífica, o eso pensaba Heinrich.
Cogió el teléfono, el cual estaba situado justo al lado de la gran imagen, y marcó el número de nuevo. Esta vez la respuesta fue inminente y, antes de dejar que su topo hablara, lo hizo él para no arrepentirse de su decisión:
—Que se muevan todas las películas por todo el Reich, tanto por dentro como por fuera. Encárgate de que no quede nadie sin verlas
En el otro lado, su secretario traga difícilmente e, incapaz de decir una palabra, simplemente hace un pequeño sonido de asentimiento. Y, sin dejar tiempo a respuesta, von der Leyen colgó el teléfono, recogió sus cosas y mandó a todo el mundo a su casa.
Estaba muy nervioso, demasiado nervioso. Podría darle un ataque al corazón ahora mismo. No sabía cómo iba a suceder lo que había ordenado, ni las consecuencias que eso iba a acarrear, pero pensaba que era la mejor opción sin lugar a dudas. Cuando llegó a casa, por primera vez desde que lo nombraron Führer, se fue a la cama sin siquiera ducharse y durmió como no había dormido en años.
Al día siguiente por la mañana, todo estaba normal o, bueno, para qué mentir, todo el mundo estaba callado pensando en la orden de urgencia que tuvo lugar anoche, mientras todos esuchaban las noticias del Reich. Cada ciudadano alemán debía acudir a los cines a ver una proyección especial, por orden del führer. Al mismo tiempo, se mandaron copias a Japón, para que se proyectaran allí a la mayor brevedad.
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/41.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
En aquel momento, todas los cines de todos los territorios de Alemania y Japón empezaron a proyectar las películas con toda la crudeza que contenían. La gente está en un estado de shock profundo, es como si en ese momento hasta las respiraciones de toda la gente se hubiera parado. Los japoneses, especialmente, están completamente impactados y horrorizados cuando las escenas de las bombas de Hiroshima y Nagasaki suceden. Se dan cuenta que estos no son efectos especiales, sino que en otro lugar, momento, espacio y realidad, esto es lo que pasó, y que ellos fueron los bombardeados en lugar de EEUU. La gente se da cuenta de que hay más de un universo, que en otras realidades, Alemania fue destruida y no tiene el control absoluto que tiene en lo que ellos creían que era la realidad pura. El impacto de esta cruda revelación es demasiada para algunos, y durante el transcurso de esta, algunas personas sufren paros cardiacos y otras sufren de una crisis existencial tan grande que acaban por quitarse la vida, principalmente Alemanes radicales incapaces de aceptar que su pais fue derrotado alguna vez. Cuando las películas llegan a su fin, hay un silencio ensordecedor, un silencio que dice más de mil palabras. Los corazones de la gente van a velocidades que no sabían que eran capaces, como si acabaran de correr un maratón entero. Tras un minuto o dos en este abrumador silencio, las pantallas proyectan la imagen de Heinrich von der Leyen, el cual comienza hablar, dirigiéndose a todos y a nadie al mismo tiempo:
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/42.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
“Señoras y señores, lo que acaban de ver, por muy impactante que sea, es algo que en verdad pasó. Las imagenes que han visto solo pueden ser explicadas como realidades alternas o universos paralelos, por muy ficticio que parezca. Ver estas películas me ha abierto los ojos, y espero que a ustedes también. Me he dado cuenta de que no se puede tener un poder absoluto, que para llegar a la felicidad de todos los seres humanos debemos mantener una mentalidad humilde y respetuosa. Este es el objetivo que yo tenía cuando fui elegido, hacer de Alemania, y de todo el mundo, un lugar mejor. Para lograr esto he decidido retirarme EEUU y todos los territorios de Europa, a cambio de un tratado en el que se consiga la paz y el comercio libre entre todos. Muchas gracias por su atención.”
Mucha gente no sabía qué pensar y se formaron dos bandos: uno que decían que eran efectos especiales y que esto no pasaría nunca, en el cual estaban los más radicales defensores del nazismo, entre los que estaba Himmler; y otro que defendía que eso era otra realidad, ya que era completamente imposible que se hicieran en esos tiempos una película tan realista y con tantos efectos especiales tan bien hechos. Estos últimos apoyaban el plan de von der Leyen y salieron a las calles a celebrarlo.
Había otras personas muy confundidas, de ambas partes, que no podían manejar la idea de que hubiera más de un universo. Les parecía imposible, pero… ¿puede existir más de una historia posible? ¿Puede existir más de un mundo o una realidad?
Cuando al día siguiente Heinrich se decidió a salir de casa, había un montón de gente en su puerta esperando respuestas. Por supuesto, había muchos medios de comunicación esperando poder tener una entrevista con él. También se encontraba Himmler y muchos otros altos cargos bastante cabreados, esperándolo en la puerta. Justo en la entrada se encontraba su esposa, intentando que nadie pasara para adentro. Estaba con el agua al cuello, nunca mejor dicho, y se vería obligado a hablar delante de todo el Reich. E iba a hacerlo con la verdad y dar a conocer todos sus planes. Pasó junto a su mujer y todo quedó en silencio. Se acercó a un micrófono que habían puesto y comenzó a hablar:
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/43.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
—Queridos hermanos alemanes, ya sé por qué os encontráis aquí. Queréis respuestas y os las voy a dar, con la verdad ante todo. Vamos a empezar con lo más importante: las películas. Estas películas demuestran que hay más de una realidad posible, incluso si una de estas muestra una en la que Alemania ha sido derrotada y destruida. Que Alemania esté destruida no significa absolutamente nada, porque Alemania somos nosotros, no un lugar, no una forma de creer ni de sentir, sino que somos cada uno de nosotros. Debemos aprender que hay que ser humildes en la victoria y, si acaso llegara a perder Alemania, debemos ser humildes y orgullosos en el fracaso. Debemos aprender también que de los errores se aprende y que no debemos ser necios. Debemos dejar que todos los pueblos que han sido derrotados en esta realidad vivan en paz y armonía, ya que sería lo que nosotros quisiéramos en caso de que los papeles se invirtieran. No somos superiores por ser de ninguna raza, color, etnia o religión. Somos lo que elegimos y, por ello, yo elijo y decido delante de todo el Reich que vamos a retirarnos del territorio estadounidense y de todos aquellos lugares que hemos ocupado con motivo de nuestra supuesta supremacía racial. Todos somos iguales, negros y blancos, arios y judíos. Exijo la eliminación de cualquier guerra con estos motivos. Tras dejar a EE.UU. libre y a todos aquellos territorios europeos ocupados, exijo firmar un tratado de paz universal y establecer un comercio activo por parte de cada uno de los países del mundo. Sinceramente, no espero que todos estén de acuerdo con mi decisión, pero es lo que va a suceder, quieran ustedes o no. Ahora deseo que todo el ejército se retire a sus casas, al igual que todos los hermanos alemanes, y que recojan sus pertenencias. A todos aquellos presentes en campos de concentración, les exijo que liberen a todos y cada uno de los prisioneros que tienen sin mi permiso y que corran por sus vidas, porque como yo los encuentre, van a pagar las consecuencias de forma bastante elevada. Sin nada más que decir, gracias por escucharme sin interrupciones. Adiós, queridos hermanos.
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/44.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
Entre el público, Clara Schulz aplaudía emocionada, sabiendo que aquellas palabras eran la liberación de lo que quedaba de su pueblo, aunque quizás también significaban que perdería a Heinrich para siempre. Todo el mundo obedeció en silencio y Heinrich volvió a entrar a su casa y empezó a ayudar a su esposa a comenzar a recoger todo. Se sentía muy orgulloso de cómo había hablado y le dio un abrazo.
Las palabras de Heinrich von der Leyen atravesaron el Atlántico y llegaron a EEUU, donde todos escuchaban asombrados y en silencio.
Tras acabar el discurso, el silencio de antes es roto de inmediato por una ola de vítores y gritos de celebración por todos lados. La gente de todo el mundo sale a la calle, con lágrimas de felicidad por toda la cara, abrazando a sus amigos y familiares como nunca antes lo habían hecho. En EEUU la gente ya empieza a colgar la bandera de su país de sus ventanas y balcones, las cuales ondean libremente con el viento de aquel día.
Alex Oldfield estaba atónito. No podía creerlo. Acababa de escuchar al máximo representante del nazismo alemán dejar libre a EE.UU., todo gracias a esas películas que él se había encargado de llevar a la Resistencia. Se sentía orgulloso de sí mismo y del buen trabajo que había ejercido él y toda la Resistencia, pero sobre todo se sentía feliz. Cuando terminó de oír el mensaje por la radio, salió corriendo de su casa y se dirigió hacia el centro de Nueva York para celebrar la victoria. Se encontró con una gran fiesta general. La bandera de los EE.UU. ondeaba en lo más alto, e incluso en la Estatua de la Libertad se encontraba una enorme colgada. Todo el mundo cantaba y bailaba, incluido Alex, hasta que de repente vio una cara que le sonaba conocida… ¡Era Olivia, la chica del grupo de resistencia! Sus miradas se cruzaron y corrieron el uno hacia el otro y se abrazaron llorando.
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/77.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
No lo podían creer. Después de todo su esfuerzo y trabajo, lo habían conseguido. Se había hecho justicia. Todo había terminado, pero… ¿qué les deparará el futuro?
- Alex… Lo hemos conseguido. EEUU y Europa son libres e independientes de nuevo. ¿Qué pasará ahora? ¿Cómo será el futuro?”
Alex toma un pañuelo y limpia las lágrimas de su cara, recordando a su mujer y su hijo, y le responde en un tono seguro de sí mismo.
No estoy seguro… Pero sé que será mejor.
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[[VOLVER AL INICIO->Reseteo]]Después de pensarlo un largo tiempo, Heinrich decidió de una vez por todas buscar al culpable de todo esto, acabar con él y destruir todas las películas. Eran demasiado peligrosas para su plan de reformar el Reich paso a paso.
Heinrich mandó a unos pocos de sus soldados a buscar las películas y a atacar a los grupos de resistencia.
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—¡Quiero a ese grupo vivo o muerto y las películas las quiero destruidas, así que a trabajar todos ya y dar con el lugar en el que se esconden! —dijo Heinrich.
—Führer, creo que tenemos el lugar donde se ubican las películas, es como en una especie de grupo secreto en EEUU, concretamente en Nueva York —informó un soldado.
—Buen trabajo, soldado. Diríjanse hasta allí y avísenme cuando lleguen. Una vez allí, quiero que todas esas películas sean destruidas y, si tienen que usar la violencia, úsela. Solo con eso se llega al éxito.
—Recibido, señor.
Al llegar a la casa de Olivia Freeman, los soldados primero tocaron el timbre, esperaron, y nadie les abrió. Tras esperar un rato y nadie abrirles, decidieron abrir la puerta por las malas.
Rompieron la puerta y entraron todos armados, gritando:
—¡Somos las SS, al suelo todos o mataremos a todo lo que se mueva!
Nadie respondió a ese grito, y encontraron a un hombre mayor, al padre de Olivia. Los soldados le dijeron:
—¡Dónde se encuentran las películas!
El padre no supo qué responder.
Sin explicación alguna, empezaron a rebuscar en todos los sitios posibles de esa humilde casa. Tras uno minutos de búsqueda, al bajar al sótano de la casa, encontraron dos rollos de películas.
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/79.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
Al encontrarlos, cogieron al padre de Olivia muy bruscamente y decidieron sentarlo en una silla, con todas las extremidades de su cuerpo atadas. Lo pusieron en una habitación bastante distanciada de la que estaban las ventanas o puertas, ya que, según un dicho de las SS, “esto iba a ser algo poco agradable”. Empezaron a interrogarlo, haciéndole preguntas muy básicas, pero el hombre no contestaba así que tuvieron que empezar a formular las preguntas de una manera “más efectiva”. Tras varias horas, el hombre empezó a desesperarse ya que no sabía ni quiénes eran ni qué querían, solo quería que lo dejaran en paz. Empezó a suplicar que lo dejaran en paz, que él solo quería tener una vida normal, pero antes de que pudiera caer una lágrima por su mejilla, le dispararon. Fue un disparo limpio, para no dejar ni rastro ni pruebas.
Mientras todo esto ocurría, Olivia Freeman estaba en su oficina, trabajando como cada día normal. Lo único que quería era que terminase su jornada para ir a ver a su padre, ya que hoy era su cumpleaños. Así que, al terminar de trabajar, bajó al garaje de la empresa para coger su coche e irse, pero de repente vio a su compañera María Espinoza bajar corriendo las escaleras del garaje y dirigirse hacia ella. Con cara de asombro, dijo estas palabras:
- Olivia, Olivia, necesito hablar contigo urgentemente.
- ¿Qué haces aquí, María?
- De lo que tengo que hablarte es de tu padre. Han ido a su casa.
- ¿Cómo que han ido a su casa? ¿Qué le ha pasado a mi padre? Por favor, te lo pido, dímelo.
- Las SS fueron a tu casa y... tu padre está muerto, Olivia.
Ahí es cuando las lágrimas de Olivia empezaron a caer por sus mejillas y se derrumbó hasta quedar completamente en el suelo. Le pesaban las piernas, el corazón y hasta el alma, no entendía cómo habían podido hacerle eso a la persona que más quería en este mundo. Después de esto, María le dijo a Olivia:
- Olivia, tienes que irte de aquí, o si no, al próximo que maten será a ti ya tu hermano.
Será lo primero que haga, muchas gracias, María. Nos veremos pronto.
Salió de las oficinas y se fue en dirección a casa. Al llegar al barrio, vio a su hermano con un grupo de amigos. Su hermano le sonrió, pero al verle la cara a Olivia, se le cambió la expresión al instante. Olivia, con lágrimas en los ojos, le explicó todo lo que estaba pasando: la muerte de su padre, las películas extrañas y, lo más importante, que tenían que irse inmediatamente si no querían ser los próximos muertos. Juan insistió en pasar por casa y recoger el album de fotos de la familia y algo de dinero. Olivia accedió y fueron rápidamente.
Al cabo de un rato, llegaron a la casa y Olivia insistió en que Juan no subiera. Nada más entrar, vio a su padre muerto y con un gran charco de sangre alrededor suyo. Olivia se quedó mirando el rostro de su padre, muy impactada. Al salir, encontró a Juan junto a miembros de la resistencia: les esperaba un camión para recogerlos.
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Dentro del camión se encontraba Alex Oldfield, quien le dijo a Olivia que se iba a unir a la lucha armada que estaba surgiendo por todo el país. También le dijo que había muchas copias de las películas y que nadie podría destruirlas todas. Algunas incluso iban de contrabando hacia Europa. Olivia sintió algo de consuelo, dentro de la enorme tristeza. Los tres en el camión empezaron un rumbo que no sabían ni cuándo ni dónde iba a terminar, pero lo que sabían era que iba a terminar con un final mejor, costara lo que costara.
Tras un par de semanas, los soldados llegaron de manera sorprendente al despacho de Heinrich, donde entregaron un informe escrito describiendo la situación. El grupo rebelde había sido disuelto, pero las películas circulaban por EEUU y la Europa ocupada, incluso en la propia Alemania. Por todos lados, habían surgido grupos rebeldes.
Heinrich había comprobado durante esos días en los que se había convertido en Führer que sus ideas reformistas, de dar más libertad y eliminar las políticas de raza, tenían buena acogida. Pero no todo era buena información, también había fuerzas armadas luchando por la independencia de EEUU y en otros lugares de Europa. ¿Por qué se rebelan ahora, cuando todo va a empezar a cambiar?
Tras leer el informe, Heinrich despide a los soldados de la SS y se dirige a otra sala donde se encontraba un mapa a escala del mundo. Mirándolo, se puso a escribir un informe de lo que quería hacer con el Reich en el futuro. Pero lo primero era acabar con una resistencia que solo podría traer el caos. Así que escribió el siguiente mensaje a la nación:
"Queridos hermanos alemanes somos el mejor pueblo del mundo, somos los más fuertes del planeta, nadie puede con nosotros. No podemos dejar que unos terroristas insensatos crean que nos pueden ganar y hacer con EEUU o con Europa lo que ellos quieran. Yo, Heinrich, el Führer y representante de todos mis hermanos alemanes, voy a luchar contra todos los que se opongan a mi plan para crear un mundo mejor. Así que solo nosotros vamos a ser quienes pongan las normas en este mundo y nadie nos podrá arrebatar nuestro poder. Todo por Alemania."
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Al final del mensaje, estampó su firma: Heinrich von der Leyen, Führer del III Reich.
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/83.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
[[VOLVER AL INICIO->Reseteo]]Alex Oldfield se puso a empaquetar las películas. Las metió en cajas de cartón con un sello que ponía "muy frágil" para que, si le paraban los japoneses, no le abrieran las cajas y así no sospecharan. Con todo empaquetado y listo, Alex se dispuso a coger su camioneta para transportar las antigüedades.
Alex se subió en el vehículo. A un lado, en el asiento del copiloto, dejó varias cajas; en una de ellas se encontraban las películas. Intentó poner su abrigo encima para no levantar sospechas. Estaba nervioso sabiendo la potencia mundial de lo que transportaba y hacia dónde se dirigía. Sabía que se estaba jugando la vida, pero de todos modos no tenía nada que perder, ni hijos ni mujer, ya los había perdido. Le dolía tanto el hecho de no poderlos ver crecer o corretear por el jardín, o de ver a su bella mujer y su hermosa sonrisa que hacía que se olvidara del peligro. No tenía nada que perder, no tenía miedo ni a la muerte, ya que hace tiempo él ya estaba muerto, no era humano.
Alex estaba un poco asustado porque sabía que los japoneses le iban a parar en medio del camino y, si se enteraban de lo que estaba transportando, lo iban a detener. Sin darse cuenta, ya estaba a escasos kilómetros de los controles japoneses. Echó la caja importante al suelo del coche y la metió debajo del asiento del copiloto. En los controles se encontraban soldados de rasgos japoneses armados hasta los dientes, acompañados de dos perros de raza, dos grandes potencias caninas. Paró el coche y bajó la ventanilla. Alex estaba sudando mucho de los nervios. Cuando detuvo el coche, se le acercaron cuatro japoneses.
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/15.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
-Buenas tardes, señor, ¿hay algún problema? -dijo Alex mientras se quitaba el sudor con la mano.
-Buenas tardes, solo le paramos para ver qué lleva en el maletero. ¿Me lo puede abrir para comprobarlo?
Uno de los agentes se acercó a la ventanilla y el otro paseaba al canino por los laterales del coche.
—¿Hacia dónde se dirige usted y su identificación, por favor? —dijo serio.
—Hacia Nueva York —dijo dándole lo que pidió.
—¿Solo? —dijo mirando hacia el interior de la camioneta.
—No, allí me esperan mis hijos y mi esposa —esas palabras le quemaron la garganta.
—¿Qué lleva ahí? —señaló el asiento del copiloto.
—Ya sabe, agente, ropa y cosas de los niños y de mi mujer. Ya sabe cómo son las mujeres —dijo sonriendo.
Cuando Alex abrió el maletero, miró por el retrovisor la cara del japonés al ver tantas cajas.
-Además estoy de traslado. Soy un anticuario, así que llevo antigüedades de mi antigua tienda -exclamó Alex.
El japonés sacó una navaja para abrir una caja, pero cuando la estaba sacando del bolsillo, llegó otro japonés para decirle que era perder el tiempo abrir las cajas a un buen hombre. Cuando Alex escuchó eso, resopló fuerte y continuó su camino. Pero seguía sudando porque sabía que se iba a encontrar más controles.
Al llegar a la zona de las Montañas Rocosas, había otro control por parte de los residentes de esa zona. Estos eran pobres, mal vestidos, sucios... Cuando le pararon:
-¿Qué llevas ahí atrás? -dijo un hombre mayor.
-No llevo nada, solo unas cosillas de mi traslado -dijo Alex mientras le soltaba un billete de 25$.
-Pasa, caballero -dijo el hombre con una leve sonrisa en la cara.
Cuando Alex se adentró en esa zona, bajó la velocidad para fijarse en los detalles que marcaban esa parte de los Estados Unidos, el estado títere independiente que ocupaba la zona central. Esta región era muy pobre, oscura, con fuego por las aceras para calentarse. La gente vivía en la calle, había mucha delincuencia y desesperanza. Alex no se creía lo que estaba viendo con sus propios ojos.
-¡Madre mía, con lo que fue este estado y en lo que se ha quedado!
Perdió la cuenta de las horas que llevaba conduciendo. Era de noche y tenía que parar y descansar. A lo lejos, vio una gasolinera con un gran letrero de neón que ponía 24h. Paró y se bajó. Vio a un señor de la tercera edad sentado leyendo un libro. Se acercó y el hombre lo miró.
—Buenas noches, ¿tiene café? ¿Y sabe usted de un lugar para poder hospedarme esta noche? —le preguntó.
—Café, allí. Y lugar para dormir aquí no hay. Esto es un lugar de paso, solo estoy yo en todo el trayecto hasta llegar al otro lado —dijo cobrando el café.
—Duerma en su coche —añadió.
Este lugar no tenía pinta de ser muy seguro para hacer eso, pero no quedaba otra opción. Aparcó el coche y echó el asiento hacia atrás. No podía dormir, solo pensaba en lo que estaba por hacer. Estaba un poco nervioso, todavía le quedaba un control, el peor control, el de los alemanes.
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/16.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
A la mañana siguiente, se puso de camino a su destino, no sin antes tomar un buen café. Después de una horas, llegó a otra población. No lo podía creer. Este sitio era un desastre, no podía avanzar tres metros sin encontrar a gente tirada en el suelo en un estado pésimo, jeringuillas esparcidas por el suelo. Esto daba miedo, la gente aquí era muy pobre. Vi una pequeña tienda y decidió parar el coche para comprar lo necesario para aguantar el viaje que le quedaba. Entró en la tienda y apenas había alimentos o cosas de higiene. En el mostrador se encontraba una chica joven de unos 16 años que lo miró y puso cara de asombro.
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/17.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
—Perdona, ¿tienen café? —dijo mirándola.
—¿Cree usted que tenemos café? —dijo en un tono seco.
—Perdona que pregunte, ¿qué le ha sucedido a este lugar? Había escuchado de él, pero no pensaba que fuese así. Me llamo Alex —dijo.
—Bienvenido, Alex, al precioso y maravilloso Estado de las Montañas Rocosas, la zona media —dijo con sarcasmo.
—Le están atracando el coche, señor —dijo un cliente.
Se giró rápidamente y salió hacia el coche gritando.
—¡Eh, vosotros! ¿Qué hacéis? ¡Venid aquí, niñatos! —dijo corriendo hacia los chavales que no llegaban ni a los 14 años.
Corriendo, se acordó de las películas. Fue al asiento del copiloto y metió la mano debajo. El alivio se apoderó de su cuerpo, las películas estaban en su lugar. Sin pensarlo mucho, se montó corriendo y siguió con su trayecto. En la salida del pueblo se encontró otro control, pero este era alemán, porque la siguiente zona estaba ocupada por los alemanes. Cuando detuvo el coche, se acercaron cuatro alemanes para ponerse cada uno en una esquina del coche para que no se escapara.
- Buenas tardes, ¿hacia dónde va usted? -le dijo el alemán.
- Voy hacia Nueva York, señor. Estoy transportando cajas de antigüedades de mi antigua tienda -dijo Alex asustado.
Te vamos a registrar las cajas -exclamó el alemán.
—¿Perdona? Solo quiero pasar. Mi mujer y mis hijos me esperan. Aquí solo llevo pertenencias, objetos de mi familia y de mi negocio —dijo.
—¡Que salga o lo saco yo! —dijo el alemán gritando enfadado.
Salió del coche y tres alemanes se adentraron en él. Sacaron las cajas y revolvieron todo. Él solo pensaba en las películas.
—Jefe, aquí hay algo —dijo sacando las pequeñas cajas donde se encontraban las películas.
—¿Qué es eso, señor? —dijo mirándolo.
No sabía qué hacer, ya había acabado todo. Tenía que pensar en algo.
—Son las grabaciones de mi boda. Soy camarógrafo y siempre viajo con ellas. Cosas de camarógrafos —dijo nervioso.
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/18.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
Los policías se miraron entre sí y soltaron las cajas en su lugar. Le dejaron irse. Pasó las barreras sin problemas y se puso en camino. Solo quedaba una hora para llegar a su destino.
De camino a Nueva York, Alex pasó por Washington para ver cómo había quedado el estado después de la bomba. Al llegar a Washington, hizo lo mismo que en las Montañas Rocosas: bajó la velocidad para contemplar las ruinas que dejó la bomba. Allí estaban los restos de la Casablanca, completamente irreconocibles. Al ver esto, a Alex se le escaparon algunas lágrimas de emoción. Detuvo la camioneta porque quería verlo mejor de cerca, se bajó, se acercó a mirar. Después recordó el peligro de la radiación. y se volvió a montar en su camioneta para continuar su camino a Nueva York.
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/04.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
Después de horas de viaje, tres controles por parte de tres organizaciones distintas, una casi muerte y contemplar las ruinas de Washington, A lo lejos, vio el cartel verde que ponía: NUEVA YORK. Aceleró el coche para poder llegar a su destino final.
Olivia estaba en la cocina preparándose un café para poder afrontar bien la jornada laboral, el café le daba vida. Eran las 16:30, a las 17:00 era la reunión con el grupo secreto, estaba nerviosa y desconfiada. Le dio su último sorbo a su café, se puso su traje, cogió su abrigo del perchero y se despidió de su padre.
—Papá, me voy a trabajar, volveré tarde. ¡No me esperes para cenar!
—Vale, Olivia, ¡que te vaya bien!
Olivia bajó las escaleras de su edificio con agilidad, no quería llegar tarde a la reunión. Al salir a la calle, estaba lloviendo, nublado, oscuro. Fue a la boca del metro. No sabía muy bien qué parada era, pero conocía una cercana. La reunión era en un establecimiento en un barrio humilde. Se bajó del metro, la boca del metro estaba enfrente del callejón donde tenía que ir. Al acercarse a la puerta, sus piernas empezaron a temblar debido a lo que estaba a punto de hacer. Se dirigió con un temblor en la mano que ocultaba dentro del bolsillo y un gran escalofrío que le recorría todo el cuerpo. A Olivia no le gustaba mostrar debilidad, y siempre intentaba camuflarlo, lo que suponía un gran estrés interno constante.
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/19.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
Al llegar a la puerta, la tocó con dos golpes fuertes, y se escuchó la voz de alguien.
—¿Quién se presenta a estas horas de la noche? —dijo una la misteriosa del otro lado de la puerta.
La silueta se aproximó y habló en alto, asustando a Olivia.
—Contraseña —dijo con voz grave la trabajadora.
Olivia se descompuso. A ella no le habían dicho ninguna contraseña, estaba confundida. De repente escuchó una voz dulce y suave, que le parecía conocida, era su amiga María.
—Déjala entrar, es mi amiga, la nueva, de la que os hablé —dijo María.
Olivia se tranquilizó mucho al ver a su amiga. Se dieron un abrazo. Atravesaron un pasillo oscuro hasta una gran puerta. Al abrir la puerta, se escuchó un sonido similar a un chirrido necesitado de aceite, y, mientras bajaban por unas escaleras, sonaba el sonido de la madera antigua crujir con cada paso. De pronto, vio una enorme nave, más grande de lo que ella pensaba. Nada más entrar había una gran sala con mesas donde se veía gente escribiendo, poniendo sellos… Esta sala llevaba a un ancho y largo pasillo con muchas puertas a los lados. La que le llamó más la atención fue la del final, que tenía un letrero arriba que ponía "Confidential" y había una especie de guardia en la puerta. Su amiga la llevó a la sala donde iba a ser la reunión, abrió la puerta y estaban todos preparando las cosas.
María le dijo a Olivia que le recomendaba que fuera a por café, porque las reuniones iban a ser largas. En la primera puerta a la derecha le dijo que estaba la cafetería. Olivia se dirigió a ella, la puerta del fondo le robaba su atención, quería saber lo que había dentro, pero no podía arriesgarse. Se puso una buena taza de café y se dirigió a la sala de reuniones, tomó su silla y empezaron a hablar: Olivia estaba contenta y cómoda, la escuchaban y no la despreciaban. Anunciaron que esa noche habría una gran novedad. De repente apagan las luces, y encienden un proyector, y dice el encargado de la reunión:
—Ahora vamos a ver unos fragmentos de unas películas que nos ha traído nuestro buen amigo Alex Oldfield. Por favor, coged aire, porque no vais a poder creerlo. Vamos Alex, explica de qué tratan estas maravillosas películas que nos has traído.
—Pues miren, he traído un par de películas de otro universo posible. Lo crean o no lo crean, tratan sobre la destrucción de Berlín y las bombas atómicas de Japón.
Olivia pensó que era imposible, esas cosas nunca habían pasado.De repente se empezó a formar un murmullo, todos pensaban lo mismo: de dónde las había sacado, a lo mejor era todo una trampa de los nazis. Sin dudar, le preguntaron y Alex respondió con total tranquilidad:
—Me las dio un señor japonés.
No dijo nada más y la primera película comenzó. Todos pudieron ver la destrucción y conquista de Berlín, con una Alemania humillada tras la Segunda Guerra Mundial.
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De pronto, un actor idéntico a Hitler suicidándose... pero no era un actor, ¡sino el propio Adolf Hitler! Tras esta escena, se cortó la película y los integrantes debatieron, perplejos por la posibilidad de que esto hubiera pasado en una realidad alternativa.
- ¿Cuándo, dónde y cómo se iba a poder falsificar algo así? -pensó Olivia.
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/36.gif" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
Pasados unos minutos, se proyectó la siguiente película, donde varios cazas americanos soltaron dos bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, dos ciudades japonesas, lo que los dejó más asombrados aún. Todo el mundo observó a Alex con duda, con ganas de saber la procedencia de la película, y él respondió que un japonés le había dado esos rollos y otros cuantos, antes de huir de la policía japonesa.
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/34.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
Interrumpiendo a Alex, Olivia comentó que ella tenía un trabajo donde mandan paquetes y cartas y que tiene las ubicaciones de los mandamases alemanes, así como de los estadounidenses que colaboran con ellos. María le dijo que por eso ella era vital para que esta estrategia funcionara. Quizás eso pueda crear un efecto psicológico que haga que los americanos dejen de colaborar con los nazis. Crearía dudas y desconcierto y contribuiría a una rebelión general. Estados Unidos volvería a ser la nación que era. Incluso podrían intentar mandar copias a Europa.
A todos les pareció una genial idea. Todos votan a favor de ese plan.
Después de eso se dio por finalizada la reunión, podían irse. Olivia se sentía satisfecha, sentía que ayudaba con algo importante, tenía una tarea que podría cambiar muchas cosas. Pero cuando salió de la sala y vio aquella puerta sin vigilancia, no lo dudó. Fue disimuladamente, solo quería ver qué había. Cuando abrió la puerta, vio un montón de estanterías con miles de carpetas y folios sueltos. Olivia salió de la sala antes de que la pillaran, pero sabía que iba a volver. Salió, se despidió y volvió a coger el metro para regresar a su casa.
En la sala solo se escuchaban las respiraciones aceleradas de los 25 líderes. Nadie se atrevía a decir nada; se limitaban a escuchar en silencio la votación que definiría la siguiente etapa en la vida de los habitantes alemanes. Cuando se iba a dar el ganador, la sala entera se calló y hubo un silencio absoluto.
