598 VOLVER A DÓNDE (FRAGMENTO) – ANTONIO MUÑOZ MOLINA
Nadie previó lo que se avecinaba. A los pocos que sí lo hicieron nadie les prestó atención. Nadie, hasta unos días antes, fue capaz de prever el vuelco que todas las cosas iban a sufrir de un día para otro, la escalada de los muertos, los hospitales desbordados, los ancianos muertos y abandonados durante varios días en las residencias, la ciudad entera como en estado de sitio, la amplitud soviética de las avenidas sin tráfico, el silencio solo interrumpido por los pájaros y por las ambulancias. Yo mismo me negaba a ver la evidencia: por distracción, por miedo, por la jactancia de no seguir la corriente. Nadie, ni los más expertos, ni los que tenían la obligación y la responsabilidad de hacerlo, previó nada: pero a continuación ya no había figura intelectual que no se pusiera a improvisar dictámenes sobre el porvenir, a emitir juicios imperativos sobre el significado de lo que estaba pasando. Había una prisa por interpretar, por levantar teorías, por hacer nuevas predicciones que estarían sin duda tan equivocadas como las que se hicieron un poco antes, aunque ya nadie se acordaría de ellas. A mí se me acentuaba una aversión instintiva a las abstracciones, a las opiniones, a los vaticinios. Mi único deseo, mi inclinación exclusiva, era observar en silencio, tomar nota, concentrarme en la parte de la calle que se ve desde mi balcón, en el escaso territorio autorizado para hacer la compra o pasear perros. Mis herramientas eran el cuaderno, la pluma, el tintero, los lápices, las tijeras, la barra de pegamento. Quería observar lo cercano como un explorador en un país desconocido. Salir a Madrid era a veces como haber llegado por primera vez a una inmensidad como la de la gran plaza de Cracovia, una mañana invernal de cielo bajo y blanco y llovizna. Quería observarme a mí mismo desde fuera, con atención pero sin ensimismamiento, observar el modo en que el encierro en nuestra casa durante tanto tiempo nos afectaba a Elvira y a mí. Pensaba en la concepción de la escritura que tenía Primo Levi, como el informe meticuloso sobre un experimento químico. Me acordaba de otros maestros consumados de la observación. A V. S. Naipaul le preguntaron por qué había permitido a su biógrafo, Patrick French, consultar los diarios de su esposa difunta, Pat, que lo retratan de una manera tan desfavorable, y él contestó: «The record must be kept». Quería fijarme en lo específico de este tiempo nuevo, lo concreto, lo que se olvida porque nadie le da importancia, lo que no aparece en los libros de historia, lo que no puede recordar más que quien lo ha vivido. Una vez le pedí a mi amigo y traductor Philippe Bataillon que me contara pormenores sensoriales precisos de la Ocupación en París, que él vivió como un adolescente. Se quedó pensando, con un brillo de agudeza y de lejanía en sus ojos muy azules de anciano, y me dijo: «Me acuerdo del sonido de las chapas metálicas que los militares alemanes llevaban en los tacones de las botas. Uno los oía venir antes de verlos. Esos golpes metálicos resonaban muy fuerte en los pasillos del metro».