En la sala del palacio se escuchó un gran grito anunciando que Himmler fue elegido como el nuevo Führer. En ese momento, Himmler se levantó con gran entusiasmo de su asiento y subió las escaleras despacio, caminando de manera elegante y formal.
Tras el anuncio, von der Leyen concentró su euforia gritando el nombre de Himmler, haciendo así que la sala rompiera en una gran ovación celebrando la victoria del nuevo Führer. En ese momento, todos vitoreaban y bebían felices de tener un nuevo Führer. Pero había una persona que no se lo estaba pasando demasiado bien. Había cierta persona atravesando la puerta de la sala con rabia y coraje: Rommel. Inmediatamente abandonó la sala, dando puñetazos y patadas a la gran mesa, incluso rompió una silla nada más salir de la sala.
Von der Leyen, de repente, tocó una copa con su mano derecha y, alzándola, gritó con una voz grave:
—¡Heil Himmler!
A coro se unieron el resto de líderes, comenzando una ola de aclamaciones.
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/60.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
Tras un rato de halagos hacia Himmler, el nuevo Führer se dispuso a subir al estrado y pronunció el siguiente discurso:
—Queridos hermanos, lo primero antes que todo gracias por darme esta confianza plena, por elegirme como vuestro Führer. Es un honor estar hoy con vosotros. Más de dos días han transcurrido desde el infortunado día en que el pueblo alemán perdió a nuestro querido Führer, pero no podemos parar nuestro proyecto, él no hubiera querido eso. De ahora en adelante, dirigiré la lucha por el honor y por los derechos vitales del pueblo alemán con firme determinación. Os voy a ser totalmente sincero: nunca podré superar a nuestro Dios Adolf Hitler, pero yo sé que voy a ser la mejor versión de mí por todos vosotros.
El Imperio es algo aún pendiente también, pero no dudéis ni por un segundo que lo dejaré de lado. Alemania está cayendo en manos de la tolerancia y la mediocridad. Debemos limpiar las calles de la basura, tanto en Europa como en América, y eso significa acabar con las razas inferiores a nosotros para poder elevar a Alemania a la gloria. Quiero que los sub-humanos trabajen todos para nosotros, que trabajen las 24 horas del día, todos los días. No van a tener descanso, hasta que ellos mismos mueran o se suiciden. Y los que se nieguen a eso, se les maltratará de por vida hasta que ellos mismos no quieran seguir viviendo. Esas son las principales misiones que tengo.
—¡Viva nuestro pueblo y nuestro Reich!
Toda la sala estalló en aplausos. Himmler pidió silencio para decir algo más:
—También quiero anunciar al que me va a apoyar como mi principal colaborador, que es el queridísimo Heinrich von der Leyen.
Al escuchar el nombre de von der Leyen, la sala entera empezó a aplaudir. Todos felicitaban, estaban todos enloquecidos.
—Heinrich von der Leyen, mi gran amigo, solo espero tenerte a mi lado durante mi gobierno y espero verte dispuesto a tomar mi relevo en algún momento de mi vida cuando decida retirarme. Sé que, sin duda alguna, serás un gran sucesor y estoy seguro de que un gran aliado también.
Todos los líderes se levantaron a felicitar al nuevo Führer y a su mano derecha, von der Leyen.
Al día siguiente por la mañana, cuando Himmler entra a su nuevo despacho, después de que le nombraran el nuevo Führer, encuentra una gran foto de él colgada en su despacho, con una gran sonrisa en su cara repleta de orgullo hacia sí mismo. Se sienta en su escritorio admirando su nuevo despacho y empieza a gestionar su papeleo tranquilamente, organizándose ahora que tiene la posibilidad de dominar el mundo.
Después de unas horas, Heinrich von der Leyen acude al despacho de Himmler, ya que este le ha llamado para informarle de un hecho gravísimo. Al llegar al despacho, von der Leyen se para un momento a apreciar la sala repleta de cuadros y reliquias de la guerra, de las cuales resaltaba el documento original de la rendición de EE.UU.
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—Von der Leyen, tengo algo muy importante que comunicarle: tenemos una gran amenaza que nos está dejando en muy mal lugar.
Le muestra un informe que le envían de Estados Unidos, en el que se dice que han detectado unas películas inexplicables, increíblemente realistas, en las que se ve que Alemania y Japón fueron derrotadas en la guerra. Dichas películas se están usando como propaganda contra Alemania y podrían provocar rebeliones masivas.
Von der Leyen no sale de su asombro. Himmler le ordena buscar una manera de acabar con la existencia de esas películas y destruirlas, ya que la gente se debe estar pensando que todo eso es real.
—Bueno, señor, podemos tomar una medida drástica, que sería matar a todo el grupo subversivo que las tiene, destruir todas las copias y que así dejen de expandirse por el resto del mundo.
—¡Sí, esto no puede seguir divulgándose! Tienes que ir a Estados Unidos para conseguir toda la información que ellos tengan y así poder llevar a cabo esta estrategia.
—Perfecto, señor. Esta misma noche cogeré rumbo, junto a los mejores hombres, hacia Estados Unidos. Nosotros supervisaremos toda esta operación desde allí.
—Mucha suerte, von der Leyen. Esta misión quedará en tus manos, no nos defraudes.
Mientras todo esto ocurría, Olivia Freeman estaba en su oficina, trabajando como cada día normal. Lo único que quería era que terminase su jornada para ir a ver a su padre, ya que hoy era su cumpleaños. Así que, al terminar de trabajar, bajó al garaje de la empresa para coger su coche e irse, pero de repente vio a su compañera María Espinoza bajar corriendo las escaleras del garaje y dirigirse hacia ella. Con cara de asombro, dijo estas palabras:
- Olivia, Olivia, necesito hablar contigo urgentemente.
- ¿Qué haces aquí, María?
- De lo que tengo que hablarte es de tu padre. Han ido a su casa.
- ¿Cómo que han ido a su casa? ¿Qué le ha pasado a mi padre? Por favor, te lo pido, dímelo.
- Las SS fueron a tu casa y... tu padre está muerto, Olivia.
Ahí es cuando las lágrimas de Olivia empezaron a caer por sus mejillas y se derrumbó hasta quedar completamente en el suelo. Le pesaban las piernas, el corazón y hasta el alma, no entendía cómo habían podido hacerle eso a la persona que más quería en este mundo. Después de esto, María le dijo a Olivia:
- Olivia, tienes que irte de aquí, o si no, al próximo que maten será a ti ya tu hermano.
Será lo primero que haga, muchas gracias, María. Nos veremos pronto.
Salió de las oficinas y se fue en dirección a casa. Al llegar al barrio, vio a su hermano con un grupo de amigos. Su hermano le sonrió, pero al verle la cara a Olivia, se le cambió la expresión al instante. Olivia, con lágrimas en los ojos, le explicó todo lo que estaba pasando: la muerte de su padre, las películas extrañas y, lo más importante, que tenían que irse inmediatamente si no querían ser los próximos muertos. Juan insistió en pasar por casa y recoger el album de fotos de la familia y algo de dinero. Olivia accedió y fueron rápidamente.
Al cabo de un rato, llegaron a la casa y Olivia insistió en que Juan no subiera. Nada más entrar, vio a su padre muerto y con un gran charco de sangre alrededor suyo. Olivia se quedó mirando el rostro de su padre, muy impactada. Al salir, encontró a Juan junto a miembros de la resistencia: les esperaba un camión para recogerlos.
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Dentro del camión se encontraba Alex Oldfield, quien le dijo a Olivia que se iba a unir a la lucha armada que estaba surgiendo por todo el país. También le dijo que había muchas copias de las películas y que nadie podría destruirlas todas. Algunas incluso iban de contrabando hacia Europa. Olivia sintió algo de consuelo, dentro de la enorme tristeza. Los tres en el camión empezaron un rumbo que no sabían ni cuándo ni dónde iba a terminar, pero lo que sabían era que iba a terminar con un final mejor, costara lo que costara.
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Von der Leyen volvía en su avión privado, rodeado de militares, de vuelta a Alemania. Acababa de supervisar el ataque y destrucción de las películas que se habían ido difundiendo por Estados Unidos. Él mismo había llegado a ver algunas, y aunque había intentado no darle demasiada importancia, no era capaz de sacarlas de su cabeza. Eran unas escenas demasiado realistas como para haberse grabado con efectos especiales, todo estaba demasiado bien hecho y parecía haberse grabado en directo. No tenía sentido, como si fuera una horrible realidad alternativa donde ellos mismos, los nazis, habían perdido la guerra. A pesar de que parecía una realidad devastadora, en el fondo de su mente se preguntaba qué podría haber pasado si eso hubiera sido verdad. Aunque había acabado apoyado a Himmler en su ascenso al poder y ahora era su número dos, cada vez tenía más dudas sobre si había sido o no la decisión correcta. Con Himmler en el poder, pronto todas las razas inferiores serían exterminadas rápidamente, incluidos los judíos. Él especialmente no llegaba a creer del todo toda la propaganda sobre la raza aria, ya que él mismo tenía una amante judía. ¡Oh, su Clara! ¿Cómo iba él a protegerla de Himmler ahora que estaba de su lado? Sentía que la había traicionado al haberse unido a él. ¿Y si él mismo se hubiera presentado como Führer, tal y como Rommel le había pedido? ¿Y si hubiera intentado remodelar el régimen, haciéndolo más tolerante hacia los judíos y las demás razas? ¿Qué le podrían hacer a Clara, o incluso a él, si se descubría que una judía era la amante de un alto cargo? Estas y muchas más preguntas habían estado dando vueltas en su cabeza todo el vuelo, hasta que por fin le anunciaron que habían llegado a Alemania.
Cuando se bajó del avión, iba con un rostro sombrío, con la mirada ida, como si estuviera pensando en otras cosas. Le estaba esperando el coche oficial que lo llevaría de nuevo al Gran Palacio del Führer. El chófer rápidamente notó la preocupación que emanaba de Von der Leyen, pero al preguntarle él cortésmente le dijo que simplemente estaba cansado.
Tras un largo paseo en coche, finalmente llegaron al Gran Palacio. Rápidamente, fue hacia el despacho del Führer, donde Himmler le había citado para darle un comunicado importante. Llegó al despacho y, en efecto, ahí estaba el Gran Führer.
- ¡Lo que has hecho no ha servido para nada! Ya hay copias de esas películas por todos lados. En Francia, Rusia y EEUU han creado grandes levantamientos de masas proclamando la independencia y se han hecho con gran número de armas. Creemos que va a haber una III Guerra Mundial y todo por esas estúpidas películas. ¡Todo es por tu culpa!
- Lo siento mucho señor, pero yo no creo que haya sido culpa mía.
- Tranquilo, querido Von der Leyen. Veamos todo esto como una oportunidad.
- ¿Qué quiere decir, mein Führer?
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Himmler le comenta que es la oportunidad perfecta para erradicar de una vez por todas al resto de razas que no sean superiores, o sea, razas que no sean la aria. De hecho, ha dado órdenes de proceder de manera inmediata, rápida y sin piedad.
Después de que Himmler le diga esto a Heinrich le recorre un escalofrío por el cuerpo.
De camino a casa, piensa en su amante, de la cual esta perdidamente enamorado. ¿Qué será ahora de Clara?
Al llegar a su domicilio su esposa lo abraza con muchísima alegría y le da un beso. Tras esto, Von der Leyen, confundido, empieza a conversar con ella.
- Cariño, me alegro deque este todo bien.
- Pero... qué mosca te ha picado. ¿Por qué estas tan feliz hoy, de repente?
- He tenido buenas noticias, Heinrich.
- ¿Buenas noticias?
- ¿Acaso no lo entiendes? Todos nuestros problemas han desaparecido. ¡Dios, soy tan feliz! Te quiero tanto...
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Leyen le da vueltas en la cabeza, pero no le da mucha importancia. Tras unos instantes, de repente, entiende todo.
Busca una excusa y sale lo más rápido que puede a casa de Clara. Al llegar allí, todo esta tranquilo y algo oscuro, debido a la poca iluminación del barrio, dando una sensación solitaria.
Von der Leyen, tras girar una esquina, ve desde lejos que la casa de su amante ha sido totalmente destruida, solo dejando unos escombros.
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Hiperventilando debido a la angustia, se acerca rápidamente para ver momentosd espués como su querida Clara ha sido aplastada por las paredes de su propia casa. El cadáver putrefacto de Clara se clava en su vista, su cerebro esta aplastado y el cadáver entero está siendo devorado por todo tipo de insectos y ratas.
Von der Leyen no aguantó el asco y la pena y vomitó entre sollozos, despertando la curiosidad de los vecinos que pasaban en silencio.
Vuelve a casa y llama a la puerta. Su mujer abre y sonríe, volviendo a repetir que los problemas se habían solucionado. Heinrich, futuro Führer, se sintió atado a un matrimonio y una vida donde la suerte ni le mira a los ojos.
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[[VOLVER AL INICIO->Reseteo]]Todos los candidatos y sus seguidores se encuentran de nuevo en la sala del Gran Palacio del Führer. Es una sala preciosa, llena de lujos; el oro es el material que destaca y las grandes lámparas hechas con diamantes deslumbran a todos los presentes. Heinrich está nervioso, espera con ansias los resultados, espera haber tomado la decisión correcta y que todo salga bien. De repente, entra por la gran puerta un hombre alto y fuerte con un sobre en la mano. Se dirige hacia el centro de la sala, se hace el silencio y el hombre habla.
—Ya tenemos los resultados de la votación —dice casi gritando.
A continuación, el hombre abre el sobre y saca el papel. Lo lee para sí mismo y acto seguido anuncia el ganador.
—¡Heinrich von der Leyen es el nuevo Führer! Un aplauso para nuestro nuevo líder, por favor.
Todos aplauden y vitorean entusiasmados. Heinrich se levanta de su asiento y sonríe agradecido a todos los presentes. Mientras todos celebran, Himmler sale de la sala, furioso, seguido por sus seguidores. A nadie parece importarle demasiado, así que continúan celebrando, hacen el saludo nazi y gritan: "¡Heil, von der Leyen!". Von der Leyen sube al estrado y hace un breve discurso de agradecimiento.
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Más tarde, cuando todos se están marchando, Rommel se acerca a Heinrich y lo felicita.
—¡Felicidades al nuevo líder! Me alegro de que hayas ganado.
—Muchas gracias, nada hubiese sido posible sin tu ayuda —responde Heinrich.
—Qué va, estoy seguro de que tú lo habrías conseguido solo, pero me gusta ayudar a mi nuevo Führer —Rommel le guiña un ojo—. Además, espero mucho de ti, muchacho. Creo que puedes hacer grandes cosas y espero que conviertas la dictadura en algo mejor.
—Claro que sí. Usted me ha ayudado, así que no le defraudaré.
—Eso espero.
Rommel se despide de Heinrich. Este último recoge sus cosas y espera sentado a que anuncien los resultados en la radio para informar a la gente. Una vez anunciados, se dirige al garaje donde se encuentran los coches que se usan para los desfiles. Heinrich escoge un descapotable negro y se sube en el asiento del conductor. Su mujer aparece acompañada de uno de los sirvientes. Este le abre la puerta y ella se sube. Al ver a su marido, lo felicita. Ambos esperan a que les avisen para salir a desfilar. Unos minutos más tarde, los avisan. Heinrich arranca el coche y sale a la calle.
Lo primero que ve es a la multitud aplaudiendo y coreando su nombre. Niños y niñas, acompañados de sus padres, lo saludan entusiasmados. Miles de papeles de colores caen del cielo. Las trompetas y los tambores suenan con fuerza, tocando el himno de Alemania. Todos sonríen y muestran su apoyo al nuevo Führer.
Alex Oldfield se puso a empaquetar las películas. Las metió en cajas de cartón con un sello que ponía "muy frágil" para que, si le paraban los japoneses, no le abrieran las cajas y así no sospecharan. Con todo empaquetado y listo, Alex se dispuso a coger su camioneta para transportar las antigüedades.
Alex se subió en el vehículo. A un lado, en el asiento del copiloto, dejó varias cajas; en una de ellas se encontraban las películas. Intentó poner su abrigo encima para no levantar sospechas. Estaba nervioso sabiendo la potencia mundial de lo que transportaba y hacia dónde se dirigía. Sabía que se estaba jugando la vida, pero de todos modos no tenía nada que perder, ni hijos ni mujer, ya los había perdido. Le dolía tanto el hecho de no poderlos ver crecer o corretear por el jardín, o de ver a su bella mujer y su hermosa sonrisa que hacía que se olvidara del peligro. No tenía nada que perder, no tenía miedo ni a la muerte, ya que hace tiempo él ya estaba muerto, no era humano.
Alex estaba un poco asustado porque sabía que los japoneses le iban a parar en medio del camino y, si se enteraban de lo que estaba transportando, lo iban a detener. Sin darse cuenta, ya estaba a escasos kilómetros de los controles japoneses. Echó la caja importante al suelo del coche y la metió debajo del asiento del copiloto. En los controles se encontraban soldados de rasgos japoneses armados hasta los dientes, acompañados de dos perros de raza, dos grandes potencias caninas. Paró el coche y bajó la ventanilla. Alex estaba sudando mucho de los nervios. Cuando detuvo el coche, se le acercaron cuatro japoneses.
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-Buenas tardes, señor, ¿hay algún problema? -dijo Alex mientras se quitaba el sudor con la mano.
-Buenas tardes, solo le paramos para ver qué lleva en el maletero. ¿Me lo puede abrir para comprobarlo?
Uno de los agentes se acercó a la ventanilla y el otro paseaba al canino por los laterales del coche.
—¿Hacia dónde se dirige usted y su identificación, por favor? —dijo serio.
—Hacia Nueva York —dijo dándole lo que pidió.
—¿Solo? —dijo mirando hacia el interior de la camioneta.
—No, allí me esperan mis hijos y mi esposa —esas palabras le quemaron la garganta.
—¿Qué lleva ahí? —señaló el asiento del copiloto.
—Ya sabe, agente, ropa y cosas de los niños y de mi mujer. Ya sabe cómo son las mujeres —dijo sonriendo.
Cuando Alex abrió el maletero, miró por el retrovisor la cara del japonés al ver tantas cajas.
-Además estoy de traslado. Soy un anticuario, así que llevo antigüedades de mi antigua tienda -exclamó Alex.
El japonés sacó una navaja para abrir una caja, pero cuando la estaba sacando del bolsillo, llegó otro japonés para decirle que era perder el tiempo abrir las cajas a un buen hombre. Cuando Alex escuchó eso, resopló fuerte y continuó su camino. Pero seguía sudando porque sabía que se iba a encontrar más controles.
Al llegar a la zona de las Montañas Rocosas, había otro control por parte de los residentes de esa zona. Estos eran pobres, mal vestidos, sucios... Cuando le pararon:
-¿Qué llevas ahí atrás? -dijo un hombre mayor.
-No llevo nada, solo unas cosillas de mi traslado -dijo Alex mientras le soltaba un billete de 25$.
-Pasa, caballero -dijo el hombre con una leve sonrisa en la cara.
Cuando Alex se adentró en esa zona, bajó la velocidad para fijarse en los detalles que marcaban esa parte de los Estados Unidos, el estado títere independiente que ocupaba la zona central. Esta región era muy pobre, oscura, con fuego por las aceras para calentarse. La gente vivía en la calle, había mucha delincuencia y desesperanza. Alex no se creía lo que estaba viendo con sus propios ojos.
-¡Madre mía, con lo que fue este estado y en lo que se ha quedado!
Perdió la cuenta de las horas que llevaba conduciendo. Era de noche y tenía que parar y descansar. A lo lejos, vio una gasolinera con un gran letrero de neón que ponía 24h. Paró y se bajó. Vio a un señor de la tercera edad sentado leyendo un libro. Se acercó y el hombre lo miró.
—Buenas noches, ¿tiene café? ¿Y sabe usted de un lugar para poder hospedarme esta noche? —le preguntó.
—Café, allí. Y lugar para dormir aquí no hay. Esto es un lugar de paso, solo estoy yo en todo el trayecto hasta llegar al otro lado —dijo cobrando el café.
—Duerma en su coche —añadió.
Este lugar no tenía pinta de ser muy seguro para hacer eso, pero no quedaba otra opción. Aparcó el coche y echó el asiento hacia atrás. No podía dormir, solo pensaba en lo que estaba por hacer. Estaba un poco nervioso, todavía le quedaba un control, el peor control, el de los alemanes.
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/16.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
A la mañana siguiente, se puso de camino a su destino, no sin antes tomar un buen café. Después de una horas, llegó a otra población. No lo podía creer. Este sitio era un desastre, no podía avanzar tres metros sin encontrar a gente tirada en el suelo en un estado pésimo, jeringuillas esparcidas por el suelo. Esto daba miedo, la gente aquí era muy pobre. Vi una pequeña tienda y decidió parar el coche para comprar lo necesario para aguantar el viaje que le quedaba. Entró en la tienda y apenas había alimentos o cosas de higiene. En el mostrador se encontraba una chica joven de unos 16 años que lo miró y puso cara de asombro.
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/17.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
—Perdona, ¿tienen café? —dijo mirándola.
—¿Cree usted que tenemos café? —dijo en un tono seco.
—Perdona que pregunte, ¿qué le ha sucedido a este lugar? Había escuchado de él, pero no pensaba que fuese así. Me llamo Alex —dijo.
—Bienvenido, Alex, al precioso y maravilloso Estado de las Montañas Rocosas, la zona media —dijo con sarcasmo.
—Le están atracando el coche, señor —dijo un cliente.
Se giró rápidamente y salió hacia el coche gritando.
—¡Eh, vosotros! ¿Qué hacéis? ¡Venid aquí, niñatos! —dijo corriendo hacia los chavales que no llegaban ni a los 14 años.
Corriendo, se acordó de las películas. Fue al asiento del copiloto y metió la mano debajo. El alivio se apoderó de su cuerpo, las películas estaban en su lugar. Sin pensarlo mucho, se montó corriendo y siguió con su trayecto. En la salida del pueblo se encontró otro control, pero este era alemán, porque la siguiente zona estaba ocupada por los alemanes. Cuando detuvo el coche, se acercaron cuatro alemanes para ponerse cada uno en una esquina del coche para que no se escapara.
- Buenas tardes, ¿hacia dónde va usted? -le dijo el alemán.
- Voy hacia Nueva York, señor. Estoy transportando cajas de antigüedades de mi antigua tienda -dijo Alex asustado.
Te vamos a registrar las cajas -exclamó el alemán.
—¿Perdona? Solo quiero pasar. Mi mujer y mis hijos me esperan. Aquí solo llevo pertenencias, objetos de mi familia y de mi negocio —dijo.
—¡Que salga o lo saco yo! —dijo el alemán gritando enfadado.
Salió del coche y tres alemanes se adentraron en él. Sacaron las cajas y revolvieron todo. Él solo pensaba en las películas.
—Jefe, aquí hay algo —dijo sacando las pequeñas cajas donde se encontraban las películas.
—¿Qué es eso, señor? —dijo mirándolo.
No sabía qué hacer, ya había acabado todo. Tenía que pensar en algo.
—Son las grabaciones de mi boda. Soy camarógrafo y siempre viajo con ellas. Cosas de camarógrafos —dijo nervioso.
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/18.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
Los policías se miraron entre sí y soltaron las cajas en su lugar. Le dejaron irse. Pasó las barreras sin problemas y se puso en camino. Solo quedaba una hora para llegar a su destino.
De camino a Nueva York, Alex pasó por Washington para ver cómo había quedado el estado después de la bomba. Al llegar a Washington, hizo lo mismo que en las Montañas Rocosas: bajó la velocidad para contemplar las ruinas que dejó la bomba. Allí estaban los restos de la Casablanca, completamente irreconocibles. Al ver esto, a Alex se le escaparon algunas lágrimas de emoción. Detuvo la camioneta porque quería verlo mejor de cerca, se bajó, se acercó a mirar. Después recordó el peligro de la radiación. y se volvió a montar en su camioneta para continuar su camino a Nueva York.
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/04.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
Después de horas de viaje, tres controles por parte de tres organizaciones distintas, una casi muerte y contemplar las ruinas de Washington, A lo lejos, vio el cartel verde que ponía: NUEVA YORK. Aceleró el coche para poder llegar a su destino final.
No sabía qué hacer, tenía aquel sobre entre las manos, ni siquiera lo había abierto. No se atrevía; temía que si lo abría, su destino estaría dictado y terminaría muerta seguro.
—¿Qué debería hacer? —piensa Olivia—. Si me uno, puede que cambie las cosas, o puede que acabemos muertos.
Las horas de la noche pasan, y Olivia llega a una decisión final. Realmente su cabeza estaba hecha un lío, incluso se había llegado a hacer una lista de pros y contras de lo que pasaría si fuera a esa reunión. La verdad es que había más contras que pros.
—No asistiré a esa reunión, no vale la pena arriesgar el cuello por un sueño imposible. Tengo un buen trabajo, además, no soy solo yo, también es Papá. No puedo arriesgarme a que algo le pase mientras yo no estoy.
Ella ha conseguido un buen trabajo, e ir a la reunión podría poner en peligro tanto a su padre como a su hermano. ¿Por qué arriesgarse? Se acuesta en su cama, mirando hacia el techo, todavía con una expresión pensativa en su rostro, hasta que el cansancio puede con ella y acaba durmiendo.
Ni siquiera iba a abrir aquel sobre, ni quería que nadie viera lo que tenía. Así que, cuando a la mañana siguiente fuera de camino a su nuevo trabajo, rompería el sobre y, mientras caminara, iría tirando pequeños trozos a las distintas papeleras que encontrara por su camino. Cada vez que tirara un trozo, miraría para todos los lados, asegurándose de que nadie se hubiera percatado de lo que ella estaba haciendo.
Al día siguiente, dirigiéndose al trabajo, para en la tiendecita de María para comprar un tentempié para el descanso. No sabía si entrar o no después de aquella conversación en la que María le había entregado el sobre, pero ella no sentía que hubiera hecho nada malo al no asistir a aquella reunión, por lo que se decidió y agarró el pomo de la puerta de la tienda de María y entró.
Desde donde estaba, podía ver toda la tienda, que estaba repleta de estantes. Algunos de ellos tenían comida, otros no tenían nada. Eso podría significar que las ventas habían ido muy bien, pero la realidad era que aunque conseguía sacar bastantes beneficios, no eran los suficientes como para llenar todos los estantes de la tienda, pese a que la tienda no contaba con más de veinte metros cuadrados. Cuando entró a la tienda, María estaba atendiendo amablemente a una de sus clientes habituales, pero rápidamente, en cuanto Olivia puso un pie dentro, su forma de hablar y de actuar cambió completamente. María terminó rápidamente con su clienta y Olivia se acercó a por su café de todas las mañanas.
—Buenos días, María. ¿Qué tal va la mañana? —preguntó Olivia, intentando normalizar la situación y siendo amable.
—Como todas las mañanas —respondió secamente María, lo cual le chocó bastante a Olivia ya que no entendía qué le pasaba.
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/54.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
Rápidamente, Olivia echó una mirada hacia atrás por encima de su hombro y vio que no había nadie cerca y le preguntó a María:
—¿Qué te pasa, María? ¿Estás bien? ¿Por qué me tratas así si no te he hecho nada?
—Eso es lo que me pasa, Olivia. No has ido a la reunión. Pese a todo lo que nos han hecho los nazis, no has querido ayudarnos a luchar. ¿Así que te quedas con los alemanes, eh? —le reprochó María.
—Eso no es justo, María. Debo pensar en la salud de mi padre. Está muy débil últimamente, no puedo arriesgarme a dejar la casa por mucho tiempo y que le pase algo.
—¿Y a América sí le pueden pasar cosas malas?
—María, por favor, no me hagas esto. Sabes que haber ido habría sido cavar mi propia tumba.
—Aquí tienes tu café —dijo María, intentando que la conversación terminara rápidamente.
—María, por favor, quiero hablar contigo sobre mi decisión…
—Invita la casa —dijo María, yendo a atender a un cliente que acababa de llegar.
Olivia cogió el café y salió de la tienda frustrada. No entendía su forma de actuar con ella cuando ir a la reunión era decisión suya y de nadie más.
El resto del día pasa con normalidad, decenas de oficinas llenas con el sonido de los ordenadores tecleando y tecleando. Si Olivia mirase a su alrededor, solo vería cubículos de oficinas exactamente iguales que el suyo, que parecen extenderse infinitamente en todas las direcciones.
Alex, una vez contactado con el grupo secreto, es llevado a un hotelucho pobre y destartalado del barrio para protegerlo de los alemanes y los japoneses. Alex tenía ganas y emoción de conocer al grupo. Los miembros de la resistencia, que ya habían visto las películas, sabían de la importancia que tenía Alex. Incluso estaban esperando en la salida del hotel, con un coche de cristales negros para protegerlo aún más, para que no se pudiese ver nada. El coche se detiene en una calle medio destruida. Es llevado por uno de ellos hasta una puerta de metal en muy mal estado, cerca de unos contenedores. El chico que lo acompañaba tocó la puerta, nadie abría, y luego hizo una especie de contraseña con golpetazos fuertes y cortos. Se escuchó cómo se abrían muchos candados y cadenas, y finalmente la puerta se movió con un chirrido que le perforó el oído a Alex, quien expresó su desagrado tapándose el oído derecho. Apareció una mujer bajita, con gafas, pelo corto y una sonrisa que le achinaba los ojos. Dejó pasar a su compañero y se quedó mirando a Alex, analizándolo. Se metió la mano en una especie de chaquetón largo, que le sobrepasaba las rodillas, y le empezó a hacer preguntas con tono amenazante y sin ningún tipo de remordimiento. El chico que había acompañado a Alex le dijo a la mujer que había venido a la reunión, que era de los suyos y que lo dejara pasar. Bajaron a un sótano: había una sala en el centro y alrededor de ella un montón de pasillos que parecían túneles. Alex estaba atónito; no entendía cómo podían haber construido esa enorme base. El chico llevó a Alex hacia la sala donde se iba a hacer la reunión. Alex llevaba la caja de las películas en la mano.
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/55.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
De pronto, se acerca María Espinoza. María se presenta:
—Hola, encantada de conocerte, Alex. He oído muchas cosas sobre ti.
Alex también se presenta. María le dice a Alex:
—Yo soy la que se está encargando de la reunión de hoy.
Alex empieza a hablar con ella sobre cómo iban a proyectar las películas. María le dice:
—Tranquilo, Alex, de eso ya nos hemos ocupado nosotros. Hemos encontrado un proyector.
Alex, suspirando de alivio, le dice a María:
—Menos mal que tenéis proyector porque yo no había traído nada para verlas.
—No pasa nada, bastante que te has arriesgado para venir aquí.
María le da una sorpresa y le dice que le habían hecho una habitación para él. Alex se lo agradece. Era una habitación sencilla pero limpia: una cama, un lavabo, un escritorio, seguramente lo mejor que había en ese sótano. Alex decidió echarse una pequeña siesta: iba a ser una noche intensa.
Cuando por fin llega la hora de salida, Olivia está mentalmente exhausta y desgastada. No puede esperar a llegar a la cama y tomar una larga siesta. Pero cuando llega a casa, en vez de su cálida cama, la recibe su padre, que parece estar en un estado de alteración.
—¡Olivia, querida! La SS ha venido a casa... Intenté hablar con ellos, pero no escucharon... —su voz se quiebra y empieza a sollozar—. ¡Se han llevado a Juan, Olivia! ¡Y todo por ese estúpido grupo de rebeldes!
Olivia se queda congelada unos segundos, su boca se abre y cierra unas cuantas veces mientras busca palabras que decir. Finalmente, suspira profundamente y dice:
—Padre... No te preocupes, mañana iré a la cárcel y le sacaré de allí. Hablaré con él y con los guardias. Pero ya es muy tarde, y creo que ambos necesitamos descansar.
Después le da un abrazo a su padre y ambos se dirigen a sus cuartos para descansar. Incluso a través de las paredes, Olivia puede escuchar los silenciosos llantos de su padre, y se le dificulta un poco el sueño, pero al final acaba rindiéndose ante el mundo onírico una vez más.
A la mañana siguiente, ella se levanta más temprano de lo habitual y le prepara el desayuno a su padre, para luego dirigirse a la comisaría. Olivia habla con unos guardias y consigue convencerlos de poder hablar con su hermano. Ella es escoltada a la zona de celdas y hasta donde está su hermano, que cuando la ve, la mira con ojos rojizos y llenos de enfado y rabia.
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/56.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
—¿Qué estás haciendo aquí? ¿Vienes a burlarte de mí, eh, traidora? —Juan le grita a Olivia con ira, no queriendo escuchar lo que tenga para decir.
—Hermano... Vengo a sacarte de aquí...
—¡Lárgate de aquí! ¡No te quiero ni ver!
Antes de que pudiese responder, Olivia es escoltada fuera de la comisaría, mientras todavía pueden escucharse los gritos de su hermano de fondo.
Comenzó la reunión del grupo rebelde. María Espinoza anunció que esa noche habría una gran novedad. De repente apagan las luces, y encienden un proyector. María dice:
—Ahora vamos a ver unos fragmentos de unas películas que nos ha traído nuestro buen amigo Alex Oldfield. Por favor, coged aire, porque no vais a poder creerlo. Vamos Alex, explica de qué tratan estas maravillosas películas que nos has traído.
—Pues miren, he traído un par de películas de otro universo posible. Lo crean o no lo crean, tratan sobre la destrucción de Berlín y las bombas atómicas de Japón.
Todos pensaron que era imposible. , esas cosas nunca habían pasado. De repente se empezó a formar un murmullo, todos pensaban lo mismo: de dónde las había sacado, a lo mejor era todo una trampa de los nazis. Sin dudar, le preguntaron y Alex respondió con total tranquilidad:
—Me las dio un señor japonés.
No dijo nada más y la primera película comenzó. Todos pudieron ver la destrucción y conquista de Berlín, con una Alemania humillada tras la Segunda Guerra Mundial.
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/01.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
De pronto, un actor idéntico a Hitler suicidándose... pero no era un actor, ¡sino el propio Adolf Hitler! Tras esta escena, se cortó la película y los integrantes debatieron, perplejos por la posibilidad de que esto hubiera pasado en una realidad alternativa.
- ¿Cuándo, dónde y cómo se iba a poder falsificar algo así? -pensó María.
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/36.gif" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
Pasados unos minutos, se proyectó la siguiente película, donde varios cazas americanos soltaron dos bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, dos ciudades japonesas, lo que los dejó más asombrados aún. Todo el mundo observó a Alex con duda, con ganas de saber la procedencia de la película, y él respondió que un japonés le había dado esos rollos y otros cuantos, antes de huir de la policía japonesa.
Cuando las películas terminaron de proyectarse se hizo el silencio absoluto. Todo el mundo estaba intentando buscar las palabras para describir cómo se sentían y qué creían que debían hacer. Al cabo de unos minutos, la catástrofe comenzó. Todo el mundo comenzó a hablar a la vez unos sobre los otros de tal manera que no se entendía nada; solo se escuchaba el bullicio hasta que alguien puso orden.
—Silencio, por favor. Hablemos de uno en uno y así podremos decidir qué hacer —dijo una voz.
—Hay que distribuirlas, hacerlas ver a todo el mundo. Así se les abrirán los ojos a la gente —dijo otra voz, esta más robusta.
—Sí, pero ¿cómo podemos hacer para que las vea todo el mundo? —dijo la primera voz.
—Podríamos hacer que las proyectaran como un aviso importante de última hora durante las noticias. Así todo el mundo las vería —dijo María.
—Pero proyectarlas podría hacer que nos pillaran y podríamos terminar todos muertos —dijo otra voz.
—Exacto, si nos arriesgamos lo suficiente como para morirnos.
—Es necesario, tenemos que enseñarle a la gente la verdad y esto podría generar un levantamiento mundial contra el régimen nazi, que es lo que queríamos desde un principio.
—Podríamos incluso distribuirlas por toda Europa, sería increíble.
—Sería mucho mejor seguir como hasta ahora, o luchar mediante la violencia contra los comandos y guerrillas.
—Estoy totalmente de acuerdo con ello, podemos atentar contra los nazis alemanes y los colaboradores, podríamos matarlos incluso si es preciso.
El grupo se encuentra totalmente dividido, no se sabe qué va a pasar finalmente. Lo único que se sabe es que no se van a poner todos de acuerdo y que se debe hacer lo mejor para el mundo... o no. Alex lo tiene claro: si hay que atacar, ya sea con películas o con bombas, hay que hacerlo también en el corazón del monstruo: en Berlín. ¿Pero cómo llegar hasta allí?
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/20.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
Hoy estaba siendo un día de mucho trabajo para von der Leyen, el nuevo Führer. Llegó a su despacho, se sentó y esperó a que su secretaria le trajera el que sería el segundo café de la mañana. Entró su secretaria, con el café en una mano y una carpeta en la otra.
—Buenos días, señor. Aquí le dejo su café y este informe que me han hecho llegar urgentemente para que usted lo revise —dijo, sonriéndole.
—Vale, muchas gracias. Ya se puede retirar —dijo, dándole un sorbo a su café y mirando el informe.
—Que tenga buen día —dijo ella, saliendo por la puerta.
Había empezado a implantar sus nuevas políticas para hacer la dictadura algo más reformista. Algunas de estas reformas incluían suavizar la política de razas sin ser tan duro con las consideradas inferiores. Esta medida no era casualidad, ya que con esto pretendía proteger aún más a Clara con las leyes impuestas actualmente. Todo parecía ir según lo que él había previsto, pero, sin embargo, había algunos problemas.
El informe decía que sus nuevas reformas habían causado un gran revuelo en Europa y Estados Unidos, que las personas habían salido a las calles para celebrar las nuevas leyes. Al leer esto, se alegró, pero la alegría se desvaneció al pasar la página y encontrar un apartado que decía en mayúsculas ¡IMPORTANTE! Este indicaba que se estaban produciendo atentados violentos contra dirigentes nazis alemanes y colaboradores, con algunas muertes.
Esto estaba provocando una sensación de inquietud entre los dirigentes. Aquí fallaba algo. Si la gente celebraba las nuevas reformas y se alegraba por la subida de von der Leyen al poder, ¿por qué ahora empezaban a producirse esos atentados?
Mientras leía cómo fueron los atentados, empezó a sospechar sobre quién podía haber dirigido estos ataques. Después de pensarlo y reflexionar un poco, cayó en la cuenta de que podría haber sido Himmler con sus ayudantes, ya que él podría haber planeado aquellos atentados para que la gente quisiera echarle del cargo de Führer y que así no se implementaran más reformas aperturistas.
A primera vista podía llegar a parecer un sinsentido que el propio Himmler atacase a los miembros de su mismo partido. Pero al darle más vueltas, descubrió que todo era parte de uno de sus rigurosos planes para volver al poder: si la gente veía que los opositores nazis empezaban a realizar cada vez más atentados y que ni siquiera el propio Führer podía pararlos, poco a poco la confianza que la gente había puesto en él iría disminuyendo. Y cuando pasara un tiempo, esos ataques y la desconfianza de la gente terminarían haciendo que tuviese que dimitir. Claro, a Himmler no le había hecho gracia que von der Leyen le ganase por un voto, y menos aún que impusiera políticas más moderadas que incluso defendían a lo que él llamaba razas inferiores.
Soltó el informe de golpe, haciendo un fuerte ruido. Entró su secretaria de golpe.
—¿Todo bien, señor? —dijo, dudosa.
—¡NO JODER, NADA ESTÁ BIEN, HIMMLER ESTÁ MATANDO A TODO EL MUNDO! —dijo, tirando todo lo que había a su paso.
—Señor, esta reacción es la que él quiere: que usted caiga en su juego, para volverlo loco y que usted deje el mando. Intenta que la gente no crea en usted y en las reformas —dijo su secretaria.
Ella tenía razón. No podía sofocarse; Himmler quería que cayera en su juego y eso no iba a suceder. Él era el nuevo Führer, el maldito líder.
—Redacte una carta pidiendo más información detallada de los sucesos y organice una reunión lo más pronto posible. Yo me voy a casa, me espera mi mujer —dijo, cogiendo su blazer y saliendo del despacho.
Después de un rato, decidió volver a casa. Se montó en su coche y empezó a conducir hacia allí. Todavía no se había mudado al palacio presidencial con su esposa, así que se alojaban en su gran casa en uno de los barrios más ricos. La casa que tenía estaba bien, y vivía cerca de su amada Clara, además de que tenía que empacar todo para la mudanza y no había tenido tiempo.
Tras unos cinco minutos conduciendo, empezó a llover, así que debía preparar su chaqueta para no acabar empapado. Cuando estaba a punto de llegar a su casa, vio desde lejos una nube gigante de humo.
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/59.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
Asomó la cabeza por la ventana y vio llamas a lo lejos. Esa era su calle. Condujo lo más rápido posible y, al llegar, vio su casa ardiendo. Salió del coche y corrió hacia ella.
Nada más empezar a ver el humo, Von der Leyen aceleró lo más rápido posible hacia su casa. Cuando llegó, encontró su casa totalmente destruida y entre los escombros se encontró la mano de su esposa. Fue corriendo hacia ella, la encontró chorreando de sangre, con sus piernas convertidas en ceniza, su cabeza estaba partida en dos y se le podía ver sus sesos reventados salir de su cavidad craneal. Su cuerpo estaba arañado y rajado, con marcas profundas en las que se les veía sus costillas y los pulmones totalmente carbonizados.
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/94.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
Von der Leyen empezó a llorar desconsoladamente por la muerte de su esposa. Se sentó en el suelo incapaz de reaccionar, incluso cuando se empezó a escuchar la sirena de los bomberas. Solo era capaz de pensar que había perdido la partida, que no era un verdadero líder, que lo mejor para él era dejar de ser Führer y cederle el cargo a Himmler.
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/85.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
[[VOLVER AL INICIO->Reseteo]]En la sala del Palacio del Reich, solo se escuchaban las respiraciones aceleradas de los veinticinco líderes. Nadie se atrevía a decir nada; se limitaban a escuchar en silencio la votación que definiría la siguiente etapa en la vida de los habitantes alemanes. Cuando se iba a dar el ganador, la sala entera se calló y hubo un silencio absoluto.
En la sala del palacio se escuchó un gran grito anunciando que Himmler fue elegido como el nuevo Führer. En ese momento, Himmler se levantó con gran entusiasmo de su asiento y subió las escaleras despacio, caminando de manera elegante y formal.
Tras el anuncio, Von der Leyen concentró su euforia gritando el nombre de Himmler, haciendo así que la sala rompiera en una gran ovación celebrando la victoria del nuevo Führer. En ese momento, todos vitoreaban y bebían felices de tener un nuevo Führer. Pero había una persona que no se lo estaba pasando demasiado bien. Había cierta persona atravesando la puerta de la sala con rabia y coraje: Rommel. Inmediatamente abandonó la sala, dando puñetazos y patadas a la gran mesa, incluso rompió una silla nada más salir de la sala.
Von der Leyen, de repente, tocó una copa con su mano derecha y, alzándola, gritó con una voz grave:
—¡Heil Himmler!
A coro se unieron el resto de líderes, comenzando una ola de aclamaciones. Tras un rato de halagos hacia Himmler, el nuevo Führer se dispuso a subir al estrado y pronunció el siguiente discurso:
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/60.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
—Queridos hermanos, lo primero antes que todo gracias por darme esta confianza plena, por elegirme como vuestro Führer. Es un honor estar hoy con vosotros. Más de dos días han transcurrido desde el infortunado día en que el pueblo alemán perdió a nuestro querido Führer, pero no podemos parar nuestro proyecto, él no hubiera querido eso. De ahora en adelante, dirigiré la lucha por el honor y por los derechos vitales del pueblo alemán con firme determinación. Os voy a ser totalmente sincero: nunca podré superar a nuestro Dios Adolf Hitler, pero yo sé que voy a ser la mejor versión de mí por todos vosotros. El Imperio es algo aún pendiente también, pero no penséis ni por un segundo que lo dejaré de lado. Alemania está cayendo en manos de la tolerancia y la mediocridad. Debemos limpiar las calles de la basura, tanto en Europa como en América, y eso significa acabar con las razas inferiores a nosotros para poder elevar a Alemania a la gloria. Quiero que los sub-humanos trabajen todos para nosotros, que trabajen las veinticuatro horas del día, todos los días. No van a tener descanso, hasta que ellos mismos mueran o se suiciden. Y los que se nieguen a eso, se les maltratará de por vida hasta que ellos mismos no quieran seguir viviendo. Esas son las principales misiones que tengo.
—¡Viva nuestro pueblo y nuestro Reich!
Toda la sala estalló en aplausos. Himmler pidió silencio para decir algo más:
—También quiero anunciar al que me va a apoyar como mi principal colaborador, que es el queridísimo Heinrich Von der Leyen.
Al escuchar el nombre de Von der Leyen, la sala entera empezó a aplaudir. Todos felicitaban, estaban todos enloquecidos.
—Heinrich Von der Leyen, mi gran amigo, solo espero tenerte a mi lado durante mi gobierno y espero verte dispuesto a tomar mi relevo en algún momento de mi vida cuando decida retirarme. Sé que, sin duda alguna, serás un gran sucesor y estoy seguro de que un gran aliado también.
Todos los líderes se levantaron a felicitar al nuevo Führer y a su mano derecha, Von der Leyen.
Al día siguiente por la mañana, cuando Himmler entra a su nuevo despacho, después de que le nombraran el nuevo Führer, encuentra una gran foto de él colgada en su despacho, con una gran sonrisa en su cara repleta de orgullo hacia sí mismo. Se sienta en su escritorio admirando su nuevo despacho y empieza a gestionar su papeleo tranquilamente, organizándose ahora que tiene la posibilidad de dominar el mundo.
Alex Oldfield se puso a empaquetar las películas. Las metió en cajas de cartón con un sello que ponía "muy frágil" para que, si le paraban los japoneses, no le abrieran las cajas y así no sospecharan. Con todo empaquetado y listo, Alex se dispuso a coger su camioneta para transportar las antigüedades.
Alex se subió en el vehículo. A un lado, en el asiento del copiloto, dejó varias cajas; en una de ellas se encontraban las películas. Intentó poner su abrigo encima para no levantar sospechas. Estaba nervioso sabiendo la potencia mundial de lo que transportaba y hacia dónde se dirigía. Sabía que se estaba jugando la vida, pero de todos modos no tenía nada que perder, ni hijos ni mujer, ya los había perdido. Le dolía tanto el hecho de no poderlos ver crecer o corretear por el jardín, o de ver a su bella mujer y su hermosa sonrisa que hacía que se olvidara del peligro. No tenía nada que perder, no tenía miedo ni a la muerte, ya que hace tiempo él ya estaba muerto, no era humano.
Alex estaba un poco asustado porque sabía que los japoneses le iban a parar en medio del camino y, si se enteraban de lo que estaba transportando, lo iban a detener. Sin darse cuenta, ya estaba a escasos kilómetros de los controles japoneses. Echó la caja importante al suelo del coche y la metió debajo del asiento del copiloto. En los controles se encontraban soldados de rasgos japoneses armados hasta los dientes, acompañados de dos perros de raza, dos grandes potencias caninas. Paró el coche y bajó la ventanilla. Alex estaba sudando mucho de los nervios. Cuando detuvo el coche, se le acercaron cuatro japoneses.
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/15.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
-Buenas tardes, señor, ¿hay algún problema? -dijo Alex mientras se quitaba el sudor con la mano.
-Buenas tardes, solo le paramos para ver qué lleva en el maletero. ¿Me lo puede abrir para comprobarlo?
Uno de los agentes se acercó a la ventanilla y el otro paseaba al canino por los laterales del coche.
—¿Hacia dónde se dirige usted y su identificación, por favor? —dijo serio.
—Hacia Nueva York —dijo dándole lo que pidió.
—¿Solo? —dijo mirando hacia el interior de la camioneta.
—No, allí me esperan mis hijos y mi esposa —esas palabras le quemaron la garganta.
—¿Qué lleva ahí? —señaló el asiento del copiloto.
—Ya sabe, agente, ropa y cosas de los niños y de mi mujer. Ya sabe cómo son las mujeres —dijo sonriendo.
Cuando Alex abrió el maletero, miró por el retrovisor la cara del japonés al ver tantas cajas.
-Además estoy de traslado. Soy un anticuario, así que llevo antigüedades de mi antigua tienda -exclamó Alex.
El japonés sacó una navaja para abrir una caja, pero cuando la estaba sacando del bolsillo, llegó otro japonés para decirle que era perder el tiempo abrir las cajas a un buen hombre. Cuando Alex escuchó eso, resopló fuerte y continuó su camino. Pero seguía sudando porque sabía que se iba a encontrar más controles.
Al llegar a la zona de las Montañas Rocosas, había otro control por parte de los residentes de esa zona. Estos eran pobres, mal vestidos, sucios... Cuando le pararon:
-¿Qué llevas ahí atrás? -dijo un hombre mayor.
-No llevo nada, solo unas cosillas de mi traslado -dijo Alex mientras le soltaba un billete de 25$.
-Pasa, caballero -dijo el hombre con una leve sonrisa en la cara.
Cuando Alex se adentró en esa zona, bajó la velocidad para fijarse en los detalles que marcaban esa parte de los Estados Unidos, el estado títere independiente que ocupaba la zona central. Esta región era muy pobre, oscura, con fuego por las aceras para calentarse. La gente vivía en la calle, había mucha delincuencia y desesperanza. Alex no se creía lo que estaba viendo con sus propios ojos.
-¡Madre mía, con lo que fue este estado y en lo que se ha quedado!
Perdió la cuenta de las horas que llevaba conduciendo. Era de noche y tenía que parar y descansar. A lo lejos, vio una gasolinera con un gran letrero de neón que ponía 24h. Paró y se bajó. Vio a un señor de la tercera edad sentado leyendo un libro. Se acercó y el hombre lo miró.
—Buenas noches, ¿tiene café? ¿Y sabe usted de un lugar para poder hospedarme esta noche? —le preguntó.
—Café, allí. Y lugar para dormir aquí no hay. Esto es un lugar de paso, solo estoy yo en todo el trayecto hasta llegar al otro lado —dijo cobrando el café.
—Duerma en su coche —añadió.
Este lugar no tenía pinta de ser muy seguro para hacer eso, pero no quedaba otra opción. Aparcó el coche y echó el asiento hacia atrás. No podía dormir, solo pensaba en lo que estaba por hacer. Estaba un poco nervioso, todavía le quedaba un control, el peor control, el de los alemanes.
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/16.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
A la mañana siguiente, se puso de camino a su destino, no sin antes tomar un buen café. Después de una horas, llegó a otra población. No lo podía creer. Este sitio era un desastre, no podía avanzar tres metros sin encontrar a gente tirada en el suelo en un estado pésimo, jeringuillas esparcidas por el suelo. Esto daba miedo, la gente aquí era muy pobre. Vi una pequeña tienda y decidió parar el coche para comprar lo necesario para aguantar el viaje que le quedaba. Entró en la tienda y apenas había alimentos o cosas de higiene. En el mostrador se encontraba una chica joven de unos 16 años que lo miró y puso cara de asombro.
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/17.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
—Perdona, ¿tienen café? —dijo mirándola.
—¿Cree usted que tenemos café? —dijo en un tono seco.
—Perdona que pregunte, ¿qué le ha sucedido a este lugar? Había escuchado de él, pero no pensaba que fuese así. Me llamo Alex —dijo.
—Bienvenido, Alex, al precioso y maravilloso Estado de las Montañas Rocosas, la zona media —dijo con sarcasmo.
—Le están atracando el coche, señor —dijo un cliente.
Se giró rápidamente y salió hacia el coche gritando.
—¡Eh, vosotros! ¿Qué hacéis? ¡Venid aquí, niñatos! —dijo corriendo hacia los chavales que no llegaban ni a los 14 años.
Corriendo, se acordó de las películas. Fue al asiento del copiloto y metió la mano debajo. El alivio se apoderó de su cuerpo, las películas estaban en su lugar. Sin pensarlo mucho, se montó corriendo y siguió con su trayecto. En la salida del pueblo se encontró otro control, pero este era alemán, porque la siguiente zona estaba ocupada por los alemanes. Cuando detuvo el coche, se acercaron cuatro alemanes para ponerse cada uno en una esquina del coche para que no se escapara.
- Buenas tardes, ¿hacia dónde va usted? -le dijo el alemán.
- Voy hacia Nueva York, señor. Estoy transportando cajas de antigüedades de mi antigua tienda -dijo Alex asustado.
Te vamos a registrar las cajas -exclamó el alemán.
—¿Perdona? Solo quiero pasar. Mi mujer y mis hijos me esperan. Aquí solo llevo pertenencias, objetos de mi familia y de mi negocio —dijo.
—¡Que salga o lo saco yo! —dijo el alemán gritando enfadado.
Salió del coche y tres alemanes se adentraron en él. Sacaron las cajas y revolvieron todo. Él solo pensaba en las películas.
—Jefe, aquí hay algo —dijo sacando las pequeñas cajas donde se encontraban las películas.
—¿Qué es eso, señor? —dijo mirándolo.
No sabía qué hacer, ya había acabado todo. Tenía que pensar en algo.
—Son las grabaciones de mi boda. Soy camarógrafo y siempre viajo con ellas. Cosas de camarógrafos —dijo nervioso.
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/18.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
Los policías se miraron entre sí y soltaron las cajas en su lugar. Le dejaron irse. Pasó las barreras sin problemas y se puso en camino. Solo quedaba una hora para llegar a su destino.
De camino a Nueva York, Alex pasó por Washington para ver cómo había quedado el estado después de la bomba. Al llegar a Washington, hizo lo mismo que en las Montañas Rocosas: bajó la velocidad para contemplar las ruinas que dejó la bomba. Allí estaban los restos de la Casablanca, completamente irreconocibles. Al ver esto, a Alex se le escaparon algunas lágrimas de emoción. Detuvo la camioneta porque quería verlo mejor de cerca, se bajó, se acercó a mirar. Después recordó el peligro de la radiación. y se volvió a montar en su camioneta para continuar su camino a Nueva York.
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/04.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
Después de horas de viaje, tres controles por parte de tres organizaciones distintas, una casi muerte y contemplar las ruinas de Washington, A lo lejos, vio el cartel verde que ponía: NUEVA YORK. Aceleró el coche para poder llegar a su destino final.
No sabía qué hacer, tenía aquel sobre entre las manos, ni siquiera lo había abierto. No se atrevía; temía que si lo abría, su destino estaría dictado y terminaría muerta seguro.
—¿Qué debería hacer? —piensa Olivia—. Si me uno, puede que cambie las cosas, o puede que acabemos muertos.
Las horas de la noche pasan, y Olivia llega a una decisión final. Realmente su cabeza estaba hecha un lío, incluso se había llegado a hacer una lista de pros y contras de lo que pasaría si fuera a esa reunión. La verdad es que había más contras que pros.
—No asistiré a esa reunión, no vale la pena arriesgar el cuello por un sueño imposible. Tengo un buen trabajo, además, no soy solo yo, también es Papá. No puedo arriesgarme a que algo le pase mientras yo no estoy.
Ella ha conseguido un buen trabajo, e ir a la reunión podría poner en peligro tanto a su padre como a su hermano. ¿Por qué arriesgarse? Se acuesta en su cama, mirando hacia el techo, todavía con una expresión pensativa en su rostro, hasta que el cansancio puede con ella y acaba durmiendo.
Ni siquiera iba a abrir aquel sobre, ni quería que nadie viera lo que tenía. Así que, cuando a la mañana siguiente fuera de camino a su nuevo trabajo, rompería el sobre y, mientras caminara, iría tirando pequeños trozos a las distintas papeleras que encontrara por su camino. Cada vez que tirara un trozo, miraría para todos los lados, asegurándose de que nadie se hubiera percatado de lo que ella estaba haciendo.
Al día siguiente, dirigiéndose al trabajo, para en la tiendecita de María para comprar un tentempié para el descanso. No sabía si entrar o no después de aquella conversación en la que María le había entregado el sobre, pero ella no sentía que hubiera hecho nada malo al no asistir a aquella reunión, por lo que se decidió y agarró el pomo de la puerta de la tienda de María y entró.
Desde donde estaba, podía ver toda la tienda, que estaba repleta de estantes. Algunos de ellos tenían comida, otros no tenían nada. Eso podría significar que las ventas habían ido muy bien, pero la realidad era que aunque conseguía sacar bastantes beneficios, no eran los suficientes como para llenar todos los estantes de la tienda, pese a que la tienda no contaba con más de veinte metros cuadrados. Cuando entró a la tienda, María estaba atendiendo amablemente a una de sus clientes habituales, pero rápidamente, en cuanto Olivia puso un pie dentro, su forma de hablar y de actuar cambió completamente. María terminó rápidamente con su clienta y Olivia se acercó a por su café de todas las mañanas.
—Buenos días, María. ¿Qué tal va la mañana? —preguntó Olivia, intentando normalizar la situación y siendo amable.
—Como todas las mañanas —respondió secamente María, lo cual le chocó bastante a Olivia ya que no entendía qué le pasaba.
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/54.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
Rápidamente, Olivia echó una mirada hacia atrás por encima de su hombro y vio que no había nadie cerca y le preguntó a María:
—¿Qué te pasa, María? ¿Estás bien? ¿Por qué me tratas así si no te he hecho nada?
—Eso es lo que me pasa, Olivia. No has ido a la reunión. Pese a todo lo que nos han hecho los nazis, no has querido ayudarnos a luchar. ¿Así que te quedas con los alemanes, eh? —le reprochó María.
—Eso no es justo, María. Debo pensar en la salud de mi padre. Está muy débil últimamente, no puedo arriesgarme a dejar la casa por mucho tiempo y que le pase algo.
—¿Y a América sí le pueden pasar cosas malas?
—María, por favor, no me hagas esto. Sabes que haber ido habría sido cavar mi propia tumba.
—Aquí tienes tu café —dijo María, intentando que la conversación terminara rápidamente.
—María, por favor, quiero hablar contigo sobre mi decisión…
—Invita la casa —dijo María, yendo a atender a un cliente que acababa de llegar.
Olivia cogió el café y salió de la tienda frustrada. No entendía su forma de actuar con ella cuando ir a la reunión era decisión suya y de nadie más.
El resto del día pasa con normalidad, decenas de oficinas llenas con el sonido de los ordenadores tecleando y tecleando. Si Olivia mirase a su alrededor, solo vería cubículos de oficinas exactamente iguales que el suyo, que parecen extenderse infinitamente en todas las direcciones.
Alex, una vez contactado con el grupo secreto, es llevado a un hotelucho pobre y destartalado del barrio para protegerlo de los alemanes y los japoneses. Alex tenía ganas y emoción de conocer al grupo. Los miembros de la resistencia, que ya habían visto las películas, sabían de la importancia que tenía Alex. Incluso estaban esperando en la salida del hotel, con un coche de cristales negros para protegerlo aún más, para que no se pudiese ver nada. El coche se detiene en una calle medio destruida. Es llevado por uno de ellos hasta una puerta de metal en muy mal estado, cerca de unos contenedores. El chico que lo acompañaba tocó la puerta, nadie abría, y luego hizo una especie de contraseña con golpetazos fuertes y cortos. Se escuchó cómo se abrían muchos candados y cadenas, y finalmente la puerta se movió con un chirrido que le perforó el oído a Alex, quien expresó su desagrado tapándose el oído derecho. Apareció una mujer bajita, con gafas, pelo corto y una sonrisa que le achinaba los ojos. Dejó pasar a su compañero y se quedó mirando a Alex, analizándolo. Se metió la mano en una especie de chaquetón largo, que le sobrepasaba las rodillas, y le empezó a hacer preguntas con tono amenazante y sin ningún tipo de remordimiento. El chico que había acompañado a Alex le dijo a la mujer que había venido a la reunión, que era de los suyos y que lo dejara pasar. Bajaron a un sótano: había una sala en el centro y alrededor de ella un montón de pasillos que parecían túneles. Alex estaba atónito; no entendía cómo podían haber construido esa enorme base. El chico llevó a Alex hacia la sala donde se iba a hacer la reunión. Alex llevaba la caja de las películas en la mano. De pronto, se acerca María Espinoza. María se presenta:
—Hola, encantada de conocerte, Alex. He oído muchas cosas sobre ti.
Alex también se presenta. María le dice a Alex:
—Yo soy la que se está encargando de la reunión de hoy.
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/55.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
Alex empieza a hablar con ella sobre cómo iban a proyectar las películas. María le dice:
—Tranquilo, Alex, de eso ya nos hemos ocupado nosotros. Hemos encontrado un proyector.
Alex, suspirando de alivio, le dice a María:
—Menos mal que tenéis proyector porque yo no había traído nada para verlas.
—No pasa nada, bastante que te has arriesgado para venir aquí.
María le da una sorpresa y le dice que le habían hecho una habitación para él. Alex se lo agradece. Era una habitación sencilla pero limpia: una cama, un lavabo, un escritorio, seguramente lo mejor que había en ese sótano. Alex decidió echarse una pequeña siesta: iba a ser una noche intensa.
Cuando por fin llega la hora de salida, Olivia está mentalmente exhausta y desgastada. No puede esperar a llegar a la cama y tomar una larga siesta. Pero cuando llega a casa, en vez de su cálida cama, la recibe su padre, que parece estar en un estado de alteración.
—¡Olivia, querida! La SS ha venido a casa... Intenté hablar con ellos, pero no escucharon... —su voz se quiebra y empieza a sollozar—. ¡Se han llevado a Juan, Olivia! ¡Y todo por ese estúpido grupo de rebeldes!
Olivia se queda congelada unos segundos, su boca se abre y cierra unas cuantas veces mientras busca palabras que decir. Finalmente, suspira profundamente y dice:
—Padre... No te preocupes, mañana iré a la cárcel y le sacaré de allí. Hablaré con él y con los guardias. Pero ya es muy tarde, y creo que ambos necesitamos descansar.
Después le da un abrazo a su padre y ambos se dirigen a sus cuartos para descansar. Incluso a través de las paredes, Olivia puede escuchar los silenciosos llantos de su padre, y se le dificulta un poco el sueño, pero al final acaba rindiéndose ante el mundo onírico una vez más.
A la mañana siguiente, ella se levanta más temprano de lo habitual y le prepara el desayuno a su padre, para luego dirigirse a la comisaría. Olivia habla con unos guardias y consigue convencerlos de poder hablar con su hermano. Ella es escoltada a la zona de celdas y hasta donde está su hermano, que cuando la ve, la mira con ojos rojizos y llenos de enfado y rabia.
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/56.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
—¿Qué estás haciendo aquí? ¿Vienes a burlarte de mí, eh, traidora? —Juan le grita a Olivia con ira, no queriendo escuchar lo que tenga para decir.
—Hermano... Vengo a sacarte de aquí...
—¡Lárgate de aquí! ¡No te quiero ni ver!
Antes de que pudiese responder, Olivia es escoltada fuera de la comisaría, mientras todavía pueden escucharse los gritos de su hermano de fondo.
Comenzó la reunión del grupo rebelde. María Espinoza anunció que esa noche habría una gran novedad. De repente apagan las luces, y encienden un proyector. María dice:
—Ahora vamos a ver unos fragmentos de unas películas que nos ha traído nuestro buen amigo Alex Oldfield. Por favor, coged aire, porque no vais a poder creerlo. Vamos Alex, explica de qué tratan estas maravillosas películas que nos has traído.
—Pues miren, he traído un par de películas de otro universo posible. Lo crean o no lo crean, tratan sobre la destrucción de Berlín y las bombas atómicas de Japón.
Todos pensaron que era imposible. , esas cosas nunca habían pasado. De repente se empezó a formar un murmullo, todos pensaban lo mismo: de dónde las había sacado, a lo mejor era todo una trampa de los nazis. Sin dudar, le preguntaron y Alex respondió con total tranquilidad:
—Me las dio un señor japonés.
No dijo nada más y la primera película comenzó. Todos pudieron ver la destrucción y conquista de Berlín, con una Alemania humillada tras la Segunda Guerra Mundial.
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/01.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
De pronto, un actor idéntico a Hitler suicidándose... pero no era un actor, ¡sino el propio Adolf Hitler! Tras esta escena, se cortó la película y los integrantes debatieron, perplejos por la posibilidad de que esto hubiera pasado en una realidad alternativa.
- ¿Cuándo, dónde y cómo se iba a poder falsificar algo así? -pensó María.
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Pasados unos minutos, se proyectó la siguiente película, donde varios cazas americanos soltaron dos bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, dos ciudades japonesas, lo que los dejó más asombrados aún. Todo el mundo observó a Alex con duda, con ganas de saber la procedencia de la película, y él respondió que un japonés le había dado esos rollos y otros cuantos, antes de huir de la policía japonesa.
Cuando las películas terminaron de proyectarse se hizo el silencio absoluto. Todo el mundo estaba intentando buscar las palabras para describir cómo se sentían y qué creían que debían hacer. Al cabo de unos minutos, la catástrofe comenzó. Todo el mundo comenzó a hablar a la vez unos sobre los otros de tal manera que no se entendía nada; solo se escuchaba el bullicio hasta que alguien puso orden.
—Silencio, por favor. Hablemos de uno en uno y así podremos decidir qué hacer —dijo una voz.
—Hay que distribuirlas, hacerlas ver a todo el mundo. Así se les abrirán los ojos a la gente —dijo otra voz, esta más robusta.
—Sí, pero ¿cómo podemos hacer para que las vea todo el mundo? —dijo la primera voz.
—Podríamos hacer que las proyectaran como un aviso importante de última hora durante las noticias. Así todo el mundo las vería —dijo María.
—Pero proyectarlas podría hacer que nos pillaran y podríamos terminar todos muertos —dijo otra voz.
—Exacto, si nos arriesgamos lo suficiente como para morirnos.
—Es necesario, tenemos que enseñarle a la gente la verdad y esto podría generar un levantamiento mundial contra el régimen nazi, que es lo que queríamos desde un principio.
—Podríamos incluso distribuirlas por toda Europa, sería increíble.
—Sería mucho mejor seguir como hasta ahora, o luchar mediante la violencia contra los comandos y guerrillas.
—Estoy totalmente de acuerdo con ello, podemos atentar contra los nazis alemanes y los colaboradores, podríamos matarlos incluso si es preciso.
El grupo se encuentra totalmente dividido, no se sabe qué va a pasar finalmente. Lo único que se sabe es que no se van a poner todos de acuerdo y que se debe hacer lo mejor para el mundo... o no. Alex lo tiene claro: si hay que atacar, ya sea con películas o con bombas, hay que hacerlo también en el corazón del monstruo: en Berlín. ¿Pero cómo llegar hasta allí?
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Heinrich se encuentra en el Gran Palacio del Führer, acompañado por uno de los guardias de Himmler. Se dirige hacia el despacho del nuevo gobernador, nervioso y con un mal presentimiento. Heinrich llega a la puerta y la toca con firmeza; el guardia se coloca a un lado. Desde dentro de la habitación se escucha a Himmler decir:
—Pase.
Von der Leyen entra, cierra la puerta y se sienta en el pequeño sillón que se encuentra enfrente del escritorio donde Himmler espera sentado, ansioso por comunicar sus planes.
—Mi querida mano derecha, creo que ya sabe para qué está usted aquí, ¿no?
—Me hago una idea, señor, y estoy deseando saber los planes que tiene para nuestro país.
—¡Eso quería escuchar! Me encanta ese entusiasmo que muestras. Creo que hice bien en elegirte como mi mano derecha, muchacho.
—Gracias, señor.
—Bueno, dejémonos de halagos. Te contaré lo que tengo planeado. Lo primero que debo hacer como gobernador es acabar de una vez por todas con las razas inferiores a nosotros. Los judíos son como una plaga de cucarachas; por muchas que mates, siempre aparecen más. Estoy dispuesto a acabar de una vez por todas con ellos. No dejaré que sigan avergonzando a nuestro país. Es más, en mi opinión, Hitler se ablandó cuando obtuvo la victoria. No supo manejar bien todo el poder y lo desperdició. Se olvidó del verdadero enemigo que destruye nuestro país con su presencia. Durante mi reinado, ¡acabaré con todos los judíos! No quedará ni uno, lo juro por Alemania.
—Pero, señor... —dijo von der Leyen intentando intervenir, pero fue rápidamente interrumpido.
—No te preocupes por nada, muchacho. Ya lo tengo todo planeado y, de hecho, el plan ya está casi en marcha. Mañana enviaré a mis mejores hombres a buscar y exterminar de forma inmediata a todos los judíos vivos en Europa y en cualquier parte del mundo. Así no se lo esperarán y no tendrán tiempo de huir.
—Señor, yo no... —von der Leyen volvió a intentar hablar, pero Himmler no escuchaba. Estaba cegado por el poder y no aceptaba ninguna opinión; ya estaba todo decidido para él.
—Una vez que acabe con los dichosos judíos, pondré en marcha el plan La Única Nación, el mejor plan de todos los tiempos. Colonizaré todas las naciones y las convertiré en una única Alemania tan poderosa que nadie será capaz de vencer...
—Señor, sobre lo anterior... —Heinrich lo intentó una última vez, sin éxito. No podía pensar en nada más, le costaba atender a las explicaciones del Führer. Solo pensaba en Clara, la hermosa judía a la que amaba más que a su país. No podía pensar en nada más que en avisarla, esconderla, tenía que hacer algo. Por fin se decidió a hablar:
—Mein Führer, ¿no ha pensado usted que sería mucho mejor educarlos y convencerlos para convertirlos en alemanes? Expandirnos por el mundo mediante la fuerza de nuestra cultura. No queremos controlar a nadie, queremos que formen parte de nosotros y así seremos grandes e invencibles, el mayor territorio de civilización nunca visto, con las tropas más grandes, fuertes y mejor equipadas.
—¡No! ¿Qué barbaridad estás diciendo? ¿Cómo íbamos a aceptar a personas que no fuesen alemanes dentro de nosotros? Sería corrompernos. Además, una vez hiciéramos eso, la mayoría se volverían en contra de nosotros. ¿Acaso no está usted informado de todos los ataques terroristas hacia los nazis? Eso sería un completo desastre.
—Casi se me olvida, hemos recibido información sobre unos rumores. Al parecer, hay unas películas circulando en las que aparece como Alemania, mi querida Alemania, es derrotada. No sabemos si son reales, pero en el caso de que lo sean, hay que destruirlas. Ya he puesto a trabajar a mis mejores investigadores, quienes están intentando encontrarlas —Himmler seguía hablando; le daba igual si von der Leyen escuchaba o no—. Además, mira estos informes.
Himmler le pone los informes en la mano.
—A estos traidores también hay que matarlos. Todos estos atentados terroristas contra dirigentes y colaboradores de nuestra nación deben ser castigados con la muerte. No podemos dejar esto pasar.
Himmler siguió hablando prácticamente solo, ya que Heinrich solo escuchaba trozos de la conversación. Estaba inmerso en sus pensamientos; necesitaba salir de allí y avisar a Clara. No podía perderla de esta manera, no por culpa de su mala decisión. Ahora sabía que nunca debió elegir a Himmler.
Después de un par de días, Olivia vuelve a la comisaría a llevar algo de comida a su hermano. Una vez en la puerta, el guardia se gira hacia Olivia y le dice:
—Lo siento mucho, señorita. Ese prisionero nos ha estado dando problemas desde que lo trajimos. Hoy mismo lo hemos trasladado a un campo de concentración y nadie se tendrá que preocupar por sus rabietas nunca más.
Sin esperar respuesta, el guardia la deja sola y entra en la comisaría. Olivia se queda sola en la calle, con una mirada perdida en el rostro, sintiendo un vacío profundo en su pecho. Las palabras "campo de concentración" resuenan una y otra vez en su cabeza, sonando más alto que el ruido de la ciudad a su alrededor. Ella lo entiende, su hermano va a morir, y lo peor de todo es que Juan tenía razón, es su culpa. Si ella se hubiese unido al grupo rebelde, quizás, solo quizás, podría haberlo salvado. A él y a muchas otras personas. Pero ahora, lo único que puede hacer es llorar, caer al suelo y derrumbarse mientras, impotente, llora al saber que no va a volver a ver a su hermano.
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Después de la reunión, Von der Leyen se va pensativo, porque se da cuenta de que Himmler era un monstruo: quería hacer sufrir a las razas no arias, quería matarlas. Se arrepintió de la decisión de apoyar a ese loco. “Ahora todo cobra sentido. Tendría que haber hecho caso a Rommel, tendría que haber subido yo mismo al poder. Himmler no es solo un dictador, es un monstruo, pero… ¿cómo hemos permitido nosotros, apoyándolo, que subiese al poder sabiendo de antemano las atrocidades que este hombre puede cometer?”
Mientras los pensamientos de Von Der Leyen inundan su cabeza, se dirige a su coche para llegar a su casa. Al subir al coche, en el salpicadero, pudo ver una pequeña foto de Clara, que la tenía un poco escondida para que no la viese su esposa, pero él podía verla y así recordar a su amante todos los días que cogiese el coche. Al verlo le vinieron miles de pensamientos a la cabeza, miles de respuestas y recordó los orígenes judíos de Clara, aquellos que llevaba tanto tiempo ocultando. De pronto lo vio claro: iban a matarla.
En ese mismo momento salió del aparcamiento a toda velocidad, incluso se chocó con una farola y la tiró al suelo, pero eso no le importó, por tal de dirigirse a toda velocidad a casa de su amante.
Los de las SS podrían descubrir que ella es judía en cualquier momento. Va haciendo eses por toda la carretera hasta que giró la manzana de al lado y pudo ver una gran nube negra. Al ver eso, empezó a latir su corazón a toda velocidad, se estaba dando cuenta que sus presentimientos se estaban cumpliendo y eso no le gustaba nada.
Al llegar a el edificio, esperó el ascensor como siempre, deseando que esa nube negra no tenga nada que ver con Clara. Al ver que tardaba mucho el ascensor, echó a correr escaleras arriba, hasta que se quedó sin aliento y llegó en menos de un minuto al sexto piso en el que vivía Clara. Al llegar, desgraciadamente vio cómo la nube negra venía del apartamento de su amante. Encontró la puerta de madera antigua destrozada a pedazos y tirada en el suelo. Consiguió entrar, aunque un poco mareado, ya que el humo era de esos que se te metía hasta en el interior de los pulmones. Von der Leyen encuentra el piso destrozado: las ventanas rotas, cortinas en el suelo, los armarios desperdigados por el suelo,... Tras inspeccionar el apartamento, Heinrich no encontró ninguna presencia humana en el lugar.
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“¡Clara!, ¡Clara contestame dime que estás aquí!”, pero Clara no daba señales de vida, después de investigar toda la casa y cada rincón, sale afuera y ve que hay un vecino y le pregunta sobre qué ha pasado.
– Señor, si a la que busca es a Clara, deje de buscarla. A esa asquerosa traidora se la han llevado, llevaba mintiendonos demasiado tiempo y ya era hora de que pagase por sus mentiras. ¿Sabía que era una maldita judía?
Después de escuchar esas palabras Von der Leyen no dijo nada y se fue corriendo hacia el coche, encendió el coche y con lágrimas cayendo por su rostro, sintiendo un gran dolor en el pecho, se dirigió a su casa, pero por el camino estaba tratando de armar un plan.
”¿Debería confesarle a Himmler que Clara es mi amante? Resulta absurdo, ya que todos sabemos cómo es Himmler. Lo único que le interesa es llegar a la existencia de una única raza aria, bajo ningún concepto haría una excepción por mi”.
Heinrich comenzaba a entrar en la locura. El sentimiento de culpa y arrepentimiento invadía constantemente la cabeza de Von der Leyen, preguntándose continuamente el por qué de esta situación. Pasados unos minutos, Heinrich está a punto de llegar a su casa, cuando de repente un estruendo recorre las calles de Berlín. Von der Leyen, asustado, se encuentra con su casa destrozada y en llamas. Con la adrenalina del momento, se acerca a los escombros, para comprobar si queda algún superviviente.
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Von der Leyen no se lo podía creer, él creía que estaba en un sueño, todavía le pitaban los oídos por la explosión Se acercó a lo que quedaba de su casa. Vio a su mujer muerta, no se lo podía creer, se golpeó dos veces la cara para ver si estaba soñando o no y no, no estaba soñando, se puso a pensar entre las llamas, las ruinas y el cuerpo de su mujer. Pensó sobre quién podría haber sido el que ha hecho esto. ¿Acaso los grupos terroristas de la resistencia de los que le habló Himmler? Todo el mundo odiaba a los alemanes. ¿Y acaso no tenían razón?
Sollozando a lagrima viva mientras buscaba explicaciones y maldecía a Himmler, acusándolo de ser el causante de la muerte de todo lo que ama, saca su pistola, la coloca en su boca y aprieta el gatillo. Instantáneamente estalló su cabeza, llenando los escombros con manchas de sangre y acabando con la vida de alguien que creyó que Alemania y el mundo podrían haber sido un lugar mejor.
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[[VOLVER AL INICIO->Reseteo]]Alex siguió con su vida. Volvió a su tienda de antigüedades y siguió con su rutina diaria, buscando una vida apaciguada resguardada en la cobardía. No llevaría las películas, aunque no las rompió ni se deshizo de ellas; simplemente las cogió, las metió en una caja y las guardó en el lugar más oculto de la tienda, que era una pequeña habitación que consideraba su almacén.
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Después de todo, a Alex le daba igual todo; lo había perdido todo en la guerra, a su familia. Al guardar la caja con las películas, decidió preguntarle a su amigo Akira Takemitsu, cuando lo volviera a ver, qué eran esas películas tan extrañas. ¿Cuándo lo volvería a ver? ¿Lograría Akira escapar de los que le perseguían? Tras cerrar la tienda, porque era la hora de cerrar, miró el teléfono, pero seguía sin haber noticias de Akira. Alex se puso en el peor lugar, pero decidió irse a su casa a descansar y no darle tanta importancia.
Unos días después, Alex se levantó, se tomó su café y se dispuso hacia la tienda para abrirla. Al meter la llave y girarla para abrir la chapa, al poner la mano para subir la chapa hacia arriba, escuchó un ruido de unas sirenas. No le dio importancia y terminó de subir la chapa. Al terminar de subir la chapa, se giró y se encontró con seis agentes japoneses detrás de él. Sin mediar ninguna palabra, los seis agentes entraron armados a la tienda y rebuscaron por cada esquina. Alex intentaba pararlos, pero no pudo.
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Montaron un alboroto frente a un cliente, le dispararon y cayó sin vida en el suelo, con una bala atravesando su cráneo y varios objetos del mostrador. Después, amenazaron a Oldfield de muerte y le pidieron explicaciones y la localización de esos rollos de películas. Alex estaba atónito por la muerte del cliente frente a sus ojos. Los japoneses dispararon cerca de él para que reaccionara y le repitieron la pregunta. Alex les preguntó su identidad: ¿Quiénes eran? ¿Por qué habían entrado? ¿Por qué había muerto ese pobre cliente? Pero desprecian sus preguntas y le pegaron una paliza en medio de la tienda. Después, lo dejaron en el suelo. Entonces, recordó las películas.
La única escapatoria que tenía era intentar quemar la caja con las películas. En la tienda, por suerte, tenía un mechero. No se lo pensó dos veces y cogió el mechero, y cuando iba a entrar al almacén, los agentes con la culata de la pistola noquearon a Alex. Después de diez minutos, Alex se levantó y lo primero que vio fueron los seis agentes y la caja frente a ellos. Sin preguntar nada, los agentes esposaron a Alex y lo montaron al coche. Alex escuchó a los agentes hablar por teléfono con alguien importante y escuchó a dónde lo iban a llevar: a un campo de prisioneros a tres horas desde donde estaban. Tras escuchar eso, perdió el conocimiento.
Al despertarse, el coche se encontraba parado y, al mirar a su derecha por la ventana, vio un gran edificio, todo destruido, con un gran muro que lo rodeaba con alambres de espino por encima del muro. Alex se quedó paralizado dos segundos, y un agente abrió la puerta del coche, lo sacó a la fuerza, lo tiró al suelo y le dijo que se pusiese a caminar o lo iba a dejar sin piernas. Alex se levantó y se puso a andar, hasta entrar al lugar. El lugar era lo más desastroso y loco que alguien podría llegar a ver en su vida; había gente sin vida desangrada por el suelo y nadie se paraba a recogerlos. Al ver todo esto, Alex no se lo podía creer; él nunca se podría imaginar todo lo que acababa de ocurrir en menos de cinco minutos en aquel desastroso lugar. A la media hora, Alex decidió echarse a dormir en el suelo, buscó un lugar más o menos limpio y se quedó allí. Nada más echarse y cerrar los ojos, empezó a recibir golpes con porras, latigazos con cinturones hechos de un material duro. Alex solo suplicaba que parasen, pero cuanto más suplicaba, más le pegaban. Al rato, los soldados decidieron irse, lo dejaron tirado en el suelo con muchas marcas de golpes por todo el cuerpo.
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Después de la paliza que le dieron a Alex, un prisionero se acercó, le tendió su mano y lo ayudó a levantarse.
—Muchas gracias por ayudarme —dijo dolorido—. ¿Cómo te llamas y por qué has decidido ayudarme?
—No hace falta que las des. Yo me llamo Haruto Minato y la verdad no sé por qué me he acercado a ayudarte.
—No es posible, ¿qué haces aquí si eres uno de ellos? Eres japonés —dijo con tono sorprendido.
—Ya lo sé, estoy aquí porque soy uno de los pocos que no está de acuerdo con las decisiones que están tomando. Entonces, me rebelé... y aquí estoy.
De repente, se acercó un agente y empezó a gritar:
—¡¿Qué hacéis ahí parados?! ¡Poneos a trabajar ahora mismo o yo mismo os arrancaré la cabeza!
Mientras decía esto, el agente estaba desenfundando un machete de largo alcance. Haruto Minato y Alex no tardaron ni menos de diez segundos en ponerse a trabajar. Pasaron las horas y ya se había hecho de noche. Entonces, decidieron irse a la celda a descansar, o por lo menos a intentarlo. En el transcurso de ir a la celda, a Haruto Minato se lo llevó un agente, como si lo hubiesen raptado, y Alex se quedó en shock; no supo reaccionar y salió corriendo hasta llegar a su celda. Desde ese momento, ya no supo nada más sobre él.
Olivia no sabía qué hacer, tenía aquel sobre entre las manos, ni siquiera lo había abierto. No se atrevía; temía que si lo abría, su destino estaría dictado y terminaría muerta seguro.
—¿Qué debería hacer? —piensa Olivia—. Si me uno, puede que cambie las cosas, o puede que acabemos muertos.
Las horas de la noche pasan, y Olivia llega a una decisión final. Realmente su cabeza estaba hecha un lío, incluso se había llegado a hacer una lista de pros y contras de lo que pasaría si fuera a esa reunión. La verdad es que había más contras que pros.
—No asistiré a esa reunión, no vale la pena arriesgar el cuello por un sueño imposible. Tengo un buen trabajo, además, no soy solo yo, también es papá. No puedo arriesgarme a que algo le pase mientras yo no estoy.
Ella ha conseguido un buen trabajo, e ir a la reunión podría poner en peligro tanto a su padre como a su hermano. ¿Por qué arriesgarse? Se acuesta en su cama, mirando hacia el techo, todavía con una expresión pensativa en su rostro, hasta que el cansancio puede con ella y acaba durmiendo.
Ni siquiera iba a abrir aquel sobre, ni quería que nadie viera lo que tenía. Así que, cuando a la mañana siguiente fuera de camino a su nuevo trabajo, rompería el sobre y, mientras caminara, iría tirando pequeños trozos a las distintas papeleras que encontrara por su camino. Cada vez que tirara un trozo, miraría para todos los lados, asegurándose de que nadie se hubiera percatado de lo que ella estaba haciendo.
Al día siguiente, dirigiéndose al trabajo, para en la tiendecita de María para comprar un tentempié para el descanso. No sabía si entrar o no después de aquella conversación en la que María le había entregado el sobre, pero ella no sentía que hubiera hecho nada malo al no asistir a aquella reunión, por lo que se decidió y agarró el pomo de la puerta de la tienda de María y entró.
Desde donde estaba, podía ver toda la tienda, que estaba repleta de estantes. Algunos de ellos tenían comida, otros no tenían nada. Eso podría significar que las ventas habían ido muy bien, pero la realidad era que aunque conseguía sacar bastantes beneficios, no eran los suficientes como para llenar todos los estantes de la tienda, pese a que la tienda no contaba con más de veinte metros cuadrados. Cuando entró a la tienda, María estaba atendiendo amablemente a una de sus clientes habituales, pero rápidamente, en cuanto Olivia puso un pie dentro, su forma de hablar y de actuar cambió completamente. María terminó rápidamente con su clienta y Olivia se acercó a por su café de todas las mañanas.
—Buenos días, María. ¿Qué tal va la mañana? —preguntó Olivia, intentando normalizar la situación y siendo amable.
—Como todas las mañanas —respondió secamente María, lo cual le chocó bastante a Olivia ya que no entendía qué le pasaba.
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Rápidamente, Olivia echó una mirada hacia atrás por encima de su hombro y vio que no había nadie cerca y le preguntó a María:
—¿Qué te pasa, María? ¿Estás bien? ¿Por qué me tratas así si no te he hecho nada?
—Eso es lo que me pasa, Olivia. No has ido a la reunión. Pese a todo lo que nos han hecho los nazis, no has querido ayudarnos a luchar. ¿Así que te quedas con los alemanes, eh? —le reprochó María.
—Eso no es justo, María. Debo pensar en la salud de mi padre. Está muy débil últimamente, no puedo arriesgarme a dejar la casa por mucho tiempo y que le pase algo.
—¿Y a América sí le pueden pasar cosas malas?
—María, por favor, no me hagas esto. Sabes que haber ido habría sido cavar mi propia tumba.
—Aquí tienes tu café —dijo María, intentando que la conversación terminara rápidamente.
—María, por favor, quiero hablar contigo sobre mi decisión…
—Invita la casa —dijo María, yendo a atender a un cliente que acababa de llegar.
Olivia cogió el café y salió de la tienda frustrada. No entendía su forma de actuar con ella cuando ir a la reunión era decisión suya y de nadie más.
El resto del día pasa con normalidad, decenas de oficinas llenas con el sonido de los ordenadores tecleando y tecleando. Si Olivia mirase a su alrededor, solo vería cubículos de oficinas exactamente iguales que el suyo, que parecen extenderse infinitamente en todas las direcciones.
En la sala del Palacio del Reich, solo se escuchaban las respiraciones aceleradas de los veinticinco líderes. Nadie se atrevía a decir nada; se limitaban a escuchar en silencio la votación que definiría la siguiente etapa en la vida de los habitantes alemanes. Cuando se iba a dar el ganador, la sala entera se calló y hubo un silencio absoluto.
En la sala del palacio se escuchó un gran grito anunciando que Himmler fue elegido como el nuevo Führer. En ese momento, Himmler se levantó con gran entusiasmo de su asiento y subió las escaleras despacio, caminando de manera elegante y formal.
Tras el anuncio, Von der Leyen concentró su euforia gritando el nombre de Himmler, haciendo así que la sala rompiera en una gran ovación celebrando la victoria del nuevo Führer. En ese momento, todos vitoreaban y bebían felices de tener un nuevo Führer. Pero había una persona que no se lo estaba pasando demasiado bien. Había cierta persona atravesando la puerta de la sala con rabia y coraje: Rommel. Inmediatamente abandonó la sala, dando puñetazos y patadas a la gran mesa, incluso rompió una silla nada más salir de la sala.
Von der Leyen, de repente, tocó una copa con su mano derecha y, alzándola, gritó con una voz grave:
—¡Heil Himmler!
A coro se unieron el resto de líderes, comenzando una ola de aclamaciones. Tras un rato de halagos hacia Himmler, el nuevo Führer se dispuso a subir al estrado y pronunció el siguiente discurso:
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/60.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
—Queridos hermanos, lo primero antes que todo gracias por darme esta confianza plena, por elegirme como vuestro Führer. Es un honor estar hoy con vosotros. Más de dos días han transcurrido desde el infortunado día en que el pueblo alemán perdió a nuestro querido Führer, pero no podemos parar nuestro proyecto, él no hubiera querido eso. De ahora en adelante, dirigiré la lucha por el honor y por los derechos vitales del pueblo alemán con firme determinación. Os voy a ser totalmente sincero: nunca podré superar a nuestro Dios Adolf Hitler, pero yo sé que voy a ser la mejor versión de mí por todos vosotros. El Imperio es algo aún pendiente también, pero no penséis ni por un segundo que lo dejaré de lado. Alemania está cayendo en manos de la tolerancia y la mediocridad. Debemos limpiar las calles de la basura, tanto en Europa como en América, y eso significa acabar con las razas inferiores a nosotros para poder elevar a Alemania a la gloria. Quiero que los sub-humanos trabajen todos para nosotros, que trabajen las veinticuatro horas del día, todos los días. No van a tener descanso, hasta que ellos mismos mueran o se suiciden. Y los que se nieguen a eso, se les maltratará de por vida hasta que ellos mismos no quieran seguir viviendo. Esas son las principales misiones que tengo.
—¡Viva nuestro pueblo y nuestro Reich!
Toda la sala estalló en aplausos. Himmler pidió silencio para decir algo más:
—También quiero anunciar al que me va a apoyar como mi principal colaborador, que es el queridísimo Heinrich Von der Leyen.
Al escuchar el nombre de Von der Leyen, la sala entera empezó a aplaudir. Todos felicitaban, estaban todos enloquecidos.
—Heinrich Von der Leyen, mi gran amigo, solo espero tenerte a mi lado durante mi gobierno y espero verte dispuesto a tomar mi relevo en algún momento de mi vida cuando decida retirarme. Sé que, sin duda alguna, serás un gran sucesor y estoy seguro de que un gran aliado también.
Todos los líderes se levantaron a felicitar al nuevo Führer y a su mano derecha, Von der Leyen.
Al día siguiente por la mañana, cuando Himmler entra a su nuevo despacho, después de que le nombraran el nuevo Führer, encuentra una gran foto de él colgada en su despacho, con una gran sonrisa en su cara repleta de orgullo hacia sí mismo. Se sienta en su escritorio admirando su nuevo despacho y empieza a gestionar su papeleo tranquilamente, organizándose ahora que tiene la posibilidad de dominar el mundo.
Dos grandes hombres entraron en la celda de Alex Oldfield: lo cogieron de los brazos de manera tajante y se lo llevaron. Al bajar las escaleras, se encontraron con una puerta. El guardia la tocó con fuerza y un hombre de gran tamaño les abrió. En silencio, el guardia entró y sentó con fuerza a Alex en una silla que parecía bastante resistente. Comenzó a atarlo y Oldfield temió lo peor. Una vez terminó de atarlo, el guardia se retiró y se puso al lado de la puerta.
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Apagaron la luz y encendieron un flexo con una luz potente, que hizo que las pupilas de Alex se empequeñecieran y los ojos se le pusieran un poco llorosos. Su cara mostraba confusión; no sabía qué había hecho mal y pensaba que había ayudado. Los hombres empezaron a murmurar entre ellos, y al rato uno de ellos dijo:
—Así que tú eres al que llaman Alex Oldfield, ¿verdad?
—Oldfield, podemos hacer esto de forma fácil o podemos hacerlo difícil, tú decides.
—Esto es muy fácil: nosotros preguntamos, tú respondes. ¿Fácil, verdad?
Alex asintió sin decir nada al respecto.
—Primera y última pregunta: ¿de dónde has sacado las películas? —dijo tajante.
—Las encontré en un mercadillo que hay cerca de mi casa. Las iba a vender en mi tienda, en la sección de cine.
—¡Ja, ja, ja, ja! —soltó una carcajada—. Crees que somos tontos. Di la verdad de una vez o tomaré medidas; no estamos para perder el tiempo.
—Es la verdad, lo juro —dijo desesperado Alex.
—Se acabó. Te he dado la oportunidad, Alex. Pensaba que eras un hombre inteligente y que te gustaba hacer las cosas fáciles, pero se ve que no.
—Espera, ¿qué vas a…?
Le dio una bofetada que lo tiró de la silla y dejó a Alex inconsciente en el suelo. Le pusieron una bolsa mojada en la cabeza y, con una picana eléctrica, le iban dando descargas. Estuvo recibiendo descargas durante cinco minutos.
—Trae el cubo de agua —el guardia le acercó el cubo y el hombre lo cogió. Acercó la cabeza de Alex y la metió dentro del cubo. Alex notaba cómo le faltaba la respiración y, angustiado, movía su cuerpo intentando zafarse de su agarre. Tras unos segundos demasiado largos, el hombre sacó la cabeza del cubo—. ¿Vas a responder bien a mi pregunta o continuamos?
Alex respiraba agitadamente, cogiendo todo el aire posible, pero no respondió a la pregunta del hombre. Así que este volvió a repetir la acción unas cuantas veces hasta que se cansó y cogió el martillo.
—¿Estás seguro de que no quieres hablar?
Alex lo miró con desprecio, pero no respondió.
—Bien, como quieras entonces. Veo que te gusta sufrir, así que haremos que lo disfrutes.
El hombre cogió la mano de Alex y la puso sobre una mesa. Acto seguido, cogió el martillo y le golpeó justo en el centro, haciendo que todos los huesos de la mano se quebrasen. Alex sintió el dolor recorrer todo su cuerpo, gritó con la fuerza que le quedaba y ahí fue cuando el miedo actuó e hizo un gesto indicando que quería confesar:
—Ya veo que te has decidido a hablar. Te creo. Espero que no seas tan necio de mentirme a la cara y más sabiendo que te irá peor si no es cierto.
—Ya, ya, ya, no puedo más, no aguanto más. Hablaré, hablaré —le quitan la bolsa mojada de la cabeza—. No sé de qué son esas películas, solo sé que me las trajo un japonés llamado Akira Takemitsu. Dijo algo sobre que había diversos universos, pero no entendí nada.
—Vale, tenemos lo que queríamos. Soltadlo.
Cuando por fin llega la hora de salida, Olivia está mentalmente exhausta y desgastada. No puede esperar a llegar a la cama y tomar una larga siesta. Pero cuando llega a casa, en vez de su cálida cama, la recibe su padre, que parece estar en un estado de alteración.
—¡Olivia, querida! La SS ha venido a casa... Intenté hablar con ellos, pero no escucharon... —su voz se quiebra y empieza a sollozar—. ¡Se han llevado a Juan, Olivia! ¡Y todo por ese estúpido grupo de rebeldes!
Olivia se queda congelada unos segundos, su boca se abre y cierra unas cuantas veces mientras busca palabras que decir. Finalmente, suspira profundamente y dice:
—Padre... No te preocupes, mañana iré a la cárcel y le sacaré de allí. Hablaré con él y con los guardias. Pero ya es muy tarde, y creo que ambos necesitamos descansar.
Después le da un abrazo a su padre y ambos se dirigen a sus cuartos para descansar. Incluso a través de las paredes, Olivia puede escuchar los silenciosos llantos de su padre, y se le dificulta un poco el sueño, pero al final acaba rindiéndose ante el mundo onírico una vez más.
A la mañana siguiente, ella se levanta más temprano de lo habitual y le prepara el desayuno a su padre, para luego dirigirse a la comisaría. Olivia habla con unos guardias y consigue convencerlos de poder hablar con su hermano. Ella es escoltada a la zona de celdas y hasta donde está su hermano, que cuando la ve, la mira con ojos rojizos y llenos de enfado y rabia.
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—¿Qué estás haciendo aquí? ¿Vienes a burlarte de mí, eh, traidora? —Juan le grita a Olivia con ira, no queriendo escuchar lo que tenga para decir.
—Hermano... Vengo a sacarte de aquí...
—¡Lárgate de aquí! ¡No te quiero ni ver!
Antes de que pudiese responder, Olivia es escoltada fuera de la comisaría, mientras todavía pueden escucharse los gritos de su hermano de fondo.
Heinrich se encuentra en el Gran Palacio del Führer, acompañado por uno de los guardias de Himmler. Se dirige hacia el despacho del nuevo gobernador, nervioso y con un mal presentimiento. Heinrich llega a la puerta y la toca con firmeza; el guardia se coloca a un lado. Desde dentro de la habitación se escucha a Himmler decir:
—Pase.
Von der Leyen entra, cierra la puerta y se sienta en el pequeño sillón que se encuentra enfrente del escritorio donde Himmler espera sentado, ansioso por comunicar sus planes.
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—Mi querida mano derecha, creo que ya sabe para qué está usted aquí, ¿no?
—Me hago una idea, señor, y estoy deseando saber los planes que tiene para nuestro país.
—¡Eso quería escuchar! Me encanta ese entusiasmo que muestras. Creo que hice bien en elegirte como mi mano derecha, muchacho.
—Gracias, señor.
—Bueno, dejémonos de halagos. Te contaré lo que tengo planeado. Lo primero que debo hacer como gobernador es acabar de una vez por todas con las razas inferiores a nosotros. Los judíos son como una plaga de cucarachas; por muchas que mates, siempre aparecen más. Estoy dispuesto a acabar de una vez por todas con ellos. No dejaré que sigan avergonzando a nuestro país. Es más, en mi opinión, Hitler se ablandó cuando obtuvo la victoria. No supo manejar bien todo el poder y lo desperdició. Se olvidó del verdadero enemigo que destruye nuestro país con su presencia. Durante mi reinado, ¡acabaré con todos los judíos! No quedará ni uno, lo juro por Alemania.
—Pero, señor... —dijo von der Leyen intentando intervenir, pero fue rápidamente interrumpido.
—No te preocupes por nada, muchacho. Ya lo tengo todo planeado y, de hecho, el plan ya está casi en marcha. Mañana enviaré a mis mejores hombres a buscar y exterminar de forma inmediata a todos los judíos vivos en Europa y en cualquier parte del mundo. Así no se lo esperarán y no tendrán tiempo de huir.
—Señor, yo no... —von der Leyen volvió a intentar hablar, pero Himmler no escuchaba. Estaba cegado por el poder y no aceptaba ninguna opinión; ya estaba todo decidido para él.
—Una vez que acabe con los dichosos judíos, pondré en marcha el plan La Única Nación, el mejor plan de todos los tiempos. Colonizaré todas las naciones y las convertiré en una única Alemania tan poderosa que nadie será capaz de vencer...
—Señor, sobre lo anterior... —Heinrich lo intentó una última vez, sin éxito. No podía pensar en nada más, le costaba atender a las explicaciones del Führer. Solo pensaba en Clara, la hermosa judía a la que amaba más que a su país. No podía pensar en nada más que en avisarla, esconderla, tenía que hacer algo. Por fin se decidió a hablar:
—Mein Führer, ¿no ha pensado usted que sería mucho mejor educarlos y convencerlos para convertirlos en alemanes? Expandirnos por el mundo mediante la fuerza de nuestra cultura. No queremos controlar a nadie, queremos que formen parte de nosotros y así seremos grandes e invencibles, el mayor territorio de civilización nunca visto, con las tropas más grandes, fuertes y mejor equipadas.
—¡No! ¿Qué barbaridad estás diciendo? ¿Cómo íbamos a aceptar a personas que no fuesen alemanes dentro de nosotros? Sería corrompernos. Además, una vez hiciéramos eso, la mayoría se volverían en contra de nosotros. ¿Acaso no está usted informado de todos los ataques terroristas hacia los nazis? Eso sería un completo desastre.
Himmler seguía hablando; le daba igual si von der Leyen escuchaba o no
— Además, mira estos informes.
Himmler le pone unos documentos en la mano.
—A estos traidores también hay que matarlos. Todos estos atentados terroristas contra dirigentes y colaboradores de nuestra nación deben ser castigados con la muerte. No podemos dejar esto pasar.
Himmler siguió hablando prácticamente solo, ya que Heinrich solo escuchaba trozos de la conversación. Estaba inmerso en sus pensamientos; necesitaba salir de allí y avisar a Clara. No podía perderla de esta manera, no por culpa de su mala decisión. Ahora sabía que nunca debió elegir a Himmler.
Alex Oldfield ni siquiera era capaz de determinar si estaba vivo o muerto. Los guardias lo llevan a una celda con barrotes de hierro y vigilada por dos guardias de aspecto amenazante. Alex tenía una venda en los ojos y otra en la boca. Al llegar, lo arrojan al suelo como si fuese basura. Alex se levanta y mira alrededor para descubrir a su nuevo compañero de celda, Akira Takemitsu. Este lo mira horrorizado y le ayuda a levantarse.
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—Amigo mío, ¿qué te han hecho? Te ves horrible —exclamó Akira horrorizado.
—Lo siento… lo siento mucho, Akira. He confesado todo, he dado tu nombre, ahora irán a por ti. Perdóname, tampoco he difundido las películas. Ahora sé que debí hacerlo —dijo Alex sollozando.
Akira suspiró.
—Tranquilo, Alex. Está bien. Siento que de algún modo este era mi destino. Lo hecho, hecho está; no te lamentes por ello, no servirá de nada.
Akira no estaba preocupado por lo que podría ocurrirle. Alex lo notó y preguntó:
—¿Por qué estás tan tranquilo, Akira? Acabo de decirte que ellos saben que fuiste tú el que me entregó las películas.
—Lo sé, te he escuchado, pero también sé que los universos se conectarán tarde o temprano y todo cambiará. No puedo decirte con certeza lo que ocurrirá, pero estoy seguro de que todo cambiará.
—¿De qué hablas ahora, Akira? —pregunta Alex confundido.
—Verás, amigo mío…
Akira estaba a punto de explicárselo todo a Alex cuando fue interrumpido por unos guardias. Los guardias los agarran por el brazo y prácticamente los sacan a rastras de la celda.
—¿Qué vais a hacer? —pregunta Akira.
Ninguno de los guardias responde, solo se ríen. Los llevan a un patio lleno de mucha gente, de distintas características: personas mayores, jóvenes, mujeres, negros, judíos… Akira Takemitsu miró a Alex con admiración y desesperación al mismo tiempo, y le cayó una lágrima por la mejilla.
—Alex, amigo, este es nuestro final. Ha sido un placer pasar mis últimos momentos contigo y quiero pedirte disculpas por haberte arrastrado a la muerte con mi plan para cambiar el mundo. Debí tomar la responsabilidad y difundir las películas yo mismo, lo siento.
—Akira, no digas eso. Yo debí ayudarte, al fin y al cabo te lo debía. Tú fuiste muy amable conmigo y siempre me ayudaste. Es mi culpa que estemos en esta situación.
Les dijeron que se pusieran de espaldas. Alex temblaba; no debía haber ido a la reunión, su vida de fracasado era mejor, todo el día en la tienda. Pero al fin y al cabo pensaba en su vida actual, y se dio cuenta de que había perdido todo, menos… a sí mismo. Lo que más rabia le daba era que iban a matar a su amigo por su culpa, y eso le comía por dentro al mismo tiempo.
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Se empezó a escuchar cómo cargaban los fusiles. A Alex se le encogió el alma. Él estaba el quinto en la fila hacia la derecha, y Akira Takemitsu el cuarto; iba a ver morir a su amigo y, escasos minutos después, iba a morir también. Era una situación insufrible. Alex notaba una fuerte punzada en el pecho y que el corazón le iba a mil por hora. Tenía muy sudada la nuca y las gotas le caían por el hueco de la columna vertebral, dejándole un escalofrío constante, pero a la vez agradable; pensaba que se estaba volviendo loco.
Todos sus pensamientos se borraron de su mente cuando les dijeron que se pusieran de espaldas. Escuchó un disparo y el primer hombre cayó, y así uno tras otro, pero cuando vio caer a su amigo, no pudo evitarlo; ¿qué más le daba? Iba a morir igualmente. Se tiró al suelo al lado suyo y le dijo por última vez, aunque no pudiera escucharle:
—Lo siento —dijo con una voz tenue, mientras le tartamudeaba la mandíbula del miedo.
Antes de que apretaran el gatillo, cerró sus ojos para poder sentir el cálido abrazo de la muerte. Seguidamente, le dispararon a la cabeza y cayó al suelo, desplomado.
—Se acabó. Quemad los cadáveres.
Los guardias cogieron los cadáveres de los pies y los arrastraron hasta los hornos crematorios.
Al acabar la reunión con Himmler, Von der Leyen salió del palacio muy pálido y asustado; su expresión corporal mostraba el miedo que sentía en ese momento. Se dispuso a ir al coche para, como de costumbre, ir a casa de Clara, su amante, después del trabajo. Pero esta vez tenía que hablar con ella seriamente sobre su futuro, en el que él no iba a poder estar. En la reunión con Himmler se había hablado de exterminar a todas las razas inferiores, especialmente a los judíos que quedaban en tierra. Y esto no le gustó nada a él, pero tuvo que apoyarlo sin pensar en las consecuencias. Clara era judía. ¿Qué iba a ser de ella?
Rápidamente se subió a su coche y fue en dirección a la casa de su amante Clara para comunicarle que Himmler y su ejército iban a ir en busca de las personas de razas inferiores.
Al subir al coche, se le cayeron las llaves de los nervios. El camino parecía infinito con tanto semáforo en rojo, y alguno se saltó porque no podía perder tiempo. A mitad de camino, tuvo una visión de Clara ejecutada en el suelo por un soldado de su propio ejército.
Al llegar a la casa, aparcó el coche de lado en la acera y se bajó corriendo. Subió las escaleras y abrió la puerta con las llaves que tenía. Al entrar, Von der Leyen se encontró a Clara cerrando una gran maleta. Esto no le gustó nada a Von der Leyen, aunque en el fondo sabía que este momento iba a llegar en cualquier momento.
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—Clara, te tienes que ir, vengo a darte toda la información que necesitas.
—No necesito esa información, no quiero saber nada de ti. ¡Eres su número dos, tú tienes culpa en parte de todo lo que le está haciendo al pueblo, eres un asesino y un miserable! —exclamó Clara con una lágrima cayendo sobre su cara—.
—No sabía que íbamos a llegar a este punto.
—¿CÓMO NO VAS A SABERLO? Esto es una vergüenza, parece mentira que todos conozcamos a Himmler menos tú, ¡TÚ, SU MANO DERECHA!
—Pero Clara, te juro que propuse nuevas reformas para el pueblo, para todos, sean de la raza que sea… Y yo te amo a ti más que a cualquier cosa de este mundo.
Clara se acerca a Von der Leyen.
—Clara, te quiero, déjame argumentarte. Es todo una estrategia hasta que Himmler muera y yo sea el Führer y cambie toda esta historia. Lo único que tienes que hacer es huir y esconderte en un piso que tengo hasta que Himmler muera y yo dé la orden de detener el exterminio de los judíos.
—¡Cállate! Eres un mentiroso, creía que no eras como él, pero resulta que eres casi peor. No has hecho nada para salvar a mi pueblo y ahora no vas a hacer nada para salvarme. Lo único que quieres es que huya y me acabarás encontrando tiroteada en una calle como a los demás judíos. No me creo cualquier frase que salga de tu boca.
—En unos días voy a hablar con Himmler y voy a influir en unas reformas para mejorar en los aspectos por los que me llamas asesino. Te amo, no te vayas de esa manera.
—Eres una persona horrible, y no quiero volverte a ver en toda mi vida.
Automáticamente, después de esas palabras, le escupe a los pies de Von der Leyen y se va del apartamento con su maleta. Él se queda sin palabras y puede ver por la ventana de la habitación cómo Clara se monta en un coche desconocido y se va.
Después de un par de días, Olivia vuelve a la comisaría a llevar algo de comida a su hermano. Una vez en la puerta, el guardia se gira hacia Olivia y le dice:
—Lo siento mucho, señorita. Ese prisionero nos ha estado dando problemas desde que lo trajimos. Hoy mismo lo hemos trasladado a un campo de concentración y nadie se tendrá que preocupar por sus rabietas nunca más.
Sin esperar respuesta, el guardia la deja sola y entra en la comisaría. Olivia se queda sola en la calle, con una mirada perdida en el rostro, sintiendo un vacío profundo en su pecho. Las palabras "campo de concentración" resuenan una y otra vez en su cabeza, sonando más alto que el ruido de la ciudad a su alrededor. Ella lo entiende, su hermano va a morir, y lo peor de todo es que Juan tenía razón, es su culpa. Si ella se hubiese unido al grupo rebelde, quizás, solo quizás, podría haberlo salvado. A él y a muchas otras personas. Pero ahora, lo único que puede hacer es llorar, caer al suelo y derrumbarse mientras, impotente, llora al saber que no va a volver a ver a su hermano.
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Alemania, 11 de mayo de 1980.
“Queridos alemanes, nuestro Führer Himmler ha fallecido.” Estas palabras sonaron en todas las radios, televisiones y altavoces por toda Alemania.
—Por fin, mi momento ha llegado, parecía que Himmler era infinito, pero ¡por fin!
A Von der Leyen se le saltaron las lágrimas de emoción porque sabía que él iba a ser el sucesor de Himmler. Arrancó el coche y se dirigió rápidamente hacia el palacio, sabiendo el duro trabajo que se le venía encima.
Al llegar al palacio, le votaron de manera unánime como nuevo Führer:
—Hoy, 11 de mayo de 1980, tras la muerte de Himmler, Heinrich Von der Leyen, a sus 53 años, es el nuevo Führer del Gran Imperio Alemán.
Al ser presentado, Von der Leyen estaba feliz porque ahora empezaban sus años de gloria.
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Al día siguiente, Von der Leyen estaba en su despacho dándole vueltas al asunto cuando, de repente, llegó su secretario y le entregó un sobre marrón que ponía “Alta seguridad”:
—¿Esto qué es?
Von der Leyen abrió el sobre y su expresión de la cara no cambió, se quedó igual de serio que cuando soltó sus anteriores palabras. El sobre contenía lo siguiente:
“Lista de fugitivos de raza judía a los que hay que buscar, detener y eliminar…”
En esa lista había 50 nombres de personas judías. Von der Leyen leyó uno a uno y el último nombre era Clara Schulz. A Von der Leyen no se le cambió la expresión de la cara. Su expresión mostraba un enorme vacío:
—¿Dónde tengo que firmar?
Von der Leyen firmó el informe y se lo entregó a su secretario.
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[[VOLVER AL INICIO->Reseteo]]Todos los candidatos y sus seguidores se encuentran de nuevo en la sala del Gran Palacio del Führer. Es una sala preciosa, llena de lujos; el oro es el material que destaca y las grandes lámparas hechas con diamantes deslumbran a todos los presentes. Heinrich está nervioso, espera con ansias los resultados, espera haber tomado la decisión correcta y que todo salga bien. De repente, entra por la gran puerta un hombre alto y fuerte con un sobre en la mano. Se dirige hacia el centro de la sala, se hace el silencio y el hombre habla.
—Ya tenemos los resultados de la votación —dice casi gritando.
A continuación, el hombre abre el sobre y saca el papel. Lo lee para sí mismo y acto seguido anuncia el ganador.
—¡Heinrich von der Leyen es el nuevo Führer! Un aplauso para nuestro nuevo líder, por favor.
Todos aplauden y vitorean entusiasmados. Heinrich se levanta de su asiento y sonríe agradecido a todos los presentes. Mientras todos celebran, Himmler sale de la sala, furioso, seguido por sus seguidores. A nadie parece importarle demasiado, así que continúan celebrando, hacen el saludo nazi y gritan: "¡Heil, von der Leyen!". Von der Leyen sube al estrado y hace un breve discurso de agradecimiento.
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Más tarde, cuando todos se están marchando, Rommel se acerca a Heinrich y lo felicita.
—¡Felicidades al nuevo líder! Me alegro de que hayas ganado.
—Muchas gracias, nada hubiese sido posible sin tu ayuda —responde Heinrich.
—Qué va, estoy seguro de que tú lo habrías conseguido solo, pero me gusta ayudar a mi nuevo Führer —Rommel le guiña un ojo—. Además, espero mucho de ti, muchacho. Creo que puedes hacer grandes cosas y espero que conviertas la dictadura en algo mejor.
—Claro que sí. Usted me ha ayudado, así que no le defraudaré.
—Eso espero.
Rommel se despide de Heinrich. Este último recoge sus cosas y espera sentado a que anuncien los resultados en la radio para informar a la gente. Una vez anunciados, se dirige al garaje donde se encuentran los coches que se usan para los desfiles. Heinrich escoge un descapotable negro y se sube en el asiento del conductor. Su mujer aparece acompañada de uno de los sirvientes. Este le abre la puerta y ella se sube. Al ver a su marido, lo felicita. Ambos esperan a que les avisen para salir a desfilar. Unos minutos más tarde, los avisan. Heinrich arranca el coche y sale a la calle.
Lo primero que ve es a la multitud aplaudiendo y coreando su nombre. Niños y niñas, acompañados de sus padres, lo saludan entusiasmados. Miles de papeles de colores caen del cielo. Las trompetas y los tambores suenan con fuerza, tocando el himno de Alemania. Todos sonríen y muestran su apoyo al nuevo Führer.
Alex siguió con su vida. Volvió a su tienda de antigüedades y siguió con su rutina diaria, buscando una vida apaciguada resguardada en la cobardía. No llevaría las películas, aunque no las rompió ni se deshizo de ellas; simplemente las cogió, las metió en una caja y las guardó en el lugar más oculto de la tienda, que era una pequeña habitación que consideraba su almacén.
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Después de todo, a Alex le daba igual todo; lo había perdido todo en la guerra, a su familia. Al guardar la caja con las películas, decidió preguntarle a su amigo Akira Takemitsu, cuando lo volviera a ver, qué eran esas películas tan extrañas. ¿Cuándo lo volvería a ver? ¿Lograría Akira escapar de los que le perseguían? Tras cerrar la tienda, porque era la hora de cerrar, miró el teléfono, pero seguía sin haber noticias de Akira. Alex se puso en el peor lugar, pero decidió irse a su casa a descansar y no darle tanta importancia.
Unos días después, Alex se levantó, se tomó su café y se dispuso hacia la tienda para abrirla. Al meter la llave y girarla para abrir la chapa, al poner la mano para subir la chapa hacia arriba, escuchó un ruido de unas sirenas. No le dio importancia y terminó de subir la chapa. Al terminar de subir la chapa, se giró y se encontró con seis agentes japoneses detrás de él. Sin mediar ninguna palabra, los seis agentes entraron armados a la tienda y rebuscaron por cada esquina. Alex intentaba pararlos, pero no pudo.
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Montaron un alboroto frente a un cliente, le dispararon y cayó sin vida en el suelo, con una bala atravesando su cráneo y varios objetos del mostrador. Después, amenazaron a Oldfield de muerte y le pidieron explicaciones y la localización de esos rollos de películas. Alex estaba atónito por la muerte del cliente frente a sus ojos. Los japoneses dispararon cerca de él para que reaccionara y le repitieron la pregunta. Alex les preguntó su identidad: ¿Quiénes eran? ¿Por qué habían entrado? ¿Por qué había muerto ese pobre cliente? Pero desprecian sus preguntas y le pegaron una paliza en medio de la tienda. Después, lo dejaron en el suelo. Entonces, recordó las películas.
La única escapatoria que tenía era intentar quemar la caja con las películas. En la tienda, por suerte, tenía un mechero. No se lo pensó dos veces y cogió el mechero, y cuando iba a entrar al almacén, los agentes con la culata de la pistola noquearon a Alex. Después de diez minutos, Alex se levantó y lo primero que vio fueron los seis agentes y la caja frente a ellos. Sin preguntar nada, los agentes esposaron a Alex y lo montaron al coche. Alex escuchó a los agentes hablar por teléfono con alguien importante y escuchó a dónde lo iban a llevar: a un campo de prisioneros a tres horas desde donde estaban. Tras escuchar eso, perdió el conocimiento.
Al despertarse, el coche se encontraba parado y, al mirar a su derecha por la ventana, vio un gran edificio, todo destruido, con un gran muro que lo rodeaba con alambres de espino por encima del muro. Alex se quedó paralizado dos segundos, y un agente abrió la puerta del coche, lo sacó a la fuerza, lo tiró al suelo y le dijo que se pusiese a caminar o lo iba a dejar sin piernas. Alex se levantó y se puso a andar, hasta entrar al lugar. El lugar era lo más desastroso y loco que alguien podría llegar a ver en su vida; había gente sin vida desangrada por el suelo y nadie se paraba a recogerlos. Al ver todo esto, Alex no se lo podía creer; él nunca se podría imaginar todo lo que acababa de ocurrir en menos de cinco minutos en aquel desastroso lugar. A la media hora, Alex decidió echarse a dormir en el suelo, buscó un lugar más o menos limpio y se quedó allí. Nada más echarse y cerrar los ojos, empezó a recibir golpes con porras, latigazos con cinturones hechos de un material duro. Alex solo suplicaba que parasen, pero cuanto más suplicaba, más le pegaban. Al rato, los soldados decidieron irse, lo dejaron tirado en el suelo con muchas marcas de golpes por todo el cuerpo.
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Después de la paliza que le dieron a Alex, un prisionero se acercó, le tendió su mano y lo ayudó a levantarse.
—Muchas gracias por ayudarme —dijo dolorido—. ¿Cómo te llamas y por qué has decidido ayudarme?
—No hace falta que las des. Yo me llamo Haruto Minato y la verdad no sé por qué me he acercado a ayudarte.
—No es posible, ¿qué haces aquí si eres uno de ellos? Eres japonés —dijo con tono sorprendido.
—Ya lo sé, estoy aquí porque soy uno de los pocos que no está de acuerdo con las decisiones que están tomando. Entonces, me rebelé... y aquí estoy.
De repente, se acercó un agente y empezó a gritar:
—¡¿Qué hacéis ahí parados?! ¡Poneos a trabajar ahora mismo o yo mismo os arrancaré la cabeza!
Mientras decía esto, el agente estaba desenfundando un machete de largo alcance. Haruto Minato y Alex no tardaron ni menos de diez segundos en ponerse a trabajar. Pasaron las horas y ya se había hecho de noche. Entonces, decidieron irse a la celda a descansar, o por lo menos a intentarlo. En el transcurso de ir a la celda, a Haruto Minato se lo llevó un agente, como si lo hubiesen raptado, y Alex se quedó en shock; no supo reaccionar y salió corriendo hasta llegar a su celda. Desde ese momento, ya no supo nada más sobre él.
Olivia no sabía qué hacer, tenía aquel sobre entre las manos, ni siquiera lo había abierto. No se atrevía; temía que si lo abría, su destino estaría dictado y terminaría muerta seguro.
—¿Qué debería hacer? —piensa Olivia—. Si me uno, puede que cambie las cosas, o puede que acabemos muertos.
Las horas de la noche pasan, y Olivia llega a una decisión final. Realmente su cabeza estaba hecha un lío, incluso se había llegado a hacer una lista de pros y contras de lo que pasaría si fuera a esa reunión. La verdad es que había más contras que pros.
—No asistiré a esa reunión, no vale la pena arriesgar el cuello por un sueño imposible. Tengo un buen trabajo, además, no soy solo yo, también es papá. No puedo arriesgarme a que algo le pase mientras yo no estoy.
Ella ha conseguido un buen trabajo, e ir a la reunión podría poner en peligro tanto a su padre como a su hermano. ¿Por qué arriesgarse? Se acuesta en su cama, mirando hacia el techo, todavía con una expresión pensativa en su rostro, hasta que el cansancio puede con ella y acaba durmiendo.
Ni siquiera iba a abrir aquel sobre, ni quería que nadie viera lo que tenía. Así que, cuando a la mañana siguiente fuera de camino a su nuevo trabajo, rompería el sobre y, mientras caminara, iría tirando pequeños trozos a las distintas papeleras que encontrara por su camino. Cada vez que tirara un trozo, miraría para todos los lados, asegurándose de que nadie se hubiera percatado de lo que ella estaba haciendo.
Al día siguiente, dirigiéndose al trabajo, para en la tiendecita de María para comprar un tentempié para el descanso. No sabía si entrar o no después de aquella conversación en la que María le había entregado el sobre, pero ella no sentía que hubiera hecho nada malo al no asistir a aquella reunión, por lo que se decidió y agarró el pomo de la puerta de la tienda de María y entró.
Desde donde estaba, podía ver toda la tienda, que estaba repleta de estantes. Algunos de ellos tenían comida, otros no tenían nada. Eso podría significar que las ventas habían ido muy bien, pero la realidad era que aunque conseguía sacar bastantes beneficios, no eran los suficientes como para llenar todos los estantes de la tienda, pese a que la tienda no contaba con más de veinte metros cuadrados. Cuando entró a la tienda, María estaba atendiendo amablemente a una de sus clientes habituales, pero rápidamente, en cuanto Olivia puso un pie dentro, su forma de hablar y de actuar cambió completamente. María terminó rápidamente con su clienta y Olivia se acercó a por su café de todas las mañanas.
—Buenos días, María. ¿Qué tal va la mañana? —preguntó Olivia, intentando normalizar la situación y siendo amable.
—Como todas las mañanas —respondió secamente María, lo cual le chocó bastante a Olivia ya que no entendía qué le pasaba.
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/54.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
Rápidamente, Olivia echó una mirada hacia atrás por encima de su hombro y vio que no había nadie cerca y le preguntó a María:
—¿Qué te pasa, María? ¿Estás bien? ¿Por qué me tratas así si no te he hecho nada?
—Eso es lo que me pasa, Olivia. No has ido a la reunión. Pese a todo lo que nos han hecho los nazis, no has querido ayudarnos a luchar. ¿Así que te quedas con los alemanes, eh? —le reprochó María.
—Eso no es justo, María. Debo pensar en la salud de mi padre. Está muy débil últimamente, no puedo arriesgarme a dejar la casa por mucho tiempo y que le pase algo.
—¿Y a América sí le pueden pasar cosas malas?
—María, por favor, no me hagas esto. Sabes que haber ido habría sido cavar mi propia tumba.
—Aquí tienes tu café —dijo María, intentando que la conversación terminara rápidamente.
—María, por favor, quiero hablar contigo sobre mi decisión…
—Invita la casa —dijo María, yendo a atender a un cliente que acababa de llegar.
Olivia cogió el café y salió de la tienda frustrada. No entendía su forma de actuar con ella cuando ir a la reunión era decisión suya y de nadie más.
El resto del día pasa con normalidad, decenas de oficinas llenas con el sonido de los ordenadores tecleando y tecleando. Si Olivia mirase a su alrededor, solo vería cubículos de oficinas exactamente iguales que el suyo, que parecen extenderse infinitamente en todas las direcciones.
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/20.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
Otro día más amanecía el querido führer en el gran Reich, otro día más de duro trabajo en esa oficina. El gran Heinrich von der Leyen se encontraba en su enorme oficina, llena de carísimos muebles de madera de ébano alemán. Los tiradores y picaportes de todos los muebles y puertas eran todos bañados en oro. Toda su oficina era símbolo de poder, riqueza y estatus.
Pese a que podría parecer perfecta aquella oficina, podría resultar incluso un poco abrumador ver que hasta el teléfono, situado en una mesita justo debajo de su enorme cuadro detrás de su escritorio, estaba adornado en oro. En ese enorme despacho, el gran von der Leyen se encontraba sentado en su comodísima silla, en su despacho, discutiendo consigo mismo sobre su plan de actuación. Era la hora de redactar su primer paquete de medidas, lo cual en un principio tendría que resultar fácil, pero tenía tantas medidas futuras pensadas que no sabía por dónde comenzar. Para él, todas eran importantes, pero tampoco podía comenzar por una que lo dejara bajo el punto de mira de todo el Reich. Sí, pensaba que debía cambiar totalmente la forma de gobierno nazi, pero no podía hacerlo bruscamente de un día a otro, sino que había que hacerlo progresivamente.
Después de un buen rato dándole vueltas, decidió que su primera medida sería reducir las categorías en solo dos, ya que era un lío tener que hacer tantos carnets de raza diferentes cuando era más fácil reducir las categorías a dos: los dirigentes, que por supuesto eran los alemanes, todos aquellos hermanos del gran Reich, y, por otro lado, los dirigidos, todas aquellas razas y etnias inferiores a la gran raza aria, inferiores a los alemanes. Otra de sus medidas sería que en un plazo de unos quince años, Estados Unidos y Europa serían totalmente independientes. Claro que esto pasaría siempre y cuando Estados Unidos aceptara tener nada más que un ejército totalmente limitado, ya que podría resultar peligroso que no fuera así, porque si Estados Unidos se rearmaba, podría levantarse contra el Reich y todo podría acabar realmente mal, incluso llegando a una tercera guerra mundial.
Después de varios minutos en un silencio que solo él encontraba reconfortante, vio claro que no debía apresurarse, que quizá quince años serían suficientes. Quince largos, pero seguros años.
Su silencio fue interrumpido por la puerta abriéndose abruptamente, un portazo que hizo un pequeño agujero en la pared de la fuerza con la que la puerta fue estampada. Heinrich alzó la vista con los ojos bien abiertos, una clara expresión de sorpresa en su cara. Su mirada inmediatamente fue recibida por el rostro rabioso de Himmler. Antes de que Von der Leyen pudiera siquiera abrir la boca para recibirlo, Himmler se le adelantó y le dijo:
—¡Desgraciado! ¿¡Qué te crees que haces, imbécil!? ¿¡Cómo te atreves a traicionar tu puesto como Führer!? ¡Desde el primer momento sabía que tú fueras Führer era un error! ¡Debía haber sido yo! ¡YO!
Heinrich se quedó observando a Himmler durante un momento, escuchando mientras lanzaba su rabieta. Cuando acabó de hablar, Von der Leyen hizo un sonido de desprecio e incredulidad, moviendo su mirada al suelo momentáneamente para luego alzarla una vez más y mirar a los ojos a Himmler mientras le respondía:
—Himmler, te pido de corazón que ni me insultes ni me grites, si es que tu cerebro de guisante te lo permite. Yo no estoy traicionando al imperio de ninguna manera. Simplemente estoy tomándome mi tiempo para hacer los cambios que yo vea necesarios para nuestra patria. No cuestiones ni mis métodos ni mis maneras.
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/53.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
Himmler, aún más enfurecido por el tono pasivo-agresivo de Heinrich, dio unos pasos alrededor del despacho, murmurando cosas para sí mismo. Entonces, tiró algunos libros de la estantería, los cuales cayeron al suelo con las páginas desperdigadas. Himmler apuntó un dedo acusador en la dirección de Von der Leyen y le gritó:
—Estás faltando a tu palabra, estás traicionando a Alemania, a su gente, a sus tradiciones, su cultura, sus leyes, y le estás faltando el respeto al rey de esta patria… No te mereces ser su sucesor —dijo subiendo el tono—. ¡No lo entiendes! ¡El imperio es nuestro cuerpo, y la raza aria nuestro espíritu! ¡Es lo que nos hace lo que en verdad somos!
Antes de que Heinrich pudiera responder, Himmler se marchó rápidamente del despacho, azotando la puerta una vez más, la cual se cerró con un estruendo.
Dos grandes hombres entraron en la celda de Alex Oldfield: lo cogieron de los brazos de manera tajante y se lo llevaron. Al bajar las escaleras, se encontraron con una puerta. El guardia la tocó con fuerza y un hombre de gran tamaño les abrió. En silencio, el guardia entró y sentó con fuerza a Alex en una silla que parecía bastante resistente. Comenzó a atarlo y Oldfield temió lo peor. Una vez terminó de atarlo, el guardia se retiró y se puso al lado de la puerta.
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/49.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
Apagaron la luz y encendieron un flexo con una luz potente, que hizo que las pupilas de Alex se empequeñecieran y los ojos se le pusieran un poco llorosos. Su cara mostraba confusión; no sabía qué había hecho mal y pensaba que había ayudado. Los hombres empezaron a murmurar entre ellos, y al rato uno de ellos dijo:
—Así que tú eres al que llaman Alex Oldfield, ¿verdad?
—Oldfield, podemos hacer esto de forma fácil o podemos hacerlo difícil, tú decides.
—Esto es muy fácil: nosotros preguntamos, tú respondes. ¿Fácil, verdad?
Alex asintió sin decir nada al respecto.
—Primera y última pregunta: ¿de dónde has sacado las películas? —dijo tajante.
—Las encontré en un mercadillo que hay cerca de mi casa. Las iba a vender en mi tienda, en la sección de cine.
—¡Ja, ja, ja, ja! —soltó una carcajada—. Crees que somos tontos. Di la verdad de una vez o tomaré medidas; no estamos para perder el tiempo.
—Es la verdad, lo juro —dijo desesperado Alex.
—Se acabó. Te he dado la oportunidad, Alex. Pensaba que eras un hombre inteligente y que te gustaba hacer las cosas fáciles, pero se ve que no.
—Espera, ¿qué vas a…?
Le dio una bofetada que lo tiró de la silla y dejó a Alex inconsciente en el suelo. Le pusieron una bolsa mojada en la cabeza y, con una picana eléctrica, le iban dando descargas. Estuvo recibiendo descargas durante cinco minutos.
—Trae el cubo de agua —el guardia le acercó el cubo y el hombre lo cogió. Acercó la cabeza de Alex y la metió dentro del cubo. Alex notaba cómo le faltaba la respiración y, angustiado, movía su cuerpo intentando zafarse de su agarre. Tras unos segundos demasiado largos, el hombre sacó la cabeza del cubo—. ¿Vas a responder bien a mi pregunta o continuamos?
Alex respiraba agitadamente, cogiendo todo el aire posible, pero no respondió a la pregunta del hombre. Así que este volvió a repetir la acción unas cuantas veces hasta que se cansó y cogió el martillo.
—¿Estás seguro de que no quieres hablar?
Alex lo miró con desprecio, pero no respondió.
—Bien, como quieras entonces. Veo que te gusta sufrir, así que haremos que lo disfrutes.
El hombre cogió la mano de Alex y la puso sobre una mesa. Acto seguido, cogió el martillo y le golpeó justo en el centro, haciendo que todos los huesos de la mano se quebrasen. Alex sintió el dolor recorrer todo su cuerpo, gritó con la fuerza que le quedaba y ahí fue cuando el miedo actuó e hizo un gesto indicando que quería confesar:
—Ya veo que te has decidido a hablar. Te creo. Espero que no seas tan necio de mentirme a la cara y más sabiendo que te irá peor si no es cierto.
—Ya, ya, ya, no puedo más, no aguanto más. Hablaré, hablaré —le quitan la bolsa mojada de la cabeza—. No sé de qué son esas películas, solo sé que me las trajo un japonés llamado Akira Takemitsu. Dijo algo sobre que había diversos universos, pero no entendí nada.
—Vale, tenemos lo que queríamos. Soltadlo.
Cuando por fin llega la hora de salida, Olivia está mentalmente exhausta y desgastada. No puede esperar a llegar a la cama y tomar una larga siesta. Pero cuando llega a casa, en vez de su cálida cama, la recibe su padre, que parece estar en un estado de alteración.
—¡Olivia, querida! La SS ha venido a casa... Intenté hablar con ellos, pero no escucharon... —su voz se quiebra y empieza a sollozar—. ¡Se han llevado a Juan, Olivia! ¡Y todo por ese estúpido grupo de rebeldes!
Olivia se queda congelada unos segundos, su boca se abre y cierra unas cuantas veces mientras busca palabras que decir. Finalmente, suspira profundamente y dice:
—Padre... No te preocupes, mañana iré a la cárcel y le sacaré de allí. Hablaré con él y con los guardias. Pero ya es muy tarde, y creo que ambos necesitamos descansar.
Después le da un abrazo a su padre y ambos se dirigen a sus cuartos para descansar. Incluso a través de las paredes, Olivia puede escuchar los silenciosos llantos de su padre, y se le dificulta un poco el sueño, pero al final acaba rindiéndose ante el mundo onírico una vez más.
A la mañana siguiente, ella se levanta más temprano de lo habitual y le prepara el desayuno a su padre, para luego dirigirse a la comisaría. Olivia habla con unos guardias y consigue convencerlos de poder hablar con su hermano. Ella es escoltada a la zona de celdas y hasta donde está su hermano, que cuando la ve, la mira con ojos rojizos y llenos de enfado y rabia.
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—¿Qué estás haciendo aquí? ¿Vienes a burlarte de mí, eh, traidora? —Juan le grita a Olivia con ira, no queriendo escuchar lo que tenga para decir.
—Hermano... Vengo a sacarte de aquí...
—¡Lárgate de aquí! ¡No te quiero ni ver!
Olivia, después de hacer gestiones con los guardias y soltar algún que otro billete, logra que liberen a su hermano. Ambos vuelven a casa en silencio.
Alex Oldfield ni siquiera era capaz de determinar si estaba vivo o muerto. Los guardias lo llevan a una celda con barrotes de hierro y vigilada por dos guardias de aspecto amenazante. Alex tenía una venda en los ojos y otra en la boca. Al llegar, lo arrojan al suelo como si fuese basura. Alex se levanta y mira alrededor para descubrir a su nuevo compañero de celda, Akira Takemitsu. Este lo mira horrorizado y le ayuda a levantarse.
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—Amigo mío, ¿qué te han hecho? Te ves horrible —exclamó Akira horrorizado.
—Lo siento… lo siento mucho, Akira. He confesado todo, he dado tu nombre, ahora irán a por ti. Perdóname, tampoco he difundido las películas. Ahora sé que debí hacerlo —dijo Alex sollozando.
Akira suspiró.
—Tranquilo, Alex. Está bien. Siento que de algún modo este era mi destino. Lo hecho, hecho está; no te lamentes por ello, no servirá de nada.
Akira no estaba preocupado por lo que podría ocurrirle. Alex lo notó y preguntó:
—¿Por qué estás tan tranquilo, Akira? Acabo de decirte que ellos saben que fuiste tú el que me entregó las películas.
—Lo sé, te he escuchado, pero también sé que los universos se conectarán tarde o temprano y todo cambiará. No puedo decirte con certeza lo que ocurrirá, pero estoy seguro de que todo cambiará.
—¿De qué hablas ahora, Akira? —pregunta Alex confundido.
—Verás, amigo mío…
Akira estaba a punto de explicárselo todo a Alex cuando fue interrumpido por unos guardias. Los guardias los agarran por el brazo y prácticamente los sacan a rastras de la celda.
—¿Qué vais a hacer? —pregunta Akira.
Ninguno de los guardias responde, solo se ríen. Los guardias agarran a Akira y a Alex. Al principio, los llevan por el mismo camino, pero cuando llegan al patio, los guardias se separan. A Akira lo ponen delante de una pared, los guardias se posicionan delante de él y, sin esperar más, lo fusilan. Alex lo ve todo mientras es arrastrado por el otro guardia; la rabia y la tristeza le nublan la vista, no puede pensar con claridad.
—Tú, el americano, vete; han ordenado que te liberemos.
Lo escoltan entre dos guardias hacia la salida, la añorada salida. Llegan a la salida del campo de concentración y, sin cuidado alguno, arrojan a Alex al suelo. Alex sollozaba sin parar; no podía creer que el único amigo que tenía había muerto a manos de los nazis, estaba en shock. El guardia lo observó durante unos segundos y, al notar que lloraba, lo miró con desprecio. Acto seguido, le escupió y se fue murmurando:
—Débil.
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Alex no se movió. La rabia interna que sentía no tardó en convertirse en tristeza; estaba tan destrozado que no notó que llovía, el agua caía en su cara mezclándose con sus lágrimas. Se tumbó en el frío y mojado suelo y se encogió, abrazando sus rodillas. La culpa lo consumía, ahora sabía que había desaprovechado la última oportunidad de su vida.
Después de la discusión con Himmler, Heinrich pasó unas pocas horas más en su despacho, organizando algunos papeles y documentos. Cuando llegó la hora de salir, agarró su abrigo, se montó en su coche y se dirigió a casa de su querida amante judía Clara Schulz. Aparcó su coche enfrente de su casa y llamó a la puerta, siendo recibido al poco tiempo con un cálido abrazo de su amante. Él la abrazó y le susurró delicadamente al oído:
—Paciencia, querida. Pronto dejaré a mi mujer y podré venir contigo de una vez por todas. Podremos expresar nuestros sentimientos y nuestro amor sin necesidad de salir a escondidas... Pero por esta noche, déjame invitarte a un buen restaurante que conozco. Es discreto y nadie nos molestará.
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Clara pareció encantada con la idea. Una dulce sonrisa apareció en su cara, y sus ojos parecieron brillar como dos puros diamantes en la oscuridad. Con su voz angelical, que parecía hecha puramente para Heinrich Von der Leyen, ella le susurró de vuelta:
—Estoy ansiosa por estar contigo libremente, poder expresar nuestros sentimientos sin barreras... Ay... Parece una fantasía, pero muy pronto será una realidad. Pero por ahora, sí, estaría encantada de pasar esta espléndida noche junto a tu lado.
Heinrich se encontraba con su verdadera amada, Clara. Se encontraban bajando juntos. Heinrich la iba a llevar a un restaurante elegantísimo pero muy discreto, ya que él seguía casado y no podía aparecer públicamente con su amante y porque su amante era judía. Si alguien se llegara a enterar de que tenía una amante, podría pensar que su mujer alemana pura raza no era suficiente para él, pero que una judía sí, y que él era un traidor, e incluso podía terminar muerto si esa información caía en las manos equivocadas.
Muchas veces había tenido pesadillas con que Himmler los descubría y el final siempre era o él muerto, Clara muerta, o los dos muertos, y la verdad es que ese final no le hacía para nada feliz. Se encontraban a punto de subir al coche, Heinrich miró a Clara, ella se encontraba con una sonrisa, se notaba muy contenta. Heinrich sintió que debía abrazar a Clara antes de montarse en el coche, no sabía por qué pero su cuerpo se lo pedía y así lo hizo. La abrazó, la abrazó como si no hubiera un mañana y se sintió después de mucho tiempo realmente feliz.
Ambos amantes intercambian cálidas miradas llenas de amor y afecto por el otro. Heinrich toma la mano de Clara con un agarre gentil pero firme, como si tuviera miedo de que, si la suelta, Clara desaparecería de repente. Por un momento solo se escuchan los sonidos de los zapatos de Von der Leyen y los tacones de Clara chocando contra el suelo. Finalmente, llegan al coche de Heinrich. Él abre la puerta por ella y le hace un gesto para que entre primero. Ella deja escapar una pequeña risita y toma el asiento del copiloto, con unos movimientos fluidos y llenos de gracia, como una bailarina. Después de asegurarse de que Clara se ha subido al coche y está segura dentro, Heinrich cierra la puerta y se dirige al otro lado del coche para sentarse en el asiento del conductor. Antes de encender el coche, él se gira hacia ella, le toma la mano y planta un pequeño beso en la parte de atrás de su mano.
—Vamos a disfrutar de esta noche, solo tú y yo. ¿Vale, querida?
Heinrich Von der Leyen le dice a Clara, con un tono feliz y esperanzador, una sonrisa pequeña pero llena de significado dirigida a ella.
—Sí, solo nosotros, Heinrich...
Ella le responde en un tono seguro, replicando la misma sonrisa que Heinrich tenía en su rostro. Él le dedicó una última mirada afectuosa antes de encender el coche. El coche toma partida, dirigiéndose en dirección al restaurante donde Von der Leyen había reservado una mesa para ambos.
Una vez el coche está aparcado, ambos caminan hacia el restaurante tomados de la mano. No intercambian palabras durante el camino, pues sus sentimientos se escuchan más alto que cualquier grito. Tras entrar, encontrar su mesa y tomar asiento en ella, son atendidos por un amable camarero, el cual toma su pedido felizmente y se lo comunica al cocinero, asegurando a Von der Leyen y a Clara que no tardará más que unos minutos. Y así pues, tras tan solo cinco minutos, su comida es entregada en la mesa. Unos espaguetis a la carbonara para Heinrich y ensalada de pescado para Clara. Mientras comen y disfrutan de la presencia del otro, conversan de una manera tranquila y casual, compartiendo viejas historias de cuando todavía no se conocían. A pesar del tono tranquilo de la conversación, sus miradas hablan sus verdaderos sentimientos por el otro, pues parecen mirar directamente en sus almas.
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—Querida, sé que todavía tenemos que mantener lo nuestro en secreto, pero pronto no será así. Pronto estaremos juntos de manera libre, sin miedo a ser descubiertos. Pero hasta entonces...
Ante la mirada de una confusa Clara, Heinrich coge algo de su bolsillo, revelando ser una pequeña caja negra. Él la abre para revelar un pequeño pero precioso anillo con una brillante gema en lo alto. Heinrich, con una sonrisa, le pone el anillo en el dedo a Clara y le dice:
—Hasta entonces, acepta este anillo como promesa de nuestra futura unión.
Lágrimas se acumulan en los ojos de Clara, y sin decir una sola palabra, pues parece que han desaparecido por completo de su boca, abraza a Heinrich en un apretado abrazo como una silenciosa promesa de su futura unión. Ninguno dice nada ni hace un movimiento para salir del abrazo. No saben cuánto tiempo pasaron abrazados, pero tampoco les importa, pues el tiempo con el uno y el otro será mucho más en el futuro, y si todo sale bien, será incluso eterno.
Alex Oldfield, ya en libertad, después de unas semnas, decide visitar a Akira. Aunque ya fuese demasiado tarde, Oldfield necesita liberar todos los remordimientos de su interior. En el cementerio, Alex se encontraba en soledad, acompañado del suave sonido del viento y de las hojas revoloteando por el suelo, mirando la tumba de su amigo, la única persona en la que había confiado los últimos años.
En el momento que pisó ese prado verde lleno de pequeñas lápidas talladas con miles de nombres, miles de almas atadas a esos pedazos de piedras, velando por sus seres queridos hasta el fin de la eternidad, Alex no pudo resistir más y se echó a llorar. No podía parar, sus lágrimas reflejaban la gran pérdida que había sufrido y, cuando encontró al fin su tumba, su alma se partió en dos. Sus lamentos eran el único sonido presente, ya que ni el aire se atrevía a hacer un sonido.
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Tras un ahogado silencio, Alex, presionado por sus pensamientos, decide contarle todo:
—Hola, Akira. Sé que he llegado tarde, y debí haber hecho todo de otro modo. He sido un estúpido, un cobarde. Si hubiese tenido el valor suficiente, podríamos haber revolucionado el mundo, pero no, preferí quedarme atrapado en mi tienda y en mi ciudad. Preferí permanecer quieto en vez de dar un salto en la sociedad. Pero al final, ¿de qué sirvió todo? Nunca debí quedarme de brazos cruzados. Después de tu pérdida, ya nada cobra sentido. Dejaré la tienda y abandonaré San Francisco. Hay rumores de que ya hay un nuevo Führer en Alemania, y se dice que este dará la independencia a los Estados Unidos de aquí a 15 años. El muy cabrón nos la quiere dar ahora —dijo, arrojando una piedra contra un árbol cercano para después continuar hablando—. Es por ello que he decidido viajar a Nueva York, y por lo menos vivir mis últimos años de vida con la bandera de mi patria en los balcones de las ciudades, en los colegios y en el Parlamento. (suspira, con la voz ahogada) Ojalá estuvieses aquí conmigo. Ha sido un honor compartir estos años contigo. Adiós.
Después de despedirse, Alex salió del cementerio.
Olivia estaba terminando de retocarse el maquillaje ya corrido para montarse en el coche en dirección al funeral más temido de su vida. Ella siempre había visto la muerte como algo normal, puesto que todos debían pasar por esa experiencia de vida. Pero una cosa sí estaba clara, la muerte no te sucede a ti; tu muerte la viven tus familiares y personas a las que amas mientras tú descansas en silencio y oscuridad por el resto de los días.
—¿Estás lista? —le preguntó Juan a su hermana mientras se apoyaba en el marco de la puerta.
—Yo siempre —dijo Olivia, secando sus lágrimas—. Ya lo deberías saber.
Se volvió al ataúd todavía abierto de su padre.
—Ya llegó tu hora, papá —dijo con una voz suave.
Su hermano Juan le respondió:
—Ya le hacía falta. Hubiese sido mucho peor si siguiese vivo. Ya llevaba mucho tiempo sufriendo.
—Tienes razón. Es lo mejor para él.
Tras llegar al cementerio, Olivia se encontraba indecisa sobre entrar, pero debía mantenerse fuerte por su hermano. No podía derrumbarse, no delante de Juan. De pronto, María Espinoza se acercó a Olivia y a Juan en el momento que los divisó a lo lejos para brindarles apoyo a los hermanos.
—Hola, Olivia, siento mucho lo de tu padre.
—María… No sabía que vendrías.
—¿Cómo está mi chica favorita? —preguntó María en un intento de sacarle una sonrisa a su amiga.
—He estado mejor, la verdad —Olivia se quedó mirando a la nada, fijando su vista en aquel prado verde que esperaba nunca tener que visitar—. Cuando me llamaron del hospital no quería creérmelo. En mi mente seguía la idea de que todo era una broma y él estaría esperándome en casa con su cigarro en mano como siempre. Le dije que tenía que dejarlo, incluso aceptó tratar de no fumar más a partir del mes que viene. —Olivia levantó la mirada para ver a María directamente a los ojos—. Es mi culpa por no habérselo quitado antes.
—No, Olivia, no. Para. Con eso simplemente pretendes hacerte daño y no voy a dejarte —dijo su amiga mientras intentaba hacer entrar en razón a Olivia—. No puedes martirizarte por algo que tú no puedes cambiar. Todos sabíamos lo que pasaría si seguía fumando, incluso él, pero no puedes obligar a los demás a vivir una vida que no quieren.
—Al menos ahora están juntos —dijo Olivia, refiriéndose a sus padres y levantando la mirada al cielo.
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Un rato después, una Olivia ya más tranquila se encontraba charlando con su amiga mientras estaban recogiendo sus cosas para irse.
—Lamento no haber podido ir a la reunión. Es que se me había juntado todo y es que no podía y...
—No te preocupes, ¿vale? Es totalmente normal y comprensible —dijo María, cortando a su amiga para evitar que se siga martirizando por eso.
—De veras que me arrepiento por lo ocurrido. Tuve miedo y… —se emociona levemente—. Pensaba que si asistía a la reunión podrían encarcelarme o incluso matarme. Sé que podría dar información valiosa, pero os he fallado… —rompe a llorar.
—Tranquila… eso ya no importa. Tú pensaste lo mejor para ti, y lo entiendo. No guardo ningún rencor hacia ti y sé que quieres protegerte a ti y a tus seres queridos.
Tras el entierro, María y Olivia empiezan a hablar sobre la elección del nuevo Führer:
—¿Has visto al nuevo Führer von der Leyen?
—Sí, ha prometido la independencia de EE.UU. de aquí a 15 años. Es verdad que es mucho tiempo, pero ver algo así sería maravilloso.
—Estoy contigo. Pienso que de una manera pacífica, podríamos librarnos de una vez por todas de los alemanes, y Estados Unidos volvería a ser una nación unida.
De pronto, Juan irrumpe en la conversación. Hay odio en su voz y en sus ojos:
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—¿Acaso creéis que de esta forma seremos libres? —dice un poco alterado—. Todo el mundo tiene boca, y esos alemanes solo la usan para soltar mentiras y gilipolleces.
—¡Pero lo ha prometido! Todo el país confía en él, quiere reformar el sistema.
—¡Sigues igual de estúpida! No tienes ninguna mente ambiciosa, eres una conformista. Primero nos dejaste a María y a mí plantados y… ¿ya crees que todo está hecho por un simple discurso? ¡Tenemos que seguir luchando y pelear por nuestra libertad! ¡Hay que hacer atentados y sabotajes a estos alemanes para que sepan con quién se enfrentan! Pienso unirme a la resistencia desde hoy mismo.
—Juan, por favor, recapacita. Eres mi hermano.
—Mis hermanos son los que luchan.
Juan corta la conversación y se sube a un coche con otros jóvenes. Todos tienen esa misma mirada de determinación. El coche arranca y Olivia piensa si volverá a ver a su hermano con vida alguna vez.
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[[VOLVER AL INICIO->Reseteo]]Alex siguió con su vida. Volvió a su tienda de antigüedades y siguió con su rutina diaria, buscando una vida apaciguada resguardada en la cobardía. No llevaría las películas, aunque no las rompió ni se deshizo de ellas; simplemente las cogió, las metió en una caja y las guardó en el lugar más oculto de la tienda, que era una pequeña habitación que consideraba su almacén.
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Después de todo, a Alex le daba igual todo; lo había perdido todo en la guerra, a su familia. Al guardar la caja con las películas, decidió preguntarle a su amigo Akira Takemitsu, cuando lo volviera a ver, qué eran esas películas tan extrañas. ¿Cuándo lo volvería a ver? ¿Lograría Akira escapar de los que le perseguían? Tras cerrar la tienda, porque era la hora de cerrar, miró el teléfono, pero seguía sin haber noticias de Akira. Alex se puso en el peor lugar, pero decidió irse a su casa a descansar y no darle tanta importancia.
Unos días después, Alex se levantó, se tomó su café y se dispuso hacia la tienda para abrirla. Al meter la llave y girarla para abrir la chapa, al poner la mano para subir la chapa hacia arriba, escuchó un ruido de unas sirenas. No le dio importancia y terminó de subir la chapa. Al terminar de subir la chapa, se giró y se encontró con seis agentes japoneses detrás de él. Sin mediar ninguna palabra, los seis agentes entraron armados a la tienda y rebuscaron por cada esquina. Alex intentaba pararlos, pero no pudo.
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Montaron un alboroto frente a un cliente, le dispararon y cayó sin vida en el suelo, con una bala atravesando su cráneo y varios objetos del mostrador. Después, amenazaron a Oldfield de muerte y le pidieron explicaciones y la localización de esos rollos de películas. Alex estaba atónito por la muerte del cliente frente a sus ojos. Los japoneses dispararon cerca de él para que reaccionara y le repitieron la pregunta. Alex les preguntó su identidad: ¿Quiénes eran? ¿Por qué habían entrado? ¿Por qué había muerto ese pobre cliente? Pero desprecian sus preguntas y le pegaron una paliza en medio de la tienda. Después, lo dejaron en el suelo. Entonces, recordó las películas.
La única escapatoria que tenía era intentar quemar la caja con las películas. En la tienda, por suerte, tenía un mechero. No se lo pensó dos veces y cogió el mechero, y cuando iba a entrar al almacén, los agentes con la culata de la pistola noquearon a Alex. Después de diez minutos, Alex se levantó y lo primero que vio fueron los seis agentes y la caja frente a ellos. Sin preguntar nada, los agentes esposaron a Alex y lo montaron al coche. Alex escuchó a los agentes hablar por teléfono con alguien importante y escuchó a dónde lo iban a llevar: a un campo de prisioneros a tres horas desde donde estaban. Tras escuchar eso, perdió el conocimiento.
Al despertarse, el coche se encontraba parado y, al mirar a su derecha por la ventana, vio un gran edificio, todo destruido, con un gran muro que lo rodeaba con alambres de espino por encima del muro. Alex se quedó paralizado dos segundos, y un agente abrió la puerta del coche, lo sacó a la fuerza, lo tiró al suelo y le dijo que se pusiese a caminar o lo iba a dejar sin piernas. Alex se levantó y se puso a andar, hasta entrar al lugar. El lugar era lo más desastroso y loco que alguien podría llegar a ver en su vida; había gente sin vida desangrada por el suelo y nadie se paraba a recogerlos. Al ver todo esto, Alex no se lo podía creer; él nunca se podría imaginar todo lo que acababa de ocurrir en menos de cinco minutos en aquel desastroso lugar. A la media hora, Alex decidió echarse a dormir en el suelo, buscó un lugar más o menos limpio y se quedó allí. Nada más echarse y cerrar los ojos, empezó a recibir golpes con porras, latigazos con cinturones hechos de un material duro. Alex solo suplicaba que parasen, pero cuanto más suplicaba, más le pegaban. Al rato, los soldados decidieron irse, lo dejaron tirado en el suelo con muchas marcas de golpes por todo el cuerpo.
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/48.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
Después de la paliza que le dieron a Alex, un prisionero se acercó, le tendió su mano y lo ayudó a levantarse.
—Muchas gracias por ayudarme —dijo dolorido—. ¿Cómo te llamas y por qué has decidido ayudarme?
—No hace falta que las des. Yo me llamo Haruto Minato y la verdad no sé por qué me he acercado a ayudarte.
—No es posible, ¿qué haces aquí si eres uno de ellos? Eres japonés —dijo con tono sorprendido.
—Ya lo sé, estoy aquí porque soy uno de los pocos que no está de acuerdo con las decisiones que están tomando. Entonces, me rebelé... y aquí estoy.
De repente, se acercó un agente y empezó a gritar:
—¡¿Qué hacéis ahí parados?! ¡Poneos a trabajar ahora mismo o yo mismo os arrancaré la cabeza!
Mientras decía esto, el agente estaba desenfundando un machete de largo alcance. Haruto Minato y Alex no tardaron ni menos de diez segundos en ponerse a trabajar. Pasaron las horas y ya se había hecho de noche. Entonces, decidieron irse a la celda a descansar, o por lo menos a intentarlo. En el transcurso de ir a la celda, a Haruto Minato se lo llevó un agente, como si lo hubiesen raptado, y Alex se quedó en shock; no supo reaccionar y salió corriendo hasta llegar a su celda. Desde ese momento, ya no supo nada más sobre él.
Olivia estaba en la cocina preparándose un café para poder afrontar bien la jornada laboral, el café le daba vida. Eran las 16:30, a las 17:00 era la reunión con el grupo secreto, estaba nerviosa y desconfiada. Le dio su último sorbo a su café, se puso su traje, cogió su abrigo del perchero y se despidió de su padre.
—Papá, me voy a trabajar, volveré tarde. ¡No me esperes para cenar!
—Vale, Olivia, ¡que te vaya bien!
Olivia bajó las escaleras de su edificio con agilidad, no quería llegar tarde a la reunión. Al salir a la calle, estaba lloviendo, nublado, oscuro. Fue a la boca del metro. No sabía muy bien qué parada era, pero conocía una cercana. La reunión era en un establecimiento en un barrio humilde. Se bajó del metro, la boca del metro estaba enfrente del callejón donde tenía que ir. Al acercarse a la puerta, sus piernas empezaron a temblar debido a lo que estaba a punto de hacer. Se dirigió con un temblor en la mano que ocultaba dentro del bolsillo y un gran escalofrío que le recorría todo el cuerpo. A Olivia no le gustaba mostrar debilidad, y siempre intentaba camuflarlo, lo que suponía un gran estrés interno constante.
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/19.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
Al llegar a la puerta, la tocó con dos golpes fuertes, y se escuchó la voz de alguien.
—¿Quién se presenta a estas horas de la noche? —dijo una la misteriosa del otro lado de la puerta.
La silueta se aproximó y habló en alto, asustando a Olivia.
—Contraseña —dijo con voz grave la trabajadora.
Olivia se descompuso. A ella no le habían dicho ninguna contraseña, estaba confundida. De repente escuchó una voz dulce y suave, que le parecía conocida, era su amiga María.
—Déjala entrar, es mi amiga, la nueva, de la que os hablé —dijo María.
Olivia se tranquilizó mucho al ver a su amiga. Se dieron un abrazo. Atravesaron un pasillo oscuro hasta una gran puerta. Al abrir la puerta, se escuchó un sonido similar a un chirrido necesitado de aceite, y, mientras bajaban por unas escaleras, sonaba el sonido de la madera antigua crujir con cada paso. De pronto, vio una enorme nave, más grande de lo que ella pensaba. Nada más entrar había una gran sala con mesas donde se veía gente escribiendo, poniendo sellos… Esta sala llevaba a un ancho y largo pasillo con muchas puertas a los lados. La que le llamó más la atención fue la del final, que tenía un letrero arriba que ponía "Confidential" y había una especie de guardia en la puerta. Su amiga la llevó a la sala donde iba a ser la reunión, abrió la puerta y estaban todos preparando las cosas.
María le dijo a Olivia que le recomendaba que fuera a por café, porque las reuniones iban a ser largas. En la primera puerta a la derecha le dijo que estaba la cafetería. Olivia se dirigió a ella, la puerta del fondo le robaba su atención, quería saber lo que había dentro, pero no podía arriesgarse. Se puso una buena taza de café y se dirigió a la sala de reuniones, tomó su silla y empezaron a hablar: Olivia estaba contenta y cómoda, la escuchaban y no la despreciaban.
Todos los candidatos y sus seguidores se encuentran de nuevo en la sala del Gran Palacio del Führer. Es una sala preciosa, llena de lujos; el oro es el material que destaca y las grandes lámparas hechas con diamantes deslumbran a todos los presentes. Heinrich está nervioso, espera con ansias los resultados, espera haber tomado la decisión correcta y que todo salga bien. De repente, entra por la gran puerta un hombre alto y fuerte con un sobre en la mano. Se dirige hacia el centro de la sala, se hace el silencio y el hombre habla.
—Ya tenemos los resultados de la votación —dice casi gritando.
A continuación, el hombre abre el sobre y saca el papel. Lo lee para sí mismo y acto seguido anuncia el ganador.
—¡Heinrich von der Leyen es el nuevo Führer! Un aplauso para nuestro nuevo líder, por favor.
Todos aplauden y vitorean entusiasmados. Heinrich se levanta de su asiento y sonríe agradecido a todos los presentes. Mientras todos celebran, Himmler sale de la sala, furioso, seguido por sus seguidores. A nadie parece importarle demasiado, así que continúan celebrando, hacen el saludo nazi y gritan: "¡Heil, von der Leyen!". Von der Leyen sube al estrado y hace un breve discurso de agradecimiento.
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/22.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
Más tarde, cuando todos se están marchando, Rommel se acerca a Heinrich y lo felicita.
—¡Felicidades al nuevo líder! Me alegro de que hayas ganado.
—Muchas gracias, nada hubiese sido posible sin tu ayuda —responde Heinrich.
—Qué va, estoy seguro de que tú lo habrías conseguido solo, pero me gusta ayudar a mi nuevo Führer —Rommel le guiña un ojo—. Además, espero mucho de ti, muchacho. Creo que puedes hacer grandes cosas y espero que conviertas la dictadura en algo mejor.
—Claro que sí. Usted me ha ayudado, así que no le defraudaré.
—Eso espero.
Rommel se despide de Heinrich. Este último recoge sus cosas y espera sentado a que anuncien los resultados en la radio para informar a la gente. Una vez anunciados, se dirige al garaje donde se encuentran los coches que se usan para los desfiles. Heinrich escoge un descapotable negro y se sube en el asiento del conductor. Su mujer aparece acompañada de uno de los sirvientes. Este le abre la puerta y ella se sube. Al ver a su marido, lo felicita. Ambos esperan a que les avisen para salir a desfilar. Unos minutos más tarde, los avisan. Heinrich arranca el coche y sale a la calle.
Lo primero que ve es a la multitud aplaudiendo y coreando su nombre. Niños y niñas, acompañados de sus padres, lo saludan entusiasmados. Miles de papeles de colores caen del cielo. Las trompetas y los tambores suenan con fuerza, tocando el himno de Alemania. Todos sonríen y muestran su apoyo al nuevo Führer.
Dos grandes hombres entraron en la celda de Alex Oldfield: lo cogieron de los brazos de manera tajante y se lo llevaron. Al bajar las escaleras, se encontraron con una puerta. El guardia la tocó con fuerza y un hombre de gran tamaño les abrió. En silencio, el guardia entró y sentó con fuerza a Alex en una silla que parecía bastante resistente. Comenzó a atarlo y Oldfield temió lo peor. Una vez terminó de atarlo, el guardia se retiró y se puso al lado de la puerta.
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Apagaron la luz y encendieron un flexo con una luz potente, que hizo que las pupilas de Alex se empequeñecieran y los ojos se le pusieran un poco llorosos. Su cara mostraba confusión; no sabía qué había hecho mal y pensaba que había ayudado. Los hombres empezaron a murmurar entre ellos, y al rato uno de ellos dijo:
—Así que tú eres al que llaman Alex Oldfield, ¿verdad?
—Oldfield, podemos hacer esto de forma fácil o podemos hacerlo difícil, tú decides.
—Esto es muy fácil: nosotros preguntamos, tú respondes. ¿Fácil, verdad?
Alex asintió sin decir nada al respecto.
—Primera y última pregunta: ¿de dónde has sacado las películas? —dijo tajante.
—Las encontré en un mercadillo que hay cerca de mi casa. Las iba a vender en mi tienda, en la sección de cine.
—¡Ja, ja, ja, ja! —soltó una carcajada—. Crees que somos tontos. Di la verdad de una vez o tomaré medidas; no estamos para perder el tiempo.
—Es la verdad, lo juro —dijo desesperado Alex.
—Se acabó. Te he dado la oportunidad, Alex. Pensaba que eras un hombre inteligente y que te gustaba hacer las cosas fáciles, pero se ve que no.
—Espera, ¿qué vas a…?
Le dio una bofetada que lo tiró de la silla y dejó a Alex inconsciente en el suelo. Le pusieron una bolsa mojada en la cabeza y, con una picana eléctrica, le iban dando descargas. Estuvo recibiendo descargas durante cinco minutos.
—Trae el cubo de agua —el guardia le acercó el cubo y el hombre lo cogió. Acercó la cabeza de Alex y la metió dentro del cubo. Alex notaba cómo le faltaba la respiración y, angustiado, movía su cuerpo intentando zafarse de su agarre. Tras unos segundos demasiado largos, el hombre sacó la cabeza del cubo—. ¿Vas a responder bien a mi pregunta o continuamos?
Alex respiraba agitadamente, cogiendo todo el aire posible, pero no respondió a la pregunta del hombre. Así que este volvió a repetir la acción unas cuantas veces hasta que se cansó y cogió el martillo.
—¿Estás seguro de que no quieres hablar?
Alex lo miró con desprecio, pero no respondió.
—Bien, como quieras entonces. Veo que te gusta sufrir, así que haremos que lo disfrutes.
El hombre cogió la mano de Alex y la puso sobre una mesa. Acto seguido, cogió el martillo y le golpeó justo en el centro, haciendo que todos los huesos de la mano se quebrasen. Alex sintió el dolor recorrer todo su cuerpo, gritó con la fuerza que le quedaba y ahí fue cuando el miedo actuó e hizo un gesto indicando que quería confesar:
—Ya veo que te has decidido a hablar. Te creo. Espero que no seas tan necio de mentirme a la cara y más sabiendo que te irá peor si no es cierto.
—Ya, ya, ya, no puedo más, no aguanto más. Hablaré, hablaré —le quitan la bolsa mojada de la cabeza—. No sé de qué son esas películas, solo sé que me las trajo un japonés llamado Akira Takemitsu. Dijo algo sobre que había diversos universos, pero no entendí nada.
—Vale, tenemos lo que queríamos. Soltadlo.
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En el preciso momento en que Olivia entró por la puerta, escuchó varias voces gritando, algunas reconocibles como la de María. Era una gran sala subterránea con mesas y una bandera de EEUU. Algunos de los altos mandos de la resistencia querían ir por la vía pacífica, ya que veían excesivo derramar más sangre, mientras que la mayor parte decía que la mejor solución era aniquilarlos, como ellos hicieron con ellos.
Personalmente, Olivia prefería actuar de forma más pacífica: con propaganda, podrían hacer que los ciudadanos se movilizasen cada vez más y que la resistencia se ampliase. Pero gran parte de los rebeldes no estaba de acuerdo con esa idea. Decían que los nazis no se merecían que se les atacase solo con propaganda, que debían empezar a usar las armas contra los altos cargos para que de verdad empezaran a hacer algo.
—¡La solución más razonable es intentar reclutar más personas, demasiada sangre ha sido derramada! —discute un veterano de la Segunda Guerra Mundial.
—¿¡Demasiada sangre ha sido derramada!? ¡Tú no sabes lo que es ver a tu familia ser asesinada enfrente tuya, hijo de puta! No sabes lo que es ver a la muerte a los ojos, mientras mi familia era asesinada, mientras los cabrones de los alemanes se burlaban de ellos, meándose encima de sus cuerpos! —dice un joven superviviente de un asalto nazi.
En aquel momento, Olivia recuerda la muerte de su querida madre, la fatídica muerte de Olivia Guevara. Todo pasó en el bombardeo de Washington. Su madre, su hermano Juan y ella estaban en la calle intentando evadir a los nazis, pero empezaron a dudar cuando no vieron ninguno. Pero todas sus dudas se hicieron respuesta cuando empezaron a sonar las alarmas de bombardeos. Desgraciadamente, no eran bombarderos, era un avión con una bomba atómica y unos diez aviones de defensa. Toda la familia intentó buscar un refugio para lo que ellos creían iban a ser bombas. Afortunadamente, Olivia encontró un búnker rebelde desalojado de varios centenares de metros de profundidad. Pero cuando bajaron, no había suficiente espacio para los tres y apenas había comida: las estanterías estaban casi vacías. En aquel momento, Olivia Guevara supo qué hacer: corriendo hacia la salida y gritando que no se preocuparan, que evadiría a las bombas. Todos intentaron detenerla, pero no la pudieron alcanzar, y Olivia cerró la puerta hermética. Todos se quedaron bajo tierra llorando cuando de pronto hubo un gran temblor, solo uno, y no podían salir ya que la puerta estaba cerrada para varios días. Todos intentaron repartir la comida, pero acabaron desnutridos hasta que varios días después pudieron salir…
—A esos perros de los nazis se les debe enseñar con fuerza. Si seguimos jugando a su juego, nunca vamos a llegar a nada.
—Pero hay personas que han entrado en el régimen a la fuerza o por miedo, para sobrevivir —dijo Olivia, pensando que ella misma podría haber elegido no estar aquí y seguir trabajando para los nazis.
—¡Que no hubiesen entrado en su juego! —dijo su amiga María—. Míranos a nosotros, nos las apañamos sin tener que trabajar para ellos. O mírate a ti, Olivia. Aunque trabajes para ellos, has preferido aliarte con nosotros.
Sí, se había unido a ellos, pero ¿a qué coste?, pensó Olivia.
Finalmente, había ganado por mayoría la decisión de usar la violencia. “¡Esos cabrones no merecen nuestra misericordia!”, había gritado uno de ellos, y todos habían gritado como respuesta. Aunque al principio no estaba del todo de acuerdo, al final Olivia acabó por acceder. No era tan mala idea si lo pensaba. Así que decidió tomar la palabra.
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—Si finalmente hemos decidido usar la violencia, yo tengo información que nos puede servir. Como ya sabéis, yo trabajo en el AMRA, y tengo acceso a las direcciones y los movimientos que hacen los altos cargos. Si puedo conseguir esa información, vosotros podéis usarla para hacer ataques más directos.
—¿Y cada cuánto tiempo nos vas a poder dar esa información?
—Si me arriesgo mucho, podré daros información una vez por semana. Puedo hacerlo a través de nuestra compañera María Espinoza, yo le daré un sobre con la información.
María no dijo nada, pero Olivia sabía que estaría de acuerdo. A ella no le importaba nada arriesgarse por la causa. Es más, María daría su vida por la resistencia. Pero a Olivia le preocupaba su vida. Al darle el sobre con toda esa información, le estaba pasando todo el riesgo a sus manos, y si alguien lo encontraba, la ejecutarían de inmediato.
Pese a todo, ese fue el plan que se dictó. Cada semana, Olivia metería en aquel sobre todas las direcciones y movimientos diarios de los oficiales que pudiese encontrar. Y todos los miércoles se encontraría con María y, cuando nadie se diera cuenta, le daría el sobre que María llevaría al grupo secreto.
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Otro día más amanecía el querido führer en el gran Reich, otro día más de duro trabajo en esa oficina. El gran Heinrich von der Leyen se encontraba en su enorme oficina, llena de carísimos muebles de madera de ébano alemán. Los tiradores y picaportes de todos los muebles y puertas eran todos bañados en oro. Toda su oficina era símbolo de poder, riqueza y estatus.
Pese a que podría parecer perfecta aquella oficina, podría resultar incluso un poco abrumador ver que hasta el teléfono, situado en una mesita justo debajo de su enorme cuadro detrás de su escritorio, estaba adornado en oro. En ese enorme despacho, el gran von der Leyen se encontraba sentado en su comodísima silla, en su despacho, discutiendo consigo mismo sobre su plan de actuación. Era la hora de redactar su primer paquete de medidas, lo cual en un principio tendría que resultar fácil, pero tenía tantas medidas futuras pensadas que no sabía por dónde comenzar. Para él, todas eran importantes, pero tampoco podía comenzar por una que lo dejara bajo el punto de mira de todo el Reich. Sí, pensaba que debía cambiar totalmente la forma de gobierno nazi, pero no podía hacerlo bruscamente de un día a otro, sino que había que hacerlo progresivamente.
Después de un buen rato dándole vueltas, decidió que su primera medida sería reducir las categorías en solo dos, ya que era un lío tener que hacer tantos carnets de raza diferentes cuando era más fácil reducir las categorías a dos: los dirigentes, que por supuesto eran los alemanes, todos aquellos hermanos del gran Reich, y, por otro lado, los dirigidos, todas aquellas razas y etnias inferiores a la gran raza aria, inferiores a los alemanes. Otra de sus medidas sería que en un plazo de unos quince años, Estados Unidos y Europa serían totalmente independientes. Claro que esto pasaría siempre y cuando Estados Unidos aceptara tener nada más que un ejército totalmente limitado, ya que podría resultar peligroso que no fuera así, porque si Estados Unidos se rearmaba, podría levantarse contra el Reich y todo podría acabar realmente mal, incluso llegando a una tercera guerra mundial.
Después de varios minutos en un silencio que solo él encontraba reconfortante, vio claro que no debía apresurarse, que quizá quince años serían suficientes. Quince largos, pero seguros años.
Su silencio fue interrumpido por la puerta abriéndose abruptamente, un portazo que hizo un pequeño agujero en la pared de la fuerza con la que la puerta fue estampada. Heinrich alzó la vista con los ojos bien abiertos, una clara expresión de sorpresa en su cara. Su mirada inmediatamente fue recibida por el rostro rabioso de Himmler. Antes de que Von der Leyen pudiera siquiera abrir la boca para recibirlo, Himmler se le adelantó y le dijo:
—¡Desgraciado! ¿¡Qué te crees que haces, imbécil!? ¿¡Cómo te atreves a traicionar tu puesto como Führer!? ¡Desde el primer momento sabía que tú fueras Führer era un error! ¡Debía haber sido yo! ¡YO!
Heinrich se quedó observando a Himmler durante un momento, escuchando mientras lanzaba su rabieta. Cuando acabó de hablar, Von der Leyen hizo un sonido de desprecio e incredulidad, moviendo su mirada al suelo momentáneamente para luego alzarla una vez más y mirar a los ojos a Himmler mientras le respondía:
—Himmler, te pido de corazón que ni me insultes ni me grites, si es que tu cerebro de guisante te lo permite. Yo no estoy traicionando al imperio de ninguna manera. Simplemente estoy tomándome mi tiempo para hacer los cambios que yo vea necesarios para nuestra patria. No cuestiones ni mis métodos ni mis maneras.
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Himmler, aún más enfurecido por el tono pasivo-agresivo de Heinrich, dio unos pasos alrededor del despacho, murmurando cosas para sí mismo. Entonces, tiró algunos libros de la estantería, los cuales cayeron al suelo con las páginas desperdigadas. Himmler apuntó un dedo acusador en la dirección de Von der Leyen y le gritó:
—Estás faltando a tu palabra, estás traicionando a Alemania, a su gente, a sus tradiciones, su cultura, sus leyes, y le estás faltando el respeto al rey de esta patria… No te mereces ser su sucesor —dijo subiendo el tono—. ¡No lo entiendes! ¡El imperio es nuestro cuerpo, y la raza aria nuestro espíritu! ¡Es lo que nos hace lo que en verdad somos! ¡Son la misma cosa, y tienen voluntad propia! Recuerda, Von der Leyen... Podrás intentar escapar todo lo que quieras, pero al final todo volverá a su rumbo. Todo está ya dictado...
Antes de que Heinrich pudiera responder, Himmler se marchó rápidamente del despacho, azotando la puerta una vez más, la cual se cerró con un estruendo.
Habían pasado dos semanas desde la reunión del grupo secreto. En este tiempo, Olivia había pasado información a María sobre alemanes y colaboracionistas estadounidenses. Hoy volvía a ser miércoles, el día señalado para llevar más documentos a su amiga. Ese día había sido muy ajetreado para Olivia, ya que había estado casi todo el día buscando nuevas direcciones que darles a los rebeldes. Había faltado muy poco para que la pillasen sus supervisores, pero había conseguido que nadie sospechara nada. Cada vez se estaba convirtiendo en un trabajo más arriesgado, ya que además del riesgo que suponía pasar la información, sus superiores no confiaban del todo en ella por tener clasificación B. En un quiosco de la calle, compró un periódico para ver cómo iba la situación.
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El titular de la primera página hizo que un escalofrío recorriera todo su cuerpo: “OTRO VIOLENTO ATENTADO ACABA CON EL DIRECTOR DE OPERACIONES PARA EL ALTO MANDO ALEMÁN, JUNTO CON SU ESPOSA E HIJOS”. Desde que había empezado a darle direcciones a María, se habían realizado ya cinco atentados contra dirigentes… y sus familias. Al fin y al cabo, Olivia había acabado por apoyar los asesinatos a las personas que los estaban matando. Pero matar a sus familias también le parecía demasiado. ¿Qué culpa tenían los hijos de un hombre que había decidido traicionar a los suyos? Y pensar que las muertes de esas familias las había desencadenado ella le hacía sentir horriblemente mal. ¿Estaba de verdad haciendo lo correcto, o no debería haberse metido nunca a ese grupo?
Alex Oldfield ni siquiera era capaz de determinar si estaba vivo o muerto. Los guardias lo llevan a una celda con barrotes de hierro y vigilada por dos guardias de aspecto amenazante. Alex tenía una venda en los ojos y otra en la boca. Al llegar, lo arrojan al suelo como si fuese basura. Alex se levanta y mira alrededor para descubrir a su nuevo compañero de celda, Akira Takemitsu. Este lo mira horrorizado y le ayuda a levantarse.
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—Amigo mío, ¿qué te han hecho? Te ves horrible —exclamó Akira horrorizado.
—Lo siento… lo siento mucho, Akira. He confesado todo, he dado tu nombre, ahora irán a por ti. Perdóname, tampoco he difundido las películas. Ahora sé que debí hacerlo —dijo Alex sollozando.
Akira suspiró.
—Tranquilo, Alex. Está bien. Siento que de algún modo este era mi destino. Lo hecho, hecho está; no te lamentes por ello, no servirá de nada.
Akira no estaba preocupado por lo que podría ocurrirle. Alex lo notó y preguntó:
—¿Por qué estás tan tranquilo, Akira? Acabo de decirte que ellos saben que fuiste tú el que me entregó las películas.
—Lo sé, te he escuchado, pero también sé que los universos se conectarán tarde o temprano y todo cambiará. No puedo decirte con certeza lo que ocurrirá, pero estoy seguro de que todo cambiará.
—¿De qué hablas ahora, Akira? —pregunta Alex confundido.
—Verás, amigo mío…
Akira estaba a punto de explicárselo todo a Alex cuando fue interrumpido por unos guardias. Los guardias los agarran por el brazo y prácticamente los sacan a rastras de la celda.
—¿Qué vais a hacer? —pregunta Akira.
Ninguno de los guardias responde, solo se ríen. Los guardias agarran a Akira y a Alex. Al principio, los llevan por el mismo camino, pero cuando llegan al patio, los guardias se separan. A Akira lo ponen delante de una pared, los guardias se posicionan delante de él y, sin esperar más, lo fusilan. Alex lo ve todo mientras es arrastrado por el otro guardia; la rabia y la tristeza le nublan la vista, no puede pensar con claridad.
—Tú, el americano, vete; han ordenado que te liberemos.
Lo escoltan entre dos guardias hacia la salida, la añorada salida. Llegan a la salida del campo de concentración y, sin cuidado alguno, arrojan a Alex al suelo. Alex sollozaba sin parar; no podía creer que el único amigo que tenía había muerto a manos de los nazis, estaba en shock. El guardia lo observó durante unos segundos y, al notar que lloraba, lo miró con desprecio. Acto seguido, le escupió y se fue murmurando:
—Débil.
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Alex no se movió. La rabia interna que sentía no tardó en convertirse en tristeza; estaba tan destrozado que no notó que llovía, el agua caía en su cara mezclándose con sus lágrimas. Se tumbó en el frío y mojado suelo y se encogió, abrazando sus rodillas. La culpa lo consumía, ahora sabía que había desaprovechado la última oportunidad de su vida.
Después de la discusión con Himmler, Heinrich pasó unas pocas horas más en su despacho, organizando algunos papeles y documentos. Cuando llegó la hora de salir, agarró su abrigo, se montó en su coche y se dirigió a casa de su querida amante judía Clara Schulz. Aparcó su coche enfrente de su casa y llamó a la puerta, siendo recibido al poco tiempo con un cálido abrazo de su amante. Él la abrazó y le susurró delicadamente al oído:
—Paciencia, querida. Pronto dejaré a mi mujer y podré venir contigo de una vez por todas. Podremos expresar nuestros sentimientos y nuestro amor sin necesidad de salir a escondidas... Pero por esta noche, déjame invitarte a un buen restaurante que conozco. Es discreto y nadie nos molestará.
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Clara pareció encantada con la idea. Una dulce sonrisa apareció en su cara, y sus ojos parecieron brillar como dos puros diamantes en la oscuridad. Con su voz angelical, que parecía hecha puramente para Heinrich Von der Leyen, ella le susurró de vuelta:
—Estoy ansiosa por estar contigo libremente, poder expresar nuestros sentimientos sin barreras... Ay... Parece una fantasía, pero muy pronto será una realidad. Pero por ahora, sí, estaría encantada de pasar esta espléndida noche junto a tu lado.
Heinrich se encontraba con su verdadera amada, Clara. Se encontraban bajando juntos. Heinrich la iba a llevar a un restaurante elegantísimo pero muy discreto, ya que él seguía casado y no podía aparecer públicamente con su amante y porque su amante era judía. Si alguien se llegara a enterar de que tenía una amante, podría pensar que su mujer alemana pura raza no era suficiente para él, pero que una judía sí, y que él era un traidor, e incluso podía terminar muerto si esa información caía en las manos equivocadas.
Muchas veces había tenido pesadillas con que Himmler los descubría y el final siempre era o él muerto, Clara muerta, o los dos muertos, y la verdad es que ese final no le hacía para nada feliz. Se encontraban a punto de subir al coche, Heinrich miró a Clara, ella se encontraba con una sonrisa, se notaba muy contenta. Heinrich sintió que debía abrazar a Clara antes de montarse en el coche, no sabía por qué pero su cuerpo se lo pedía y así lo hizo. La abrazó, la abrazó como si no hubiera un mañana y se sintió después de mucho tiempo realmente feliz.
Ambos amantes intercambian cálidas miradas llenas de amor y afecto por el otro. Heinrich toma la mano de Clara con un agarre gentil pero firme, como si tuviera miedo de que, si la suelta, Clara desaparecería de repente. Por un momento solo se escuchan los sonidos de los zapatos de Von der Leyen y los tacones de Clara chocando contra el suelo. Finalmente, llegan al coche de Heinrich. Él abre la puerta por ella y le hace un gesto para que entre primero. Ella deja escapar una pequeña risita y toma el asiento del copiloto, con unos movimientos fluidos y llenos de gracia, como una bailarina. Después de asegurarse de que Clara se ha subido al coche y está segura dentro, Heinrich cierra la puerta y se dirige al otro lado del coche para sentarse en el asiento del conductor. Antes de encender el coche, él se gira hacia ella, le toma la mano y planta un pequeño beso en la parte de atrás de su mano.
—Vamos a disfrutar de esta noche, solo tú y yo. ¿Vale, querida?
Heinrich Von der Leyen le dice a Clara, con un tono feliz y esperanzador, una sonrisa pequeña pero llena de significado dirigida a ella.
—Sí, solo nosotros, Heinrich...
Ella le responde en un tono seguro, replicando la misma sonrisa que Heinrich tenía en su rostro. Él le dedicó una última mirada afectuosa antes de encender el coche.
Justo en el momento en que Von der Leyen introdujo las llaves en el coche y las giró, el coche de repente estalló. Una poderosa llamarada de fuego consumió el coche junto a ambos amantes, antes de que pudiesen siquiera reaccionar.
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Las llamas encendieron rápidamente el coche, los cristales se quebraron en miles de pedazos, a cada cual más pequeño. El coche quedó reducido por las llamas y dentro de las ruinas se encontraba el cuerpo de los dos amantes, agarrados de la mano, todo chamuscados, dando a entender que ni siquiera una explosión o las llamas del infierno separarían a los dos amantes, porque el amor verdadero es más fuerte que toda la envidia y el odio existente en esa realidad.
La única persona que pasaba por allí a esa hora, un hombre alto con una gabardina completamente negra, se aproximó al coche en llamas de la pareja. Desde una distancia prudencial para no quemarse por las llamas, se agazapó un poco para mirar por la ventana, lo suficiente para ver los cuerpos calcinados de Von der Leyen y Clara. Las llamas actuaron rápido, y sus cuerpos, ya apenas reconocibles, yacían consumidos por el fuego, no dejando rastro de su pelo ni de su ropa, solo dos engendros carbonizados y rodeados de ceniza. El hombre asintió para sí mismo y metió una de sus manos en un bolsillo de su gabardina, sacando un walkie-talkie y diciendo a la persona al otro lado:
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—¡Misión cumplida, Herr Himmler! ¡Heil, Himmler! ¡Heil Führer!
Pocas semandas después, al acercarse a la cafetería donde ha quedado con María para darle documentos, unos que contienen las localizaciones de varios altos cargos alemanes, Olivia ve un furgón policial. De pronto, distingue a María, que está siendo golpeada por oficiales. La llevan entre dos policías y, en ese momento, las dos amigas intercambian desde lejos una mirada.
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Olivia trata de intervenir, pero los ojos penetrantes de su amiga opinan lo contrario. Sin palabras, le pide que no se sacrifique inútilmente, que ella ya está perdida. Se llevan a María al furgón y Olivia despide a su amiga sutilmente, a través del cristal de la ventanilla trasera.
Olivia Freeman se derrumba, por su culpa su mejor amiga está de camino a una muerte inminente, y entre lágrimas decide perseguir el coche negándose a que la lleven, gritando y montando un completo espectáculo en medio de la calle, donde las personas la ven como una loca, pero el coche es más rápido que ella y la dejan atrás.
Viendo cómo se va el coche, se siente impotente y empieza a sollozar como nunca. De la furia y remordimiento, patea una lata con fuerza y sale disparada a gran velocidad, llevándose también uno de sus tacones por delante, rompiéndose en el impacto contra el suelo.
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Olivia vuelve a casa sollozando y acaba el día echada en el sofá con los ojos reflejando un mar de lágrimas y con una foto de ellas dos tomando un café. Solo le queda seguir con su vida, una que ahora carece de sentido.
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[[VOLVER AL INICIO->Reseteo]]Alex siguió con su vida. Volvió a su tienda de antigüedades y siguió con su rutina diaria, buscando una vida apaciguada resguardada en la cobardía. No llevaría las películas, aunque no las rompió ni se deshizo de ellas; simplemente las cogió, las metió en una caja y las guardó en el lugar más oculto de la tienda, que era una pequeña habitación que consideraba su almacén.
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Después de todo, a Alex le daba igual todo; lo había perdido todo en la guerra, a su familia. Al guardar la caja con las películas, decidió preguntarle a su amigo Akira Takemitsu, cuando lo volviera a ver, qué eran esas películas tan extrañas. ¿Cuándo lo volvería a ver? ¿Lograría Akira escapar de los que le perseguían? Tras cerrar la tienda, porque era la hora de cerrar, miró el teléfono, pero seguía sin haber noticias de Akira. Alex se puso en el peor lugar, pero decidió irse a su casa a descansar y no darle tanta importancia.
Unos días después, Alex se levantó, se tomó su café y se dispuso hacia la tienda para abrirla. Al meter la llave y girarla para abrir la chapa, al poner la mano para subir la chapa hacia arriba, escuchó un ruido de unas sirenas. No le dio importancia y terminó de subir la chapa. Al terminar de subir la chapa, se giró y se encontró con seis agentes japoneses detrás de él. Sin mediar ninguna palabra, los seis agentes entraron armados a la tienda y rebuscaron por cada esquina. Alex intentaba pararlos, pero no pudo.
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Montaron un alboroto frente a un cliente, le dispararon y cayó sin vida en el suelo, con una bala atravesando su cráneo y varios objetos del mostrador. Después, amenazaron a Oldfield de muerte y le pidieron explicaciones y la localización de esos rollos de películas. Alex estaba atónito por la muerte del cliente frente a sus ojos. Los japoneses dispararon cerca de él para que reaccionara y le repitieron la pregunta. Alex les preguntó su identidad: ¿Quiénes eran? ¿Por qué habían entrado? ¿Por qué había muerto ese pobre cliente? Pero desprecian sus preguntas y le pegaron una paliza en medio de la tienda. Después, lo dejaron en el suelo. Entonces, recordó las películas.
La única escapatoria que tenía era intentar quemar la caja con las películas. En la tienda, por suerte, tenía un mechero. No se lo pensó dos veces y cogió el mechero, y cuando iba a entrar al almacén, los agentes con la culata de la pistola noquearon a Alex. Después de diez minutos, Alex se levantó y lo primero que vio fueron los seis agentes y la caja frente a ellos. Sin preguntar nada, los agentes esposaron a Alex y lo montaron al coche. Alex escuchó a los agentes hablar por teléfono con alguien importante y escuchó a dónde lo iban a llevar: a un campo de prisioneros a tres horas desde donde estaban. Tras escuchar eso, perdió el conocimiento.
Al despertarse, el coche se encontraba parado y, al mirar a su derecha por la ventana, vio un gran edificio, todo destruido, con un gran muro que lo rodeaba con alambres de espino por encima del muro. Alex se quedó paralizado dos segundos, y un agente abrió la puerta del coche, lo sacó a la fuerza, lo tiró al suelo y le dijo que se pusiese a caminar o lo iba a dejar sin piernas. Alex se levantó y se puso a andar, hasta entrar al lugar. El lugar era lo más desastroso y loco que alguien podría llegar a ver en su vida; había gente sin vida desangrada por el suelo y nadie se paraba a recogerlos. Al ver todo esto, Alex no se lo podía creer; él nunca se podría imaginar todo lo que acababa de ocurrir en menos de cinco minutos en aquel desastroso lugar. A la media hora, Alex decidió echarse a dormir en el suelo, buscó un lugar más o menos limpio y se quedó allí. Nada más echarse y cerrar los ojos, empezó a recibir golpes con porras, latigazos con cinturones hechos de un material duro. Alex solo suplicaba que parasen, pero cuanto más suplicaba, más le pegaban. Al rato, los soldados decidieron irse, lo dejaron tirado en el suelo con muchas marcas de golpes por todo el cuerpo.
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/48.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
Después de la paliza que le dieron a Alex, un prisionero se acercó, le tendió su mano y lo ayudó a levantarse.
—Muchas gracias por ayudarme —dijo dolorido—. ¿Cómo te llamas y por qué has decidido ayudarme?
—No hace falta que las des. Yo me llamo Haruto Minato y la verdad no sé por qué me he acercado a ayudarte.
—No es posible, ¿qué haces aquí si eres uno de ellos? Eres japonés —dijo con tono sorprendido.
—Ya lo sé, estoy aquí porque soy uno de los pocos que no está de acuerdo con las decisiones que están tomando. Entonces, me rebelé... y aquí estoy.
De repente, se acercó un agente y empezó a gritar:
—¡¿Qué hacéis ahí parados?! ¡Poneos a trabajar ahora mismo o yo mismo os arrancaré la cabeza!
Mientras decía esto, el agente estaba desenfundando un machete de largo alcance. Haruto Minato y Alex no tardaron ni menos de diez segundos en ponerse a trabajar. Pasaron las horas y ya se había hecho de noche. Entonces, decidieron irse a la celda a descansar, o por lo menos a intentarlo. En el transcurso de ir a la celda, a Haruto Minato se lo llevó un agente, como si lo hubiesen raptado, y Alex se quedó en shock; no supo reaccionar y salió corriendo hasta llegar a su celda. Desde ese momento, ya no supo nada más sobre él.
En la sala del Palacio del Reich, solo se escuchaban las respiraciones aceleradas de los veinticinco líderes. Nadie se atrevía a decir nada; se limitaban a escuchar en silencio la votación que definiría la siguiente etapa en la vida de los habitantes alemanes. Cuando se iba a dar el ganador, la sala entera se calló y hubo un silencio absoluto.
En la sala del palacio se escuchó un gran grito anunciando que Himmler fue elegido como el nuevo Führer. En ese momento, Himmler se levantó con gran entusiasmo de su asiento y subió las escaleras despacio, caminando de manera elegante y formal.
Tras el anuncio, Von der Leyen concentró su euforia gritando el nombre de Himmler, haciendo así que la sala rompiera en una gran ovación celebrando la victoria del nuevo Führer. En ese momento, todos vitoreaban y bebían felices de tener un nuevo Führer. Pero había una persona que no se lo estaba pasando demasiado bien. Había cierta persona atravesando la puerta de la sala con rabia y coraje: Rommel. Inmediatamente abandonó la sala, dando puñetazos y patadas a la gran mesa, incluso rompió una silla nada más salir de la sala.
Von der Leyen, de repente, tocó una copa con su mano derecha y, alzándola, gritó con una voz grave:
—¡Heil Himmler!
A coro se unieron el resto de líderes, comenzando una ola de aclamaciones. Tras un rato de halagos hacia Himmler, el nuevo Führer se dispuso a subir al estrado y pronunció el siguiente discurso:
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—Queridos hermanos, lo primero antes que todo gracias por darme esta confianza plena, por elegirme como vuestro Führer. Es un honor estar hoy con vosotros. Más de dos días han transcurrido desde el infortunado día en que el pueblo alemán perdió a nuestro querido Führer, pero no podemos parar nuestro proyecto, él no hubiera querido eso. De ahora en adelante, dirigiré la lucha por el honor y por los derechos vitales del pueblo alemán con firme determinación. Os voy a ser totalmente sincero: nunca podré superar a nuestro Dios Adolf Hitler, pero yo sé que voy a ser la mejor versión de mí por todos vosotros. El Imperio es algo aún pendiente también, pero no penséis ni por un segundo que lo dejaré de lado. Alemania está cayendo en manos de la tolerancia y la mediocridad. Debemos limpiar las calles de la basura, tanto en Europa como en América, y eso significa acabar con las razas inferiores a nosotros para poder elevar a Alemania a la gloria. Quiero que los sub-humanos trabajen todos para nosotros, que trabajen las veinticuatro horas del día, todos los días. No van a tener descanso, hasta que ellos mismos mueran o se suiciden. Y los que se nieguen a eso, se les maltratará de por vida hasta que ellos mismos no quieran seguir viviendo. Esas son las principales misiones que tengo.
—¡Viva nuestro pueblo y nuestro Reich!
Toda la sala estalló en aplausos. Himmler pidió silencio para decir algo más:
—También quiero anunciar al que me va a apoyar como mi principal colaborador, que es el queridísimo Heinrich Von der Leyen.
Al escuchar el nombre de Von der Leyen, la sala entera empezó a aplaudir. Todos felicitaban, estaban todos enloquecidos.
—Heinrich Von der Leyen, mi gran amigo, solo espero tenerte a mi lado durante mi gobierno y espero verte dispuesto a tomar mi relevo en algún momento de mi vida cuando decida retirarme. Sé que, sin duda alguna, serás un gran sucesor y estoy seguro de que un gran aliado también.
Todos los líderes se levantaron a felicitar al nuevo Führer y a su mano derecha, Von der Leyen.
Al día siguiente por la mañana, cuando Himmler entra a su nuevo despacho, después de que le nombraran el nuevo Führer, encuentra una gran foto de él colgada en su despacho, con una gran sonrisa en su cara repleta de orgullo hacia sí mismo. Se sienta en su escritorio admirando su nuevo despacho y empieza a gestionar su papeleo tranquilamente, organizándose ahora que tiene la posibilidad de dominar el mundo.
Olivia estaba en la cocina preparándose un café para poder afrontar bien la jornada laboral, el café le daba vida. Eran las 16:30, a las 17:00 era la reunión con el grupo secreto, estaba nerviosa y desconfiada. Le dio su último sorbo a su café, se puso su traje, cogió su abrigo del perchero y se despidió de su padre.
—Papá, me voy a trabajar, volveré tarde. ¡No me esperes para cenar!
—Vale, Olivia, ¡que te vaya bien!
Olivia bajó las escaleras de su edificio con agilidad, no quería llegar tarde a la reunión. Al salir a la calle, estaba lloviendo, nublado, oscuro. Fue a la boca del metro. No sabía muy bien qué parada era, pero conocía una cercana. La reunión era en un establecimiento en un barrio humilde. Se bajó del metro, la boca del metro estaba enfrente del callejón donde tenía que ir. Al acercarse a la puerta, sus piernas empezaron a temblar debido a lo que estaba a punto de hacer. Se dirigió con un temblor en la mano que ocultaba dentro del bolsillo y un gran escalofrío que le recorría todo el cuerpo. A Olivia no le gustaba mostrar debilidad, y siempre intentaba camuflarlo, lo que suponía un gran estrés interno constante.
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Al llegar a la puerta, la tocó con dos golpes fuertes, y se escuchó la voz de alguien.
—¿Quién se presenta a estas horas de la noche? —dijo una la misteriosa del otro lado de la puerta.
La silueta se aproximó y habló en alto, asustando a Olivia.
—Contraseña —dijo con voz grave la trabajadora.
Olivia se descompuso. A ella no le habían dicho ninguna contraseña, estaba confundida. De repente escuchó una voz dulce y suave, que le parecía conocida, era su amiga María.
—Déjala entrar, es mi amiga, la nueva, de la que os hablé —dijo María.
Olivia se tranquilizó mucho al ver a su amiga. Se dieron un abrazo. Atravesaron un pasillo oscuro hasta una gran puerta. Al abrir la puerta, se escuchó un sonido similar a un chirrido necesitado de aceite, y, mientras bajaban por unas escaleras, sonaba el sonido de la madera antigua crujir con cada paso. De pronto, vio una enorme nave, más grande de lo que ella pensaba. Nada más entrar había una gran sala con mesas donde se veía gente escribiendo, poniendo sellos… Esta sala llevaba a un ancho y largo pasillo con muchas puertas a los lados. La que le llamó más la atención fue la del final, que tenía un letrero arriba que ponía "Confidential" y había una especie de guardia en la puerta. Su amiga la llevó a la sala donde iba a ser la reunión, abrió la puerta y estaban todos preparando las cosas.
María le dijo a Olivia que le recomendaba que fuera a por café, porque las reuniones iban a ser largas. En la primera puerta a la derecha le dijo que estaba la cafetería. Olivia se dirigió a ella, la puerta del fondo le robaba su atención, quería saber lo que había dentro, pero no podía arriesgarse. Se puso una buena taza de café y se dirigió a la sala de reuniones, tomó su silla y empezaron a hablar: Olivia estaba contenta y cómoda, la escuchaban y no la despreciaban.
Dos grandes hombres entraron en la celda de Alex Oldfield: lo cogieron de los brazos de manera tajante y se lo llevaron. Al bajar las escaleras, se encontraron con una puerta. El guardia la tocó con fuerza y un hombre de gran tamaño les abrió. En silencio, el guardia entró y sentó con fuerza a Alex en una silla que parecía bastante resistente. Comenzó a atarlo y Oldfield temió lo peor. Una vez terminó de atarlo, el guardia se retiró y se puso al lado de la puerta.
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Apagaron la luz y encendieron un flexo con una luz potente, que hizo que las pupilas de Alex se empequeñecieran y los ojos se le pusieran un poco llorosos. Su cara mostraba confusión; no sabía qué había hecho mal y pensaba que había ayudado. Los hombres empezaron a murmurar entre ellos, y al rato uno de ellos dijo:
—Así que tú eres al que llaman Alex Oldfield, ¿verdad?
—Oldfield, podemos hacer esto de forma fácil o podemos hacerlo difícil, tú decides.
—Esto es muy fácil: nosotros preguntamos, tú respondes. ¿Fácil, verdad?
Alex asintió sin decir nada al respecto.
—Primera y última pregunta: ¿de dónde has sacado las películas? —dijo tajante.
—Las encontré en un mercadillo que hay cerca de mi casa. Las iba a vender en mi tienda, en la sección de cine.
—¡Ja, ja, ja, ja! —soltó una carcajada—. Crees que somos tontos. Di la verdad de una vez o tomaré medidas; no estamos para perder el tiempo.
—Es la verdad, lo juro —dijo desesperado Alex.
—Se acabó. Te he dado la oportunidad, Alex. Pensaba que eras un hombre inteligente y que te gustaba hacer las cosas fáciles, pero se ve que no.
—Espera, ¿qué vas a…?
Le dio una bofetada que lo tiró de la silla y dejó a Alex inconsciente en el suelo. Le pusieron una bolsa mojada en la cabeza y, con una picana eléctrica, le iban dando descargas. Estuvo recibiendo descargas durante cinco minutos.
—Trae el cubo de agua —el guardia le acercó el cubo y el hombre lo cogió. Acercó la cabeza de Alex y la metió dentro del cubo. Alex notaba cómo le faltaba la respiración y, angustiado, movía su cuerpo intentando zafarse de su agarre. Tras unos segundos demasiado largos, el hombre sacó la cabeza del cubo—. ¿Vas a responder bien a mi pregunta o continuamos?
Alex respiraba agitadamente, cogiendo todo el aire posible, pero no respondió a la pregunta del hombre. Así que este volvió a repetir la acción unas cuantas veces hasta que se cansó y cogió el martillo.
—¿Estás seguro de que no quieres hablar?
Alex lo miró con desprecio, pero no respondió.
—Bien, como quieras entonces. Veo que te gusta sufrir, así que haremos que lo disfrutes.
El hombre cogió la mano de Alex y la puso sobre una mesa. Acto seguido, cogió el martillo y le golpeó justo en el centro, haciendo que todos los huesos de la mano se quebrasen. Alex sintió el dolor recorrer todo su cuerpo, gritó con la fuerza que le quedaba y ahí fue cuando el miedo actuó e hizo un gesto indicando que quería confesar:
—Ya veo que te has decidido a hablar. Te creo. Espero que no seas tan necio de mentirme a la cara y más sabiendo que te irá peor si no es cierto.
—Ya, ya, ya, no puedo más, no aguanto más. Hablaré, hablaré —le quitan la bolsa mojada de la cabeza—. No sé de qué son esas películas, solo sé que me las trajo un japonés llamado Akira Takemitsu. Dijo algo sobre que había diversos universos, pero no entendí nada.
—Vale, tenemos lo que queríamos. Soltadlo.
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En el preciso momento en que Olivia entró por la puerta, escuchó varias voces gritando, algunas reconocibles como la de María. Era una gran sala subterránea con mesas y una bandera de EEUU. Algunos de los altos mandos de la resistencia querían ir por la vía pacífica, ya que veían excesivo derramar más sangre, mientras que la mayor parte decía que la mejor solución era aniquilarlos, como ellos hicieron con ellos.
Personalmente, Olivia prefería actuar de forma más pacífica: con propaganda, podrían hacer que los ciudadanos se movilizasen cada vez más y que la resistencia se ampliase. Pero gran parte de los rebeldes no estaba de acuerdo con esa idea. Decían que los nazis no se merecían que se les atacase solo con propaganda, que debían empezar a usar las armas contra los altos cargos para que de verdad empezaran a hacer algo.
—¡La solución más razonable es intentar reclutar más personas, demasiada sangre ha sido derramada! —discute un veterano de la Segunda Guerra Mundial.
—¿¡Demasiada sangre ha sido derramada!? ¡Tú no sabes lo que es ver a tu familia ser asesinada enfrente tuya, hijo de puta! No sabes lo que es ver a la muerte a los ojos, mientras mi familia era asesinada, mientras los cabrones de los alemanes se burlaban de ellos, meándose encima de sus cuerpos! —dice un joven superviviente de un asalto nazi.
En aquel momento, Olivia recuerda la muerte de su querida madre, la fatídica muerte de Olivia Guevara. Todo pasó en el bombardeo de Washington. Su madre, su hermano Juan y ella estaban en la calle intentando evadir a los nazis, pero empezaron a dudar cuando no vieron ninguno. Pero todas sus dudas se hicieron respuesta cuando empezaron a sonar las alarmas de bombardeos. Desgraciadamente, no eran bombarderos, era un avión con una bomba atómica y unos diez aviones de defensa. Toda la familia intentó buscar un refugio para lo que ellos creían iban a ser bombas. Afortunadamente, Olivia encontró un búnker rebelde desalojado de varios centenares de metros de profundidad. Pero cuando bajaron, no había suficiente espacio para los tres y apenas había comida: las estanterías estaban casi vacías. En aquel momento, Olivia Guevara supo qué hacer: corriendo hacia la salida y gritando que no se preocuparan, que evadiría a las bombas. Todos intentaron detenerla, pero no la pudieron alcanzar, y Olivia cerró la puerta hermética. Todos se quedaron bajo tierra llorando cuando de pronto hubo un gran temblor, solo uno, y no podían salir ya que la puerta estaba cerrada para varios días. Todos intentaron repartir la comida, pero acabaron desnutridos hasta que varios días después pudieron salir…
—A esos perros de los nazis se les debe enseñar con fuerza. Si seguimos jugando a su juego, nunca vamos a llegar a nada.
—Pero hay personas que han entrado en el régimen a la fuerza o por miedo, para sobrevivir —dijo Olivia, pensando que ella misma podría haber elegido no estar aquí y seguir trabajando para los nazis.
—¡Que no hubiesen entrado en su juego! —dijo su amiga María—. Míranos a nosotros, nos las apañamos sin tener que trabajar para ellos. O mírate a ti, Olivia. Aunque trabajes para ellos, has preferido aliarte con nosotros.
Sí, se había unido a ellos, pero ¿a qué coste?, pensó Olivia.
Finalmente, había ganado por mayoría la decisión de usar la violencia. “¡Esos cabrones no merecen nuestra misericordia!”, había gritado uno de ellos, y todos habían gritado como respuesta. Aunque al principio no estaba del todo de acuerdo, al final Olivia acabó por acceder. No era tan mala idea si lo pensaba. Así que decidió tomar la palabra.
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—Si finalmente hemos decidido usar la violencia, yo tengo información que nos puede servir. Como ya sabéis, yo trabajo en el AMRA, y tengo acceso a las direcciones y los movimientos que hacen los altos cargos. Si puedo conseguir esa información, vosotros podéis usarla para hacer ataques más directos.
—¿Y cada cuánto tiempo nos vas a poder dar esa información?
—Si me arriesgo mucho, podré daros información una vez por semana. Puedo hacerlo a través de nuestra compañera María Espinoza, yo le daré un sobre con la información.
María no dijo nada, pero Olivia sabía que estaría de acuerdo. A ella no le importaba nada arriesgarse por la causa. Es más, María daría su vida por la resistencia. Pero a Olivia le preocupaba su vida. Al darle el sobre con toda esa información, le estaba pasando todo el riesgo a sus manos, y si alguien lo encontraba, la ejecutarían de inmediato.
Pese a todo, ese fue el plan que se dictó. Cada semana, Olivia metería en aquel sobre todas las direcciones y movimientos diarios de los oficiales que pudiese encontrar. Y todos los miércoles se encontraría con María y, cuando nadie se diera cuenta, le daría el sobre que María llevaría al grupo secreto.
Heinrich se encuentra en el Gran Palacio del Führer, acompañado por uno de los guardias de Himmler. Se dirige hacia el despacho del nuevo gobernador, nervioso y con un mal presentimiento. Heinrich llega a la puerta y la toca con firmeza; el guardia se coloca a un lado. Desde dentro de la habitación se escucha a Himmler decir:
—Pase.
Von der Leyen entra, cierra la puerta y se sienta en el pequeño sillón que se encuentra enfrente del escritorio donde Himmler espera sentado, ansioso por comunicar sus planes.
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—Mi querida mano derecha, creo que ya sabe para qué está usted aquí, ¿no?
—Me hago una idea, señor, y estoy deseando saber los planes que tiene para nuestro país.
—¡Eso quería escuchar! Me encanta ese entusiasmo que muestras. Creo que hice bien en elegirte como mi mano derecha, muchacho.
—Gracias, señor.
—Bueno, dejémonos de halagos. Te contaré lo que tengo planeado. Lo primero que debo hacer como gobernador es acabar de una vez por todas con las razas inferiores a nosotros. Los judíos son como una plaga de cucarachas; por muchas que mates, siempre aparecen más. Estoy dispuesto a acabar de una vez por todas con ellos. No dejaré que sigan avergonzando a nuestro país. Es más, en mi opinión, Hitler se ablandó cuando obtuvo la victoria. No supo manejar bien todo el poder y lo desperdició. Se olvidó del verdadero enemigo que destruye nuestro país con su presencia. Durante mi reinado, ¡acabaré con todos los judíos! No quedará ni uno, lo juro por Alemania.
—Pero, señor... —dijo von der Leyen intentando intervenir, pero fue rápidamente interrumpido.
—No te preocupes por nada, muchacho. Ya lo tengo todo planeado y, de hecho, el plan ya está casi en marcha. Mañana enviaré a mis mejores hombres a buscar y exterminar de forma inmediata a todos los judíos vivos en Europa y en cualquier parte del mundo. Así no se lo esperarán y no tendrán tiempo de huir.
—Señor, yo no... —von der Leyen volvió a intentar hablar, pero Himmler no escuchaba. Estaba cegado por el poder y no aceptaba ninguna opinión; ya estaba todo decidido para él.
—Una vez que acabe con los dichosos judíos, pondré en marcha el plan La Única Nación, el mejor plan de todos los tiempos. Colonizaré todas las naciones y las convertiré en una única Alemania tan poderosa que nadie será capaz de vencer...
—Señor, sobre lo anterior... —Heinrich lo intentó una última vez, sin éxito. No podía pensar en nada más, le costaba atender a las explicaciones del Führer. Solo pensaba en Clara, la hermosa judía a la que amaba más que a su país. No podía pensar en nada más que en avisarla, esconderla, tenía que hacer algo. Por fin se decidió a hablar:
—Mein Führer, ¿no ha pensado usted que sería mucho mejor educarlos y convencerlos para convertirlos en alemanes? Expandirnos por el mundo mediante la fuerza de nuestra cultura. No queremos controlar a nadie, queremos que formen parte de nosotros y así seremos grandes e invencibles, el mayor territorio de civilización nunca visto, con las tropas más grandes, fuertes y mejor equipadas.
—¡No! ¿Qué barbaridad estás diciendo? ¿Cómo íbamos a aceptar a personas que no fuesen alemanes dentro de nosotros? Sería corrompernos. Además, una vez hiciéramos eso, la mayoría se volverían en contra de nosotros. ¿Acaso no está usted informado de todos los ataques terroristas hacia los nazis? Eso sería un completo desastre.
Himmler seguía hablando; le daba igual si von der Leyen escuchaba o no
— Además, mira estos informes.
Himmler le pone unos documentos en la mano.
—A estos traidores también hay que matarlos. Todos estos atentados terroristas contra dirigentes y colaboradores de nuestra nación deben ser castigados con la muerte. No podemos dejar esto pasar.
Himmler siguió hablando prácticamente solo, ya que Heinrich solo escuchaba trozos de la conversación. Estaba inmerso en sus pensamientos; necesitaba salir de allí y avisar a Clara. No podía perderla de esta manera, no por culpa de su mala decisión. Ahora sabía que nunca debió elegir a Himmler.
Alex Oldfield ni siquiera era capaz de determinar si estaba vivo o muerto. Los guardias lo llevan a una celda con barrotes de hierro y vigilada por dos guardias de aspecto amenazante. Alex tenía una venda en los ojos y otra en la boca. Al llegar, lo arrojan al suelo como si fuese basura. Alex se levanta y mira alrededor para descubrir a su nuevo compañero de celda, Akira Takemitsu. Este lo mira horrorizado y le ayuda a levantarse.
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—Amigo mío, ¿qué te han hecho? Te ves horrible —exclamó Akira horrorizado.
—Lo siento… lo siento mucho, Akira. He confesado todo, he dado tu nombre, ahora irán a por ti. Perdóname, tampoco he difundido las películas. Ahora sé que debí hacerlo —dijo Alex sollozando.
Akira suspiró.
—Tranquilo, Alex. Está bien. Siento que de algún modo este era mi destino. Lo hecho, hecho está; no te lamentes por ello, no servirá de nada.
Akira no estaba preocupado por lo que podría ocurrirle. Alex lo notó y preguntó:
—¿Por qué estás tan tranquilo, Akira? Acabo de decirte que ellos saben que fuiste tú el que me entregó las películas.
—Lo sé, te he escuchado, pero también sé que los universos se conectarán tarde o temprano y todo cambiará. No puedo decirte con certeza lo que ocurrirá, pero estoy seguro de que todo cambiará.
—¿De qué hablas ahora, Akira? —pregunta Alex confundido.
—Verás, amigo mío…
Akira estaba a punto de explicárselo todo a Alex cuando fue interrumpido por unos guardias. Los guardias los agarran por el brazo y prácticamente los sacan a rastras de la celda.
—¿Qué vais a hacer? —pregunta Akira.
Ninguno de los guardias responde, solo se ríen. Los llevan a un patio lleno de mucha gente, de distintas características: personas mayores, jóvenes, mujeres, negros, judíos… Akira Takemitsu miró a Alex con admiración y desesperación al mismo tiempo, y le cayó una lágrima por la mejilla.
—Alex, amigo, este es nuestro final. Ha sido un placer pasar mis últimos momentos contigo y quiero pedirte disculpas por haberte arrastrado a la muerte con mi plan para cambiar el mundo. Debí tomar la responsabilidad y difundir las películas yo mismo, lo siento.
—Akira, no digas eso. Yo debí ayudarte, al fin y al cabo te lo debía. Tú fuiste muy amable conmigo y siempre me ayudaste. Es mi culpa que estemos en esta situación.
Les dijeron que se pusieran de espaldas. Alex temblaba; no debía haber ido a la reunión, su vida de fracasado era mejor, todo el día en la tienda. Pero al fin y al cabo pensaba en su vida actual, y se dio cuenta de que había perdido todo, menos… a sí mismo. Lo que más rabia le daba era que iban a matar a su amigo por su culpa, y eso le comía por dentro al mismo tiempo.
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/45.jpg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
Se empezó a escuchar cómo cargaban los fusiles. A Alex se le encogió el alma. Él estaba el quinto en la fila hacia la derecha, y Akira Takemitsu el cuarto; iba a ver morir a su amigo y, escasos minutos después, iba a morir también. Era una situación insufrible. Alex notaba una fuerte punzada en el pecho y que el corazón le iba a mil por hora. Tenía muy sudada la nuca y las gotas le caían por el hueco de la columna vertebral, dejándole un escalofrío constante, pero a la vez agradable; pensaba que se estaba volviendo loco.
Todos sus pensamientos se borraron de su mente cuando les dijeron que se pusieran de espaldas. Escuchó un disparo y el primer hombre cayó, y así uno tras otro, pero cuando vio caer a su amigo, no pudo evitarlo; ¿qué más le daba? Iba a morir igualmente. Se tiró al suelo al lado suyo y le dijo por última vez, aunque no pudiera escucharle:
—Lo siento —dijo con una voz tenue, mientras le tartamudeaba la mandíbula del miedo.
Antes de que apretaran el gatillo, cerró sus ojos para poder sentir el cálido abrazo de la muerte. Seguidamente, le dispararon a la cabeza y cayó al suelo, desplomado.
—Se acabó. Quemad los cadáveres.
Los guardias cogieron los cadáveres de los pies y los arrastraron hasta los hornos crematorios.
Habían pasado dos semanas desde la reunión del grupo secreto. En este tiempo, Olivia había pasado información a María sobre alemanes y colaboracionistas estadounidenses. Hoy volvía a ser miércoles, el día señalado para llevar más documentos a su amiga. Ese día había sido muy ajetreado para Olivia, ya que había estado casi todo el día buscando nuevas direcciones que darles a los rebeldes. Había faltado muy poco para que la pillasen sus supervisores, pero había conseguido que nadie sospechara nada. Cada vez se estaba convirtiendo en un trabajo más arriesgado, ya que además del riesgo que suponía pasar la información, sus superiores no confiaban del todo en ella por tener clasificación B. En un quiosco de la calle, compró un periódico para ver cómo iba la situación.
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El titular de la primera página hizo que un escalofrío recorriera todo su cuerpo: “OTRO VIOLENTO ATENTADO ACABA CON EL DIRECTOR DE OPERACIONES PARA EL ALTO MANDO ALEMÁN, JUNTO CON SU ESPOSA E HIJOS”. Desde que había empezado a darle direcciones a María, se habían realizado ya cinco atentados contra dirigentes… y sus familias. Al fin y al cabo, Olivia había acabado por apoyar los asesinatos a las personas que los estaban matando. Pero matar a sus familias también le parecía demasiado. ¿Qué culpa tenían los hijos de un hombre que había decidido traicionar a los suyos? Y pensar que las muertes de esas familias las había desencadenado ella le hacía sentir horriblemente mal. ¿Estaba de verdad haciendo lo correcto, o no debería haberse metido nunca a ese grupo?
Al acabar la reunión con Himmler, Von der Leyen salió del palacio muy pálido y asustado; su expresión corporal mostraba el miedo que sentía en ese momento. Se dispuso a ir al coche para, como de costumbre, ir a casa de Clara, su amante, después del trabajo. Pero esta vez tenía que hablar con ella seriamente sobre su futuro, en el que él no iba a poder estar. En la reunión con Himmler se había hablado de exterminar a todas las razas inferiores, especialmente a los judíos que quedaban en tierra. Y esto no le gustó nada a él, pero tuvo que apoyarlo sin pensar en las consecuencias. Clara era judía. ¿Qué iba a ser de ella?
Rápidamente se subió a su coche y fue en dirección a la casa de su amante Clara para comunicarle que Himmler y su ejército iban a ir en busca de las personas de razas inferiores.
Al subir al coche, se le cayeron las llaves de los nervios. El camino parecía infinito con tanto semáforo en rojo, y alguno se saltó porque no podía perder tiempo. A mitad de camino, tuvo una visión de Clara ejecutada en el suelo por un soldado de su propio ejército.
Al llegar a la casa, aparcó el coche de lado en la acera y se bajó corriendo. Subió las escaleras y abrió la puerta con las llaves que tenía. Al entrar, Von der Leyen se encontró a Clara cerrando una gran maleta. Esto no le gustó nada a Von der Leyen, aunque en el fondo sabía que este momento iba a llegar en cualquier momento.
<img src="https://rafaxenakis.neocities.org/fotoshc/51.jpeg" alt="descripción" style="max-width: 800px;">
—Clara, te tienes que ir, vengo a darte toda la información que necesitas.
—No necesito esa información, no quiero saber nada de ti. ¡Eres su número dos, tú tienes culpa en parte de todo lo que le está haciendo al pueblo, eres un asesino y un miserable! —exclamó Clara con una lágrima cayendo sobre su cara—.
—No sabía que íbamos a llegar a este punto.
—¿CÓMO NO VAS A SABERLO? Esto es una vergüenza, parece mentira que todos conozcamos a Himmler menos tú, ¡TÚ, SU MANO DERECHA!
—Pero Clara, te juro que propuse nuevas reformas para el pueblo, para todos, sean de la raza que sea… Y yo te amo a ti más que a cualquier cosa de este mundo.
Clara se acerca a Von der Leyen.
—Clara, te quiero, déjame argumentarte. Es todo una estrategia hasta que Himmler muera y yo sea el Führer y cambie toda esta historia. Lo único que tienes que hacer es huir y esconderte en un piso que tengo hasta que Himmler muera y yo dé la orden de detener el exterminio de los judíos.
—¡Cállate! Eres un mentiroso, creía que no eras como él, pero resulta que eres casi peor. No has hecho nada para salvar a mi pueblo y ahora no vas a hacer nada para salvarme. Lo único que quieres es que huya y me acabarás encontrando tiroteada en una calle como a los demás judíos. No me creo cualquier frase que salga de tu boca.
—En unos días voy a hablar con Himmler y voy a influir en unas reformas para mejorar en los aspectos por los que me llamas asesino. Te amo, no te vayas de esa manera.
—Eres una persona horrible, y no quiero volverte a ver en toda mi vida.
Automáticamente, después de esas palabras, le escupe a los pies de Von der Leyen y se va del apartamento con su maleta. Él se queda sin palabras y puede ver por la ventana de la habitación cómo Clara se monta en un coche desconocido y se va.
Como todos los miércoles, María y Olivia acordaron encontrarse en una cafetería. Allí se encuentran. Olivia le pasa los documentos donde están las localizaciones de varios alemanes con gran influencia y americanos traidores que colaboran con los invasores alemanes.
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Justamente en ese momento, entra una patrulla de colaboracionistas estadounidenses y logran ver los documentos. Como tienen autoridad, le piden de forma agresiva que se los entreguen y, aunque hay un poco de forcejeo, María logra liberarse, pero la amenazan con una pistola y se acaban las tonterías.
Las llevan a un furgón. Durante el camino, se cuentan la una a la otra lo mucho que han significado y recuerdan todo lo que han vivido juntas desde que María vino a la cafetería. Entran en un interrogatorio donde ambas tratan de mentir para salir impunes, pero los folletos las delatan, dando las localizaciones de cada uno de los soldados.
Al descubrir todo esto, su jefe les da la orden de ejecutarlas por oponerse al régimen e intentar sabotearlo. Olivia solloza y les ruega que no las maten y que las podrán utilizar a su favor si es necesario, pero María le agarra del hombro y le dice que sabía que eso ya iba a pasar y que ya no hace falta arrepentirse de nada. María y Olivia se abrazan por última vez.
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Los soldados abren fuego y acribillan a las dos amigas. Finalmente, los propios soldados les tiran los documentos encima en signo de burla y estos acaban tiñéndose con la sangre de sus víctimas más recientes.
